Nadie recordaba quién lo había traído primero, el libro, si fue en la maleta de mi padre cuando regresó de un viaje del que no habló nunca, o si estuvo siempre ahí, en la repisa alta, más allá de las botellas de cristal donde guardaba licores que jamás bebía, y yo lo miraba de niño como se mira la sombra en el pasillo, sabiendo que hay algo prohibido en su forma cuadrada, negra, dura como piedra, y que a pesar de la prohibición late, respira, me llama.
Promesa de poder, decía en una letra que parecía quemada en la cubierta, y no había más, ningún autor, ninguna fecha, y yo pasaba los dedos por el relieve cuando podía robarlo un instante, sentir que el frío del cuero era como un río entrando por la piel hasta dejarme inmóvil, oyendo las voces de los que lo habían tocado antes, y siempre alguien lo había tocado antes.
Lo abrí por primera vez la noche que enterramos a mi padre, no sé si como un acto de desafío o de herencia, porque la casa estaba llena de murmullos y de rezos que no me importaban, y yo quería escuchar otra cosa, el murmullo del libro, que no se parecía a nada humano, que era más un silbido bajo tierra, un aliento que arrastraba hojas secas.
Las páginas no eran todas iguales, algunas blancas, otras cubiertas de símbolos que parecían moverse si las mirabas demasiado tiempo, y en el margen izquierdo de una, escrita con letra torpe, estaba la frase que aún me persigue: “Si tomas, pagas. Si pagas, olvidas. Si olvidas, el poder es tuyo.”
Lo entendí de inmediato, aunque no quise entenderlo: nada gratis, nunca.
La primera promesa fue un gesto torpe, casi infantil, apenas un ruego para que mi madre pudiera dormir sin gemir de dolor. Y funcionó. Aquella noche descansó como no lo hacía desde hacía meses. Yo, en cambio, desperté sin memoria de mis años escolares, como si toda mi infancia se hubiera borrado de golpe, dejándome un hueco negro en la cabeza que dolía como un cráter.
Y aun así, volví a abrirlo.
Porque el alivio de verla en calma valía más que la pérdida, y yo me convencí de que esos recuerdos no importaban, que lo esencial estaba aún en mí, aunque empezaba a sospechar que esa certeza también se borraría con el tiempo.
Después vino la fábrica, la deuda que crecía como hiedra venenosa. Yo pedí un contrato, un cliente que salvara la ruina, y lo obtuve. El pago fue la memoria de mi hermano.
No solo su rostro, también el hecho mismo de haber tenido uno. Fue mi tía quien me mostró una fotografía donde aparecíamos juntos, y yo no supe reconocer al niño a mi lado, aunque en mis ojos había el mismo brillo.
Ese olvido me persiguió como un fantasma sin nombre, porque aunque no lo recordaba, sabía que lo había perdido, y esa ausencia era más insoportable que cualquier duelo.
La tercera promesa fue peor, más ambiciosa: pedí respeto, un lugar entre hombres que antes me miraban con desprecio. Lo obtuve. Las puertas se abrieron, las reuniones me ofrecieron sillas que antes me negaban. Pero cuando volví a casa, encontré que no podía recordar la voz de mi madre. Estaba viva aún, dormía en la habitación del fondo, respiraba en calma gracias a mi primera promesa, pero yo ya no podía escuchar en mi cabeza cómo era su tono, ni su manera de llamarme, ni sus canciones para dormir. Era como si hubiera muerto en mi memoria antes de morir en la carne.
Y yo, loco, insensato, me convencí de que valía la pena.
Cada vez el libro se volvía más fácil de abrir, como si mis manos hubieran nacido para él, y las letras danzaban solas ante mis ojos, y yo escribía en mi propio cuaderno las frases que podía rescatar, temiendo que un día no quedara nada de mí más que esas notas torpes.
Y pedí más.
Pedí riquezas, pedí favores, pedí amores.
El oro llegó en cofres que yo no había contado antes, las casas me abrieron sus puertas, y las mujeres me miraban con hambre. Pero al pagar, perdí los recuerdos de mi primer amor, de la tarde en que descubrí la piