El hombre de los secretos

El hombre de los secretos

Justo Klein

04/09/2025

Lo primero que recuerdo es el humo. No el humo de los tabacos comunes, sino un humo denso, agrio, que subía en tiras como si alguien fuera desenrollando una tela y la dejara caer sobre la mesa. Había lámparas bajas. Había papeles doblados, montones de hojas con bordes chamuscados y sobres sin remitente. En un rincón, como si fuera un gesto inconsciente de orden, una pequeña torre de cartas amontonadas. El hombre —alguien dijo «Torre» y la palabra prendió en la sala— estaba sentado detrás de la mesa y parecía hecho para esperar. No habló hasta que me senté. No levantó la vista hasta que la luz de mi cigarrillo le dio en los ojos. Cuando lo hizo, dijo: «¿Seguro que lo quieres saber? No hay vuelta atrás.»

Era una pregunta sin pregunta, porque no ofrecía alternativa. Ya me había sentado; ya había cruzado la puerta; ya había visto el sobresalto en sus manos. La frase volvió a repetirse después, como quien da una advertencia que no quiere ser escuchada: «No hay vuelta atrás.» Tuve que reírme de mí mismo por habérmelo tomado en serio. Y sin embargo, al cruzar la acera de regreso a casa, mi mano olía a incienso y a tinta, y algo en mi pecho tenía el mismo peso que una promesa.

Torre no vendía secretos como quien ofrece mercancía en una feria. No había mostrador ni precio en monedas. Hacía un gesto, una invitación pequeña con la palma, y entregaba, según decía, usos: tres, no más. «Usos (3 secretos)», explicó una vez, y lo pronunció como si nombrara una ley natural. Tres. Esa cuenta regresiva le daba forma a todo. Tres veces la vida puede inclinarse hacia un lado distinto. Tres veces la mano puede tocar lo que otros prefieren no tocar. Tres. No recordé exactamente cuándo acepté que me los diera. Acepté porque las horas se me llenaban de cosas que no eran mías: de deudas, de disculpas, de nombres que se me olvidaban antes de que pudiera sostenerlos en la lengua. Acepté porque la vida ordinaria se me hacía insufrible.

El primer secreto fue pequeño. Me lo dio en un sobre fino, sin sello, como tantos otros que había visto sobre la mesa. Lo abrí con manos que temblaban un poco de pudor. Dentro había una línea, apenas una frase: un nombre, y luego una dirección. Fue suficiente. Conocer eso hizo que una ventana se abriera en mi cabeza; fue el descubrimiento de una ruta que antes no existía. No de un camino rotundo, sino de un atajo por un patio trasero, una correspondencia que, de saberla, me permitía moverse donde antes quedaba inmóvil. Hice uso inmediato de ese secreto. Lo llevé a la calle como quien toma un pequeño poder para probarlo. El mundo se movió. Pude cruzar una plaza en la que otra vez me habían negado entrada. Pude conseguir un empleo temporal en un taller donde la necesidad pesaba más que los títulos.

Las consecuencias, pienso ahora, eran previsibles en su imprudencia: adquirí con el secreto una facilidad y perdí con él algo que me gustaba menos apreciar entonces, pero que la vida curte en silencio: el tiempo sin prisa. El secreto me trajo una fugaz superioridad; me costó la presencia pausada que permite ver lo que se quiere mantener. Pagas con la cualidad del tiempo: con tardes que antes se podían dedicar a mirar, a pensar o a no hacer nada. Esa pérdida fue pequeña, pero fue una herida que luego aprendió a sangrar.

El segundo secreto me lo ofreció cuando ya estaba acostumbrado a volver a su sala. Lo entregó con menos ceremonias. Me miró como quien entrega una llave y sabe que el candado es trivial comparado con el peso que tiene la llave en la mano del otro. Esta vez el sobre contenía más que palabras: un recuento de nombres y de acciones que desbarataba una red de favores en la ciudad. Un listado de quiénes prestaban y a quiénes, quiénes ocultaban faltas y quiénes vendían complacencias. Era un mapa no de calles sino de conveniencias. Con él pude deshacer una injusticia. Pude poner a quien corresponde en su lugar por un rato. La gratificación fue tajante: cólera en ojos que antes me ignoraban, temor en voces que ya no sabían qué decir.

Al hacerlo, pensé que la justicia —esa que de lejos se parece a la limpieza de una ventana— me acompañaría ahora. Me equivoqué. Lo que hizo ese conocimiento fue cambiar mi relación con los otros, no su esencia. Los nombres en la lista siguieron siendo humanos y la mezquindad que el mapa señalaba continuó su curso con un reajuste mínimo. El secreto me dio una acción; no me dio la ley. La ley seguía siendo la misma: la de los hombres que aceptan el mal porque su beneficio es inmediato. Pagué esta vez, no con el tiempo sino con la certeza de que la verdad no salvaría nada. Perder esa esperanza fue peor que perder una tarde.

