Había un rumor que circulaba entre los socios más veteranos del club de lectura de Fuentetaja. Decían que aquel año, en que se convocaba la quinta edición del certamen literario, algo distinto se había deslizado entre las páginas y los dados. No era solo un concurso: era un pacto. Una promesa de poder.
Los socios más jóvenes reían al escucharlo. Lo atribuían a esa ironía soterrada que caracteriza a quienes han pasado demasiadas noches leyendo a Lovecraft y bebiendo café frío. Pero los veteranos no reían. Bajaban la voz, miraban de reojo hacia las estanterías del fondo y murmuraban que los relatos ganadores no se escribían: se cumplían.
Marina, recién llegada al taller de narrativa breve, no prestó demasiada atención a las habladurías. Había oído hablar de Los archivos de Arkham, aquel podcast que convertía partidas de cartas en auténticas sesiones de espiritismo literario, y le parecía divertido participar en un concurso con semejante halo de misterio.
El primer día de taller, cada alumno recibió un sobre cerrado con los materiales de la convocatoria. Cuando Marina abrió el suyo, encontró, además de las bases, una carta de juego. La suya llevaba por título Promesa de poder.
La ilustración era inquietante: un libro cerrado, marcado con símbolos imposibles, sostenido por manos femeninas de uñas largas. La luz que entraba por la persiana parecía crear sombras que se movían con vida propia. Bajo la imagen, una sola palabra: Experimentado. Maldito.
Marina sonrió, incómoda. Aquello debía de ser una broma privada de los organizadores, célebres por su humor en mitad del horror. Guardó la carta en su cuaderno, pensando en usarla como inspiración para su relato.
Pero en la soledad de su casa, esa misma noche, la broma perdió toda gracia.
Porque el libro de la ilustración apareció sobre su mesa de trabajo.
No era un facsímil impreso ni un atrezzo. Era un volumen pesado, de cuero ennegrecido, que olía a humo rancio y polvo de cementerio. Su nombre estaba grabado en letras que parecían reptar bajo la luz del flexo, formando signos que se retorcían como gusanos cada vez que intentaba fijar la mirada.
Con un gesto tembloroso, lo abrió. En la primera página halló una frase escrita a mano, en tinta desvaída:
“Cuando llegues a la encrucijada, elige con cuidado. No todos los caminos llevan de vuelta.”
El corazón le dio un vuelco. Esa frase coincidía palabra por palabra con el título y el motivo de otra de las cartas del certamen: En una encrucijada. El dibujo de esa carta le vino a la mente: una mujer detenida ante dos caminos, ambos sumidos en tinieblas. Marina tragó saliva.
Intentó convencerse de que todo formaba parte del juego, de una especie de experiencia inmersiva que los organizadores habían preparado. Pero en el fondo de su pecho, un frío antiguo comenzaba a instalarse.
Aquella noche, sentada frente al ordenador, decidió escribir su relato para el concurso. Abrió el documento en blanco y dejó que las ideas fluyeran. O eso creyó.
Porque no recordaba haber tipeado palabra alguna.
Y, sin embargo, cuando el primer rayo de sol entró por la ventana, en la pantalla había treinta páginas escritas. Cada línea relataba la historia de un hombre llamado Torre, erudito y arquitecto de secretos, que había hecho un pacto con fuerzas más antiguas que la primavera misma. Sus genealogías se remontaban a épocas previas al lenguaje; sus planos arquitectónicos describían construcciones imposibles, torres que ascendían más allá de la atmósfera, cimentadas en la memoria de los vivos y los muertos.
Lo peor no era la precisión del texto, ni la erudición que ella nunca habría podido inventar. Lo peor era que cada línea estaba firmada con su nombre.
Intentó borrar el archivo. No pudo: cada vez que presionaba la tecla, el texto reaparecía. Intentó apagar el ordenador: al encenderlo, las treinta páginas ya eran cincuenta. Cerró el portátil y lo escondió en el armario: desde el interior llegaba un tecleo espectral.
Desesperada, tomó el libro y lo arrojó a la chimenea. Las llamas lamieron el cuero y por un instante creyó ver cómo se consumía. Pero a la mañana siguiente, al despertar, lo encontró sobre su almohada, abierto en un pasaje donde se leía:
“Si no puedes cumplir la promesa, recibe dos puntos de horror.”
Y el horror llegó.
Primero, en forma de voces. Al principio era un murmullo, como si los vecinos discutieran tras las paredes. Luego un coro creciente, miles de gargantas invisibles que recitaban al unísono su propio texto en un idioma que parecía devorar las vocales. Las paredes vibraban, los vasos tintineaban solos, y la casa entera se convirtió en caja de resonancia de aquel eco monstruoso.
Marina comprendió, aterrada, que ya no era autora. Era personaje.
Los días siguientes se desdibujaron en una sucesión de noches en vela, páginas que aparecían escritas solas y símbolos que reptaban sobre el suelo de la cocina. Una encrucijada real se le presentaba: aceptar la promesa de poder o resistirse hasta enloquecer.
A veces creía ver, en los espejos, la silueta de un hombre alto, barbado, vestido con túnica oscura. Era Torre, su propio personaje, observándola con una sonrisa de arquitecto satisfecho. Cada vez que parpadeaba, él estaba más cerca.
En el club, mientras tanto, nadie supo más de ella. Faltó a las clases, no respondió correos ni llamadas. Algunos pensaron que había abandonado el certamen. Otros, que se lo tomaba demasiado en serio.
La verdad salió a la luz semanas después, cuando el jurado abrió el correo electrónico para revisar las participaciones recibidas. Entre ellas había un archivo titulado “El Año sin Primavera”.
Lo abrieron y quedaron sobrecogidos. Era el mejor relato que jamás habían leído: brillante, terrorífico, inolvidable. Narraba con precisión cómo el mundo se iba quedando sin estaciones, cómo los días se volvían más largos y las noches más densas, cómo las torres invisibles crecían en el horizonte de cada lector.
Pero lo más inquietante era que el relato sabía demasiado. Los miembros del jurado reconocieron detalles de su propia vida íntima en las páginas: un sueño que solo uno de ellos había tenido de niño, un episodio vergonzoso que otro jamás había contado a nadie. El texto se alimentaba de ellos mientras lo leían.
Y, sin embargo, ninguno se atrevió a otorgarle el premio.
Porque en la última página, escrita con la caligrafía de Marina, se alzaba una advertencia que heló la sangre a todos:
“Este texto no fue escrito. Fue prometido.”
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