El despacho del señor Torre no estaba en las avenidas elegantes ni en los bulevares donde los caballeros fumaban sus cigarros importados y las damas lucían encajes traídos de ultramar. No: se hallaba al final de una calle estrecha, torcida como un dedo artrítico, donde el aire olía a carbón húmedo, sopa rancia y desesperanza. La puerta, sin letrero ni aldaba, parecía la entrada a un almacén olvidado; solo los iniciados sabían que tras esa madera descascarada se encontraba el lugar donde los destinos se decidían con la ligereza de un naipe.
Adentro, el mobiliario era tan sobrio que bordeaba la miseria: una mesa de roble pulido por el roce de incontables manos, una lámpara que chisporroteaba como un insecto atrapado en luz, y un archivador repleto de cajones sin etiquetas. Nada en aquel espacio parecía ostentoso, y sin embargo, al entrar, los clientes sentían que habían penetrado en un santuario. Quizá eran las paredes, impregnadas de murmullos; quizá las cartas, siempre desplegadas como si estuvieran al acecho; quizá el propio Torre, con su figura alargada y su sonrisa que jamás se decidía entre el consuelo y la burla.
Esa noche, tres visitantes llegaron uno tras otro, como si la miseria los hubiera empujado en procesión.
El primero era un comerciante de lanas. Sus manos callosas y ennegrecidas delataban su oficio; sus ojos, en cambio, reflejaban un miedo que no se lava ni con diez abluciones.
—Señor Torre —balbuceó—, mis arcas están vacías. Un competidor me roba clientes, y dicen que ha obtenido favores de los recaudadores. Necesito saber cómo hundirlo, o pereceré yo.
Torre desplegó las cartas, y con voz suave le invitó a escoger: tres, seis o nueve. El comerciante, sudoroso, eligió seis. La carta revelaba un nombre, una debilidad: el vicio secreto del rival, oculto a los ojos del mundo.
—Con esto —dijo Torre—, podrá usted vencerlo.
Y en efecto, el comerciante prosperó unos meses, hasta que un rumor, no se sabe de dónde, lo vinculó a prácticas fraudulentas. Cayó en desgracia, y cuando volvió al despacho, el señor Torre le recibió con la misma calma:
—No olvidemos, mi buen amigo, que los secretos no son esclavos de nadie. Son como pájaros: basta abrir un resquicio, y vuelan donde quieren.
El segundo visitante fue una mujer joven, envuelta en un chal raído.
—Busco a mi hijo —dijo con voz quebrada—. Fue llevado a trabajar en los talleres del río y no volvió.
El señor Torre inclinó la cabeza, y sus dedos recorrieron las cartas con ternura. Eligió por ella una sola. El papel reveló un galpón, un olor, una marca en la ropa. La mujer partió de inmediato, y esa misma noche halló al niño, débil pero con vida. Lloró de gratitud, y juró que nunca revelaría el nombre del hombre que la había ayudado.
Pero mientras abrazaba al pequeño, no pudo dejar de preguntarse: ¿por qué Torre sabía de aquel lugar? ¿Acaso había comerciado antes con ese mismo secreto?
El tercer visitante fue un parlamentario. Entró de noche, con el rostro oculto por una capa.
—Necesito destruir a un rival político —dijo, sin titubeos—. Sé que usted puede darme la llave.
El señor Torre, sin levantar la voz, respondió:
—Las llaves abren puertas, pero no siempre se cierran después. ¿Está usted dispuesto a quedar atrapado en la habitación que se abra?
El hombre, con la soberbia de los poderosos, aceptó sin vacilar. Y Torre le entregó un sobre sellado. Nadie supo qué contenía, pero semanas después, aquel rival político fue acusado de traición, y su carrera terminó en la ignominia. El parlamentario, en cambio, se encumbró. Sin embargo, en cada discurso, en cada gesto, parecía perseguido por una sombra invisible, como si el precio del secreto aún estuviera pendiente.
Y así, uno tras otro, desfilaban por el despacho mendigos y aristócratas, ladrones y jueces, madres y mercaderes. Algunos salían bendiciendo al señor Torre; otros lo maldecían como a un demonio. Todos, sin excepción, llevaban consigo la certeza de que habían cruzado un umbral del que no había retorno.