El tercero apareció como una broma amarga. Torre lo sacó de su chaqueta como si fuera una fotografía que no desea mostrar pero que igualmente piensa ofrecer. «Este es el último», dijo. «Este te da lo que más te interesa. Ten en cuenta, sin embargo, que no es un regalo». En el sobre había una lista de recuerdos: fechas, lugares, la frase que mi padre decía al irse, la risa de mi madre, la forma en que mi hermano me llamaba en la infancia. No había nombres: todo era tiempo en bruto. Era, en suma, mi pasado ensamblado. Si lo tomaba, sabría con detalle cada abandono y cada reconciliación; sabría por qué mi padre no volvió, por qué mi hermano se marchó, por qué la mujer que amé había cerrado la puerta un día sin mirar atrás. Saber, pensé brutalmente, sería como tener un mapa para no perderme nunca más.

Lo abracé con la esperanza de reparar las ausencias. Lo leí con la urgencia de quien recupera una herida que ha sido vendada años: con dedos temblorosos, mirando por si acaso quedaba una costra que pudiera evitar la reincisión. Y la lectura no me dio consuelo, me dio un acierto frío: comprender las razones de los hechos no deshace los hechos. Saber por qué te han hecho daño no te devuelve lo que perdiste. Saber que la culpa estuvo en la oportunidad y no en la maldad no lo cambia. Comprender es, en ese sentido, una forma de soledad.

Después de esos usos —porque Torre era estricto con el número— regresé a casa con la sensación de estar más liviano y más pesado al mismo tiempo. Tenía más instrumentos, pero menos refugio. Los secretos son como llaves que abren puertas cuya habitación no siempre compensa la pérdida de la llave. Y, sin embargo, me di cuenta de que no había llegado hasta allí para buscar alivio: había ido porque me parecía que el conocer era un acto que, por sí solo, confería una dignidad mínima. Conocer para afirmar que uno ha ejercido la propia libertad. Pero la libertad que nace del conocimiento no es la antigua libertad de caminar por la playa; es una libertad angustiosa, cargada de responsabilidad: ahora puedo ver, y ver obliga.

Es en ese punto —y es una reflexión que no supe en ese momento sino después, cuando la razón se vuelve el mejor médico para las heridas ya hechas— que el oficio de Torre dejó de ser un misterio. Él no era un benefactor ni un verdugo, era un comerciante de consecuencias. Entregaba trayectos de verdad y se quedaba con los restos, con los huecos que la verdad dejaba. No insistía en la culpa; insistía en la banalidad del intercambio. «Te doy», decía, «y haces con ello lo que quieras, pero recuerda: no hay vuelta atrás».

Con el tiempo, aprendí a reconocer el signo de su llegada. No era siempre el humo ni la sala de lámparas bajas. A veces bastaba con un sobre deslizado bajo la puerta de un restaurante, otras con una voz en la penumbra de un café que me llamaba por un apodo que no usaba nadie. Lo cierto es que no esperaba ya, pero tampoco me apartaba del mecanismo. Porque una cosa es el primer contacto, cuando todo parece posible; otra cosa es la repetición, que te enseña a manejar las pérdidas con cierta economía. Llegué a saber que el precio del conocimiento no es sólo pérdida, sino también mutación: quien sabe se convierte, lenta e inevitablemente, en otra criatura que observa la vida como quien revisa un archivo.

Los otros lo notaron. No en palabras, sino en esa manera de mirarme de quien sospecha que un hombre ha aprendido la gramática de las derrotas. Ya no reía igual. Me sorprendían pequeños vacíos en mi lengua: tenía menos nombres en la punta de la lengua y más términos técnicos para describir estados de ánimo. Era, dicen, la transformación típica de quien ha empezado a vivir con libros en la cama y papeles en la mesa. Y sin embargo, en ciertos momentos, me sorprendía a mí mismo mirando una ventana sin pensar en nada, y esa nulidad me asustaba más que la tristeza.

Una noche, meses después de mi tercera visita, me senté en una banca y miré a la gente. Caminaban con la cabeza erguida hacia destinos que desconocía y sin embargo me parecían victoriosos por su ignorancia. Un niño perdió una pelota y lloró; el hombre que lo acompañaba le gritó y luego se volvió a sus asuntos. En ese grito había una verdad que el libro no me había dado: la verdad de la impotencia inmediata, la injusticia inmediata, la ruina que se soluciona con una cerveza o un abrazo. El secreto te da argumentos; la vida te pide manos. Comprendí, con una claridad que me hizo reír de nuevo de mí mismo, que todo este asunto de los secretos tenía algo de ridículo cuando lo comparaba con la desprolija ternura de los otros.

