
Mmmm… No recuerdo en qué instante aceptó la promesa. Quizá nunca hubo un momento concreto; tal vez se encontró ya dentro, como si siempre hubiese sido parte del pacto, claro, sin saberlo.
El libro estaba allí, apoyado sobre la mesa. ¿De dónde demonios había salido? No sé.
Pesado, de lomo negro y letras doradas que parecían arder bajo la luz mortecina que entraba por la persiana. La mano femenina que lo sostenía —uñas largas, pintadas de rojo oscuro, olor a humo rancio— no expresó nada… apenas solo lo rozó, y fue suficiente.
Desde entonces las horas comenzaron a desmoronarse. La recién llegada, la insomne, la que se creía lectora de tardes plácidas y tertulias inocentes, empezó a escuchar un leve murmullo.
No venía de fuera, sino de la propia piel, como si las venas transportaran no sangre, sino palabras que exigían ser dichas. Y en ese rumor siempre estaba la misma pregunta: ¿aceptas?.
Ah, el sudor. No puedo dejar de insistir en eso. El cuerpo es más sabio que la mente; avisa con gotas lo que el pensamiento se empeña en negar.
Ella transpiraba como si hubiera corrido maratones, aunque no se moviera del sillón. El maquillaje corrido, las telas pegajosas. El cabello achatado, el corazón palpitando velozmente.
El perro, su único testigo, percibía aquel cambio. Lo olía. Nina gruñía hacia el aire, hacia un rincón vacío, como si el vacío no lo estuviera tanto.
Quién sabe por qué, pero yo también transpiro al narrarlo. Tal vez porque las obsesiones ajenas se pegan, como polvo en el aire. Y me pregunto, ¿con quién hablaba? ¿Con qué interlocutor invisible mantenía esas charlas interminables?
Nadie lo sabe, nadie salvo ella. Y yo, que lo intuyo… demasiado tarde.
Los seres humanos tenemos ese talento innoble: gastar energía en misterios que no nos atañen, en acertijos que no cambiarán en absoluto el curso de nuestras vidas. Y sin embargo ahí estamos, sudando por ellos.
¿No sería mejor dedicarnos a lo útil, a lo que nos alimenta, a lo que de verdad construye? Utopías, claro. “¡Sandeces pues!”, habría gruñido mi abuelo gallego, que en paz descanse.
Él decía que poder y deber eran la misma cadena, solo que bruñida con distinto nombre. Si lo hubieras oído, muchacha, si alguien hubiese dejado que sus refranes se colaran en tu oído incrédulo.
Pero no. Ella tenía la carta. ‘Promesa de poder’, decía en un encabezado solemne. Y en la esquina, un símbolo que parecía cambiar de forma cada vez que lo miraba.
Una tarde, extenuada de tanto resistirse, leyó en voz alta la anotación al pie: “Si aceptas, añade tu huella”.
Qué simple y qué brutal. El dedo índice sobre la tinta, la mancha absorbida con gula, y la deuda sellada.
A partir de ahí, todo fue más fácil. Dolor de cabeza, resuelto. Un informe atrasado, mágicamente completo. Una cita esquiva, asegurada.
Era un poder discreto, elegante incluso, un susurro en vez de un trueno. ¿Quién diría que lo terrible puede llegar envuelto en compostura? Pero cada favor tenía su precio.
Los primeros pagos fueron leves: olvidos pequeños, confusiones que podrían achacarse al cansancio. Más tarde, los vacíos crecieron. Un día entero que nunca recordó haber vivido.
Conversaciones que juraba haber mantenido y que nadie confirmaba. El cuerpo seguía actuando en esos lapsos: cocinaba, respondía correos, salía a la calle.
Pero ella no estaba. ¿Quién entonces habitaba su piel?
Aquí es donde se confunde mi voz con la de ella. Porque yo mismo dudo si soy el narrador de su historia o el resultado de su pacto. ¿Y si estas palabras las dicta la misma entidad que susurraba en sus venas? El flujo de conciencia se me quiebra: ¿yo o ella? ¿ella o yo?
El espejo del baño fue el primero en traicionarla. Al salir de la ducha —esa ducha donde intentaba espantar el sudor y la inquietud— descubría palabras, frases, empañadas en el cristal: “Cumple. Entrega. No olvides”.
Juraba no haberlas escrito. Nadie le creía. Y el perro, ya lo dije, dejó de dormir junto a la cama. Se refugiaba bajo el mueble más alejado, temblando como si esperara un terremoto invisible.
Las amistades se evaporaron. Los compañeros de trabajo apenas la saludaban. Algunos ni siquiera la recordaban. ¿Había estado alguna vez allí? El mundo empezaba a actuar como si su presencia fuese una anomalía que debía corregirse.
Ella se aferraba al pacto con un terror que también era dependencia: cuanto más obtenía, más necesitaba pedir. Y cuanto más pedía, más se borraba.
En las noches se oían pasos. No los míos, no los de ella, sino otros. El pasillo se estiraba, se encogía. Puertas que no existían se abrían para mostrar pasillos que tampoco estaban ahí. Todo era tránsito hacia ninguna parte. Y aun así, lo recorría.
Yo mismo, al escribirlo, me descubro preso de esa misma inercia. Cada vez que quiero soltar el relato, aparece una voz: “Termina. Solo así serás libre”.
Pero lo sé: la libertad es otra promesa falsa. Igual que el poder. Igual que la memoria.
Ella intentó rebelarse. Quemó la carta. La arrojó al río. Enterró las cenizas bajo sal y rezos. Inútil. Siempre reaparecía, intacta, sobre la mesa de noche, oliendo a humedad, a hierro viejo. El dedo marcado, la deuda viva.
En ocasiones hablaba en idiomas que nunca había aprendido. Otros decían haberla visto en lugares donde no estuvo. La temporalidad se resquebrajó: pasado, presente, futuro, todos enredados como cables pelados que chisporrotean al contacto. Yo los siento también, como si mi reloj se burlara de mí y cada minuto fuese el mismo repetido hasta el cansancio.
Y aquí llega la duda final, la más cruel: ¿existió ella alguna vez? Tal vez fue solo invención de la propia promesa. Una máscara creada para atraer curiosos, lectores, narradores incautos. Tal vez fue el pacto mismo disfrazado de muchacha para arrastrarnos a todos a este juego.
El sudor me corre por la frente mientras escribo. El perro no está, ni el abuelo, ni la risa gallega. Solo yo, y este murmullo que exige ser atendido.
Miro la mesa y veo la carta. No es negra ni dorada: es gris, como ceniza. Y en el centro está mi huella, aunque juro nunca haberla puesto.
No sé si son mis manos las que redactan estas líneas. No sé si ustedes, al leer, ya han aceptado. Porque basta con conocer la existencia del pacto para formar parte de él.
Eso dicen, o lo invento yo ahora para consolarme.
El poder, el deber, la cadena.
No hay final. No hay primavera.
Solo esta promesa que nunca debimos abrir.