En las tabernas, el nombre del señor Torre circulaba como moneda extraña. Para unos, era un benefactor secreto, un ángel caído que aún se apiadaba de los miserables. Para otros, un verdugo disfrazado, que disfrutaba tirando de los hilos invisibles del destino. Nadie, sin embargo, podía negar que el hombre existía, ni que el eco de sus actos marcaba la ciudad como las campanas marcan las horas.
Y sin embargo, cuando regresaba la madrugada, cuando el humo se deslizaba entre las chimeneas y el silencio caía como un sudario sobre los techos, Torre permanecía solo en su despacho. Se quitaba las gafas, cerraba los ojos y apoyaba la frente en las cartas. Nadie podía verlo entonces, nadie podía escuchar el susurro que se escapaba de sus labios:
—¿Y yo? ¿Quién sostendrá mis secretos cuando llegue la hora?
La bruma seguía su curso, indiferente. La ciudad dormía, ignorante de la pregunta que flotaba en el aire. Porque tal vez, pensaba Torre, todos somos comerciantes de secretos, y el precio último siempre es el mismo: entregarnos a la verdad o morir sepultados bajo el peso de lo que callamos.
Pausa
El Sr. Torre había hecho de su oficio algo tan sólido y permanente como los muros húmedos de las casas en ruinas de Arkham. No era hombre que se dejara ver con frecuencia en las plazas ni en las avenidas principales; prefería, en cambio, deslizarse por callejones empedrados, donde los faroles apenas alumbraban la miseria que se apiñaba en cada rincón. En aquel barrio olvidado, los niños jugaban descalzos con huesos de animales, las mujeres discutían el precio de un mendrugo de pan y los hombres ahogaban sus penas en tazas de cerveza aguada. Y sin embargo, era allí donde Torre reinaba, invisible y omnipresente, pues todos sabían que detrás de su sonrisa afable se escondía el custodio de los secretos más hondos.
Una noche brumosa, cuando la humedad parecía filtrarse en los huesos de la ciudad entera, un joven aprendiz de escribiente se atrevió a cruzar el umbral del despacho del Sr. Torre. Vestía un abrigo demasiado grande para su figura delgada y en sus ojos había un miedo que delataba algo más que pobreza. Había cometido un error en las cuentas de su patrón y temía ser acusado de fraude. Su vida pendía de un hilo, pues en Arkham las acusaciones solían desembocar en juicios sumarios y destierros crueles. El muchacho, con voz trémula, suplicó a Torre que encontrara una salida.
El hombre de secretos lo observó en silencio, ajustándose las gafas con un gesto que mezclaba paciencia y cálculo. Con un ademán pausado, sacó un pergamino amarillento de un cajón y lo deslizó sobre la mesa. “Lo que buscas, joven, no es inocencia, sino olvido”, murmuró. Y en aquella frase resonó una condena: Torre no limpiaba manchas, las enterraba bajo capas de silencio. El muchacho, temblando, estampó su firma sin leer, confiando en que aquella transacción lo libraría del desastre.
Pasaron días, y el aprendiz desapareció de los registros. Nadie volvió a verlo en las oficinas del mercader para el que trabajaba. Algunos aseguraban que había huido al norte, otros susurraban que el río Miskatonic guardaba su cuerpo. Pero en el barrio, entre murmullos de taberna, se repetía la misma sentencia: “Quien se entrega al Sr. Torre, pierde algo más que el secreto que trae”.
Torre, entretanto, continuaba con sus veladas habituales, sentado en su escritorio bajo la luz temblorosa de una lámpara de aceite. Afuera, la lluvia caía sin descanso, lavando los adoquines, mientras dentro su pluma seguía trazando nombres en papeles que jamás verían la luz del día. Porque en Arkham, en aquella ciudad de sombras y humo, el verdadero poder no lo tenían los jueces ni los políticos, sino aquel que sabía escuchar y, con sonrisa cortés, guardar lo que nadie más debía conocer.
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