Pensé entonces en la posibilidad de devolverlos. No al hombre —esa era una idea absurda— sino al mundo. Tirarlos al río, quemarlos en la plaza del mercado, hacer con ellos una ceremonia que restituya a la ciudad su ignorancia. Pero los secretos no son solo papeles: son acciones que han sido depositadas en ti. No se devuelven como monedas. Se devuelven actuando de un modo que haga inútil su conocimiento. Es una operación silenciosa: se trata de usar lo sabido para restitución y no para revancha. Esa posibilidad me costó más que los usos. Fue más laboriosa y más peligrosa. Porque si el secreto te ha dado poder, usarlo para aliviar te exige renunciar a la gratificación de la ventaja.

No sé si eso me hace honorable. No sé si existe tal cosa. Lo que hice fue sencillo y torpe: empecé a atender, sin fanfarrias, sin explicar que lo hacía por expiación, a las pequeñas necesidades de quienes me rodeaban. Presté la oreja al dolor de una vecina, llevé comida a quien pensé que la pasaba mal, asistí a una reunión de trabajadores para escuchar más que para opinar. No dije «porque sé» ni «porque puedo». Hice. Y al hacerlo descubrí algo que el libro no enseñaba: que el acto de dar tiempo y compañía puede ser más reparador que la denuncia más documentada. El secreto me había hecho un hombre con instrumentos; la carencia me devolvía a una manera de estar en el mundo que no necesitaba tanto conocimiento.

Torre apareció menos después. Quizá porque ya no iba a buscar lo que ofrecía, quizá porque la economía de sus usos dependía de mi obcecación. O quizá porque siempre estuvo ahí, en una esquina de la ciudad, dispuesto a ofrecer a otros lo que yo ya no quería. No sé si ya no quiero porque me cansé o porque aprendí a ver. No sé.

Hace poco, me llegó otro sobre, sin remitente, como siempre. Lo abrí por costumbre. Estaba en blanco. Sonreí. No quise más. Fui a la sala común y dejé el sobre sobre la mesa. Me senté a mirar la ventana. Afuera la gente seguía con su traqueteo cotidiano, la vida se movía entre pérdidas y pequeñas victorias. Me vi a mí mismo en el reflejo del cristal: un hombre con manos manchadas de tinta y con menos certezas de las que había imaginado tener.

No necesito decir si aquello fue prudencia o cobardía. No diré que fui mejor ni peor. Solo diré que el sobre vacío me pareció en ese momento una metáfora adecuada: un secreto que no es nada, una deuda que se queda sin pagador. Torre no me llamó más. Quizá pensó que mi reserva equivalía a derrota. Yo pienso, con una tranquilidad nueva, que la reserva es una forma de libertad. Libre no de saber, porque siempre entraremos en contacto con la verdad, sino de decidir en cada instante qué hacer con lo que sabemos.

No hay, en ese reconocimiento, una épica entrega. No hay gesto final ni escena de apoteosis. Hay, más bien, una decisión de pequeño alcance: mirar, escuchar, devolver. Un modo de estar que no exige heroísmo, sino constancia. Y en la constancia descubrí que no todo saber embiste contra la vida; a veces la acompasa. Allí donde el libro me prestó herramientas, la vida me prestó la ocasión de usarlas para algo que no fuera la vanidad de tener razón.

Si ahora alguien me pregunta si me arrepiento, no sabré qué responder con seguridad. El arrepentimiento presupone un pasado que se querría distinto, y el pasado, por definición, está hecho. Lo que sí sé es que existe una calma que no estaba antes. No es restitución ni redención: es una presencia. La presencia es tal vez lo único con que podemos pagar por vivir sin que la vida nos consuma. Y es una deuda que se cobra día a día, con gestos pequeños, sin público.

Torre dejó de ser mi horizonte. Puede que sea, para otro, la posibilidad absoluta. Algunos quiebran por ella; otros la abrazan como un orden inevitable. Yo no lo hice ni lo haré. A veces imagino que lo veré de nuevo, encendiendo una lámpara, con su sonrisa y su sobre: «¿Seguro que lo quieres saber? No hay vuelta atrás.» Entonces le responderé, quizá con esa tranquilidad que da haber visto muchas cosas: «Lo sé. No hay vuelta atrás. Y eso está bien». O quizá me quedará callado, porque a veces el silencio es la mejor respuesta a quienes comercian con cargas. No lo sé. No hay certeza. Solo hay la calle y la gente que la habita, y ese es un material pobre y a la vez suficiente.

Termino estas líneas sin la pretensión de una lección. No quiero enseñar nada sino consignar una experiencia: que el saber y la libertad se disputan un lugar en nosotros; que los secretos, una vez adquiridos, no se guardan como tesoros sino como instrumentos que pueden servir para aliviar o para herir; que existe un modo de vida que consiste en usar lo sabido para devolver calor. La pregunta de Torre sigue flotando: «¿Seguro que lo quieres saber?» Yo ya he respondido, en la única forma que me parece honesta: viviendo. Y vivo con la conciencia de que el final no es una respuesta sino una forma de aceptar. No hay vuelta atrás. Y eso, en la ciudad que me vio crecer, es una verdad que no perdona y no consuela. Pero me basta para continuar.

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