Por azar —o lo que algunos llaman destino, y otros, menos poéticos, pura casualidad estadística— llegó a mis manos este manuscrito. No sabría explicarles cómo. Tampoco querría. Lo encontré en un cajón que no era mío, dentro de un escritorio que no recordaba haber comprado. Había un sobre, el cual no tenía remitente, solo un rastro de humedad que olía a papel podrido y a hierro. Lo abrí, claro, sin moverlo de lugar. ¿Quién no lo haría? Uno siempre abre lo que no debe.
No habia nada dentro. Me desilusioné un poco. Suspirando lo levanté, y zas, debajo habia una hoja amarillenta. Escrita a mano. De finos trazos, una misiva oportunamente profanada. ¿Y ésto?
Leí. No de un tirón, no. A pausas, con interrupciones, como se leen las cosas que incomodan. Me detuve varias veces a tomar aire, a lavarme la cara, incluso a cambiarme de camisa porque transpiraba más de lo razonable para un hombre quieto en su silla. Me decía: “Es solo literatura”. Pero ya sabemos que lo literario es apenas una máscara, y detrás siempre hay algo que respira, que espera.
Al terminarlo, sentí que me miraban. No desde afuera, sino desde adentro, como si una parte mía se hubiese separado para juzgarme. Y entonces decidí, no sé si por debilidad o por convicción, que lo único sensato era imitar a la protagonista. Sí, poner mi huella. No había carta, no había símbolo visible, y sin embargo extendí el dedo sobre la última página, como quien firma un contrato invisible.
¿Por qué lo hice? No lo sé. Quizá por soberbia, quizá por cansancio, quizá porque uno siempre busca atajos al precio que sea. Y al hacerlo, supe que mi vida había cambiado. No para bien, tampoco para mal: en otra dirección, simplemente. Lo terrible no es el castigo, ni siquiera la deuda. Lo terrible es la certeza de que ya no tengo elección.
Les dejo esta confesión con la esperanza absurda de que alguien la lea y no repita mi error. Aunque sospecho que no servirá de nada. El hombre es terco. La tentación, irresistible. Y lo prohibido, siempre más hermoso que lo permitido.#
Cierro aquí. O mejor dicho: me cierro aquí. Porque siento que ya no seré yo el que abra la próxima página…

Y ahora te miro a ti. Sí, a ti.
No disimules. Has leído hasta aquí, has seguido las huellas de una historia que no era tuya y, sin embargo, ya la llevas en las manos.
Lo sabes porque el sudor empieza a incomodarte, aunque intentes ignorarlo. Y ahí está la carta.
No la invento yo: la tienes delante, como yo la tuve, como ella la tuvo.
‘En una encrucijada’, ruega. Y no hay metáfora en el título.
En la tuya, oh sí. Te ofrece dos caminos, ambos falsos refugios: una acción inmediata a cambio de perder algo al azar, o ceder una parte de tu próximo tiempo para recibir más de lo que podrás cargar. ¿Qué eliges?
No te engañes: no elegir también es elegir. La carta no admite excusas ni demora.
Te ha puesto contra la pared, y tus manos tiemblan porque sabes que cualquiera de las dos decisiones ya estaba escrita mucho antes de que llegaras aquí.
No preguntes por qué ni para qué. Hazlo.
El pacto es sencillo: actúas ahora y entregas lo que ignorabas querer conservar, o pospones la deuda para después y aceptas cargar con lo que nunca pediste.
Míralo bien. No es mi voz, ni su voz. Es la tuya.
La carta se abre solo cuando alguien la lee, y ya la leíste. No te queda más que marcar tu huella, en la mesa, en tu piel, en la sombra que proyectas.
Yo ya no sigo contigo. Aquí terminan mis palabras. Lo demás, lo próximo, es todo tuyo.
O no…
Ya elegiste, aunque finjas que no.
Tus manos lo dijeron por ti.
El aire a tu alrededor cambia: más denso, más pesado.
Y en el centro de la mesa, allí donde antes había papel y tinta, ahora reposa una grieta, una herida que no debería estar en este mundo.
Te inclinas sin quererlo.
La grieta respira.
Te traga.
Y el resto, lo que alguna vez fuiste, se queda aquí, escribiendo estas últimas palabras para… nadie.

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