No recuerdo en qué instante acepté aquella promesa. Quizá nunca hubo un momento concreto; tal vez me encontré ya dentro, como si siempre hubiese sido parte de ese pacto sin saberlo. El libro estaba allí, apoyado sobre la mesa, pesado, de lomo negro y letras doradas que parecían arder bajo la luz de las velas. La mujer que me lo entregó no dijo nada; apenas rozó con sus uñas largas el borde de sus páginas y dejó que yo lo tomara, como quien permite que el condenado ponga la soga en su propio cuello.

Era una promesa de poder, me habían susurrado. No un poder absoluto, ni siquiera un poder duradero, sino algo peor: un poder inmediato, urgente, capaz de arrancar la voluntad de los hombres como se arranca la hierba seca de un campo abandonado. En ese instante, y sólo en ese instante, sería fuerte. Después vendría el pago. Siempre hay pago.

Yo lo sabía, y aun así acepté. ¿Por qué? ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Vivir como un insecto, condenado a la insignificancia, viendo cómo los otros tomaban lo que yo nunca alcanzaba? No, no podía soportar esa humillación. ¡Quería ser alguien, aunque fuese por un instante!

La primera vez que lo abrí, sentí cómo una oleada de certeza me inundaba. Ningún examen, ningún obstáculo intelectual ni físico me parecía imposible. Con una sola palabra podía convencer, doblegar, vencer. El libro me susurraba: “Usa, usa, no temas. Cada prueba será tuya.” Y yo lo usé. Gané discusiones que me habrían dejado humillado, conseguí favores que nadie habría concedido, doblegué voluntades con el simple peso de mi voz.

Pero había una condición. Cada vez que lo usaba, debía arrojar algo en la bolsa del caos —una especie de tributo invisible, un fragmento de sombra que caía sobre mí y sobre todos. Y si no lo hacía, el libro me recordaba su precio: el horror. Un horror que no era físico, sino interior, un golpe contra el alma que la hacía temblar hasta quebrarse. Dos veces sentí ese castigo, dos veces la desesperación me arrancó gritos en mitad de la noche, sin que nadie pudiera comprender lo que me sucedía.

¡Qué contradicción terrible! ¡Qué engaño atroz! Cuanto más usaba el poder, más necesitaba volver a él. Era un círculo vicioso, un laberinto del que no sabía salir. Me decía a mí mismo: “Esta será la última vez, luego volveré a la humildad, a la vida sencilla.” Pero al siguiente tropiezo, al siguiente fracaso, allí estaba yo, con las manos temblorosas sobre el libro, dispuesto a pagar de nuevo, a añadir otra ficha a la bolsa de caos, a entregar otro pedazo de mi espíritu a cambio de una victoria inmediata.

Y no podía evitarlo. Había algo diabólico en ese pacto: no me daba lo que yo quería, sino lo que me obligaba a desear más. Una sed insaciable que no se calmaba nunca. Cuanto más bebía de él, más me consumía.

Empecé a preguntarme: ¿qué es el poder sino una máscara para cubrir la miseria de nuestra debilidad? ¿Qué clase de victoria es aquella que, al alcanzarla, me deja más vacío que antes? No me hacía fuerte; me hacía dependiente, enfermo, como un adicto que besa la mano de quien lo envenena.

A veces, en mis momentos de lucidez, pensaba en Cristo, en sus palabras de humildad, en el sermón de la montaña. Pero ¿de qué sirve la humildad frente a un mundo que te escupe en la cara, que te aplasta con la bota de la indiferencia? ¡Ah, qué burla cruel! ¡Hablar de virtud a los miserables! Es fácil ser puro cuando se tiene pan en la mesa. Pero cuando se ha vivido humillado, como yo, la promesa de poder se vuelve irresistible, como el último pan en la mano del hambriento.

Entonces me miraba en el espejo y ya no veía a un hombre, sino a un extraño. Mis ojos tenían un brillo febril, mis manos parecían las garras de un usurero. Y en mi mente resonaba una voz —¿era mía o del libro?— que me decía: “Eres libre de detenerte. Pero si lo haces, volverás a ser nada. ¿Lo soportarás? ¿Soportarás ser nada?”

Yo no quería ser nada. No podía. Mejor era el horror, mejor era la caída, mejor era el tormento que volver a aquella oscuridad silenciosa de la mediocridad.

Y así viví, dividido en dos: un hombre que ansiaba la pureza, y un esclavo que se arrojaba una y otra vez a la suciedad del poder. Como Raskólnikov en sus delirios, me justificaba con sofismas: “No soy peor que los demás, ellos también venden su alma, aunque lo disimulen con leyes y rezos.” Pero en las noches, cuando despertaba empapado en sudor, sentía que todo era mentira, que lo mío no era más que cobardía y miedo a ser insignificante.

Hoy he vuelto a abrir el libro. Las letras arden en mis manos. El poder está allí, al alcance de un gesto. Una sola palabra y venceré. Una sola palabra y el mundo se doblegará de nuevo. Pero también sé que, si lo hago, otra ficha caerá en la bolsa de caos, y otra parte de mí se perderá para siempre.

¿Puedo detenerme? ¿Tengo derecho a la redención? ¿O ya soy demasiado tarde, demasiado culpable, demasiado hundido? Quizá ya no haya salvación, quizá sólo quede elegir el modo de mi condena: el poder o el horror, la victoria fugaz o la lenta disolución del alma.

Y sin embargo… aún tiemblo de deseo.

Epílogo

Pasaron los años, y el mundo siguió girando con indiferencia, ajeno a mis tormentos y a mis conquistas. Aquella promesa que creí entender se volvió, con el tiempo, un eco lejano que retumbaba en cada gesto, en cada mirada hacia los demás y hacia mí mismo. El libro, ahora apenas un objeto pesado y silencioso, yacía en la misma mesa donde lo había tomado por primera vez. Sus páginas doradas ya no ardían con la misma urgencia; parecían, más bien, un recordatorio mudo de todo lo que había sacrificado en nombre de una vanidad que no me pertenecía.

Al mirar atrás, comprendí que el verdadero precio nunca estuvo en las fichas de caos ni en los fragmentos de sombra que había entregado. El precio había sido mi propia humanidad. Cada victoria obtenida con susurros y palabras mágicas había arrancado un pedazo de mi espíritu, un pedazo que no volvería jamás. Y sin embargo, lo que antes parecía un tormento insoportable se transformó en una certeza simple y dolorosa: la vida, incluso con todas sus humillaciones y limitaciones, es más valiosa que cualquier poder que pueda comprarse.

No hubo un gran momento de revelación ni una redención gloriosa. Solo hubo un despertar lento, silencioso, casi imperceptible. Aprendí a caminar por el mundo sin las armas que el libro me ofrecía, a mirar a los hombres y a las mujeres sin intentar doblegarlos, a sentirme pequeño sin que ello me desgarrara. Descubrí, en el silencio de la conciencia tranquila, que la grandeza verdadera no reside en la fuerza inmediata, sino en la paciencia, en la humildad, en la simple ternura que podemos ofrecer a quienes nos rodean.

Tal vez todavía tiemblo de deseo al recordar aquel poder, pero ya no me arrodillo ante él. El libro permanece allí, cerrado, y yo he aprendido a cerrar también aquella parte de mí que necesitaba aplastar al mundo para sentirse vivo. No he alcanzado la perfección ni la pureza absoluta, pero he vuelto a mí mismo, y en ese retorno hallo la única victoria que verdaderamente importa: no la de los otros, sino la de haber sobrevivido a la tentación, a la sed insaciable, y a mí mismo.

Y así, con la serenidad de quien ha caminado por el abismo sin caer del todo, puedo decir que he aprendido la lección que ningún poder hubiera podido enseñarme: que el alma, aunque frágil y a veces cobarde, es el único tesoro que merece guardarse, y que en su conservación está la verdadera libertad, más allá de cualquier promesa, más allá de cualquier horror.

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