Oscuro libro en la mesa, sí, la tapa con signos que giran como si fueran ojos cerrados que se abren de pronto, pestañas de sombra, un zumbido que no cesa, ¿de dónde viene?, la lámpara apenas ilumina y sin embargo el brillo es otro, el brillo que no pide permiso, que se mete en la piel. Mano extendida, dedos temblorosos, uñas que rozan el cuero y el cuero responde como carne viva, un latido lento, grave, tan grave que parece el de mi propio corazón, o no, quizá otro corazón dentro del mío, uno más antiguo, de piedra y fuego.

Promesa, dicen, promesa de poder, lo susurra la voz en la rendija de mi oído, sisea, se ríe, me llama por un nombre que no es el mío y sin embargo me pertenece, me atraviesa, como si siempre hubiera estado esperándome. Promesa, sí, poder, sí, pero el poder nunca llega gratis, lo sé, lo sabemos todos, ¿quién no lo sabe? aun así la mano avanza, avanza porque la mente se retrasa, piensa y piensa, pero pensar no sirve cuando la piel ya eligió.

El símbolo en el centro, un círculo partido por líneas, pentagrama o estrella o rueda de cuchillos, y las letras ilegibles, salvo una que arde: XX. ¿Qué significa? No importa, importa solo que vibra, vibra con cada respiración que tomo y que no tomo, porque el aire ya no es aire, es humo de incienso, o sangre evaporada.

Y pienso: detenerme ahora, cerrar el libro, cerrar los ojos, salir corriendo. Sí, pero los pies no se mueven, clavados como raíces, raíces en la piedra húmeda, raíces que beben del mismo veneno que me llama. Promesa, otra vez, siempre promesa, y entonces lo abro.

Un golpe de viento aunque no haya ventana, las páginas que giran solas, un río de signos, círculos, manchas, manchas que son ojos, ojos que me miran, todos, todos me miran, y yo los miro de vuelta, ¿o no soy yo? Quizá es otro el que mira a través de mí, un huésped antiguo que despierta en mi médula.

Y entonces el pacto:
“Entrega una parte de ti y recibirás lo que anhelas. Fuerza en la debilidad, luz en la penumbra, victoria en el caos. Pero si fallas, si rehúsas, el horror será tu herencia.”

Palabras que no se leen, se clavan, se incrustan como clavos de hierro candente en la frente. Y asiento, asiento porque ¿qué otra cosa puedo hacer? La promesa ya fue dicha, y al decirla se cumple.

La habitación gira, los muebles se disuelven, la lámpara estalla en silencio, y quedo flotando entre dos mundos: el de los hombres y el de las voces. 

Una bolsa de caos, la llaman, llena de fichas, símbolos que no entiendo pero que ruedan, ruedan, ruedan dentro de mí. 

Una ficha más, una carga más, un peso que me aplasta los huesos pero me levanta los párpados. 

Poder.

Y el poder llega, sí, me inunda, me arrastra, me levanta, y soy río y mar y tempestad, soy palabra que truena y derriba, soy mano que ordena y la piedra obedece. 

Pero también, también, soy grieta, soy miedo, soy el eco del eco del eco que nunca calla.

El precio: dos puntos de horror, dicen, como si pudieran medirse. No, no se mide, se siente. 

El horror no son números, es vacío en las uñas, es hambre en los ojos, es ver mi reflejo en el vidrio y no reconocerme, es sonreír con labios ajenos.

Camino y las calles se doblan, los rostros me miran y se deshacen, la ciudad entera un tablero, un tablero manchado, y yo una pieza que se mueve sola. 

¿Quién mueve? Yo, no yo, la promesa, la voz, el libro que late en mi brazo como si lo llevara tatuado en la carne.

Podría soltarlo, sí, pero no, imposible, ya es parte de mí, parte de cada paso, cada respiro, cada mirada furtiva al cielo. Y el cielo responde: un parpadeo de estrellas negras, estrellas que no brillan, que absorben.

Pienso en huir, sí, siempre pienso en huir, pero la huida no es posible cuando el perseguidor camina dentro de ti. ¿Dónde correr si el laberinto es tu propio cráneo?

Promesa, promesa, promesa, repite. Y yo también repito, un mantra, un rezo, un conjuro que no termina. Promesa de poder. Promesa de poder. Promesa de poder.

El mundo se reduce a eso, la certeza de que la elección ya fue hecha mucho antes de abrir el libro, mucho antes de nacer quizá. 

Como si hubiera nacido solo para este momento, para ser la voz de otro, la carne de otro, el eco de un eco.

Y sin embargo —un destello, breve, casi inexistente— pienso que tal vez, en la maraña del caos, hay un resquicio de libertad. 

Tal vez, al jugar la ficha, puedo torcer el resultado, engañar al destino, doblar la promesa sobre sí misma.

¿Poder o horror? No, no son opuestos, son la misma moneda lanzada al aire. Y yo, yo soy el aire que sostiene el giro.

El libro se cierra de golpe. El eco retumba en la sala vacía. Y yo quedo quieto, respirando, sabiendo que todo apenas comienza.

Y pienso, sí, pienso aunque no pienso, que toda promesa es un espejo, y en el espejo no hay rostro sino grietas, líneas torcidas que devuelven lo que nunca fuimos y lo que siempre quisimos ser. 

Poder, poder, palabra hueca que se llena de miedo. 

Horror, horror, palabra llena que se vacía de sentido.

¿De qué sirve, entonces, elegir, si toda elección es ya destino? ¿O acaso destino no existe y somos apenas fichas arrojadas al aire, rodando en la bolsa del caos, creyendo que el azar es voluntad?

Quizá, solo quizá, la única verdad es la pregunta, no la respuesta. La promesa no es el poder ni el castigo, sino la conciencia de estar siempre en deuda con lo que nunca podremos nombrar.

Y así, sigo andando, sí, andando, con el peso del libro y la sombra del eco, sabiendo que en cada paso, en cada respiración, vuelve la misma disyuntiva: tomar la promesa o rechazarla. Pero al rechazarla, ya la tomo. Y al tomarla, ya la rechazo.

«Que la mayor de las fuerzas no es el poder prometido ni el horror temido, sino la fragilidad de sabernos a la vez dueños y esclavos de nuestras propias decisiones»

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