La lluvia caía con tal constancia que parecía haber olvidado el descanso, como si el cielo entero hubiera decidido ahogar a Arkham bajo su manto gris. En la esquina de la calle South Garrison, un farol parpadeaba, luchando en vano contra la penumbra. Allí, bajo ese resplandor débil, Nathaniel Clarke sostenía un objeto extraño, de piedra áspera y surcos imposibles, como si el tiempo mismo lo hubiera tallado.
Era una figura grotesca, mitad hombre, mitad animal, con unos ojos incrustados de cristal verde que reflejaban un fulgor inquietante. El joven arqueólogo la había encontrado horas antes, en una excavación improvisada cerca del cementerio de Dunwich, y desde entonces no había dejado de sentir que el aire se volvía más pesado a su alrededor.
—¿Qué eres tú? —susurró, con los labios temblorosos.
En ese instante, el silencio de la noche se quebró con un murmullo. No provenía de la calle ni de las casas adormecidas: parecía brotar del propio ídolo. Nathaniel lo apretó contra su pecho, temiendo que alguien más pudiera oírlo.
Las palabras, ininteligibles al principio, comenzaron a adquirir forma: elige… decide… ahora…
Nathaniel sintió un escalofrío. Había pasado años rodeado de reliquias, manuscritos y estatuillas extrañas, pero ninguna le había hablado. Y, sin embargo, aquel objeto le ofrecía un pacto. No supo explicarlo, pero lo comprendió como si siempre hubiera estado esperándolo: debía escoger entre actuar de inmediato —arriesgando lo poco que aún le quedaba de seguridad— o renunciar a una parte de sí mismo para obtener conocimiento.
Era, en efecto, una encrucijada.
La primera opción se presentó clara como una orden. Si decidía actuar en ese mismo instante, debía regresar al museo de Arkham, irrumpir en la sala de antigüedades y colocar allí la estatua. La acción lo consumiría: perdería tiempo, arriesgaría su empleo y quizá su libertad, pero lograría deshacerse del ídolo.
La segunda opción era más tentadora y cruel: podía esperar, aceptar que el objeto permaneciera en su poder un poco más, y a cambio obtendría un saber que lo transformaría para siempre. Tres secretos revelados, tres visiones que ningún hombre común debería contemplar.
El corazón de Nathaniel golpeaba como un martillo. Llevaba años soñando con hallar algo que lo sacara del anonimato de sus estudios mediocres, algo que le otorgara un nombre entre los sabios. Aquella pieza podía ser su pasaporte. Pero ¿a qué precio?
Al doblar la esquina, el joven arqueólogo se encontró frente a la biblioteca de la Universidad Miskatonic. Sus muros húmedos parecían observarlo, y las gárgolas que coronaban el tejado se curvaban como si esperaran su decisión. En las ventanas, la luz mortecina de las velas dibujaba siluetas inquietantes. Nathaniel se detuvo, sin aliento.
El murmullo volvió, más fuerte esta vez: elige… ahora…
Un resplandor verde emanó de la estatua y le mostró visiones. Primero, la imagen de sí mismo, envejecido y respetado, rodeado de estudiantes atentos que anotaban cada una de sus palabras. Después, una sala oscura donde él, desesperado, buscaba aire mientras criaturas sin forma lo acechaban. Finalmente, la visión de una ciudad en ruinas, Arkham sumida en llamas, y su nombre grabado en un libro de historia como responsable del desastre.
Nathaniel soltó un gemido. No sabía qué camino era peor.
El destino, sin embargo, no esperó. Una figura emergió de las sombras: un hombre alto, vestido con un sombrero gris y un abrigo largo. Sus ojos brillaban con inteligencia y burla.
—Interesante hallazgo el que tienes entre manos —dijo el desconocido, inclinando la cabeza—. Pocos en esta ciudad se atreven a cargar con un dilema de ese calibre.
—¿Quién es usted? —preguntó Nathaniel, retrocediendo un paso.
—Alguien que también estuvo en una encrucijada —replicó el hombre, con una sonrisa torcida—. Y alguien que aprendió que toda elección arrastra cadenas.
Nathaniel apretó el ídolo, temiendo que el extraño intentara arrebatárselo. Pero el hombre no se movió. Solo levantó un dedo huesudo y señaló la estatua.
—Si lo devuelves, te robarás a ti mismo la oportunidad de trascender. Si lo guardas, perderás algo que aún no sabes que valoras. No hay victoria, muchacho. Solo rutas que conducen a la misma oscuridad.
El arqueólogo temblaba. Su respiración era corta, y el aire húmedo parecía espesarse alrededor.
Esa noche, bajo la lluvia interminable de Arkham, Nathaniel Clarke tomó una decisión que lo marcaría para siempre.
La estatua resplandeció, como si celebrara el desenlace, y el joven arqueólogo sintió que algo en su interior se desgarraba. Había cruzado el umbral, aunque no sabría hasta mucho después si lo había hecho hacia la salvación o hacia la perdición.
Porque toda encrucijada, pensó mientras sus pasos lo llevaban de regreso al museo o tal vez a su propia condena, no era más que un espejo: una revelación de lo que uno estaba dispuesto a perder para obtener lo que nunca debería poseer.
Desde aquel día, quienes lo conocieron afirmaron que Nathaniel nunca volvió a ser el mismo. Sus ojos, antes claros y llenos de curiosidad, adquirieron una sombra que no se disipaba ni con la luz del sol. Y en las noches más oscuras, cuando la lluvia golpeaba los cristales y el viento ululaba entre las calles desiertas de Arkham, algunos juraban oír un susurro salir de su ventana: elige… siempre elige…
(…)
La lluvia había cesado y, en el horizonte, la torre parecía respirar como un animal dormido. El investigador, aún con las manos marcadas por la tensión de su dilema, dejó el ídolo sobre el altar. Durante unos segundos temió que la piedra volviera a iluminarse, que los ojos verdes se abrieran otra vez para pedirle otra decisión imposible. Pero no ocurrió nada.
El aire de la sala cambió: más ligero, casi como si las paredes mismas hubiesen exhalado un suspiro. Y en ese instante comprendió algo: cada encrucijada, cada elección que lo había atormentado, no era un castigo, sino un recordatorio. La magia que lo había puesto a prueba no buscaba destruirlo, sino mostrarle que hasta los caminos más oscuros podían esconder una chispa de luz.
Salió de la torre con paso firme. El mundo no era menos peligroso que antes, pero en su pecho ardía un pequeño fuego, una certeza: siempre habría dilemas, siempre habría sombras, pero también siempre existiría la posibilidad de elegir bien, de arriesgarse por lo que vale la pena.
El viento nocturno trajo un murmullo, como un hechizo olvidado:
“La verdadera magia no está en los objetos, ni en los conjuros… sino en la decisión que uno toma al borde del abismo.”
Y con esa verdad, el investigador se adentró en la oscuridad del bosque, con el presentimiento —o la esperanza— de que lo que lo esperaba no era otro final, sino un nuevo comienzo.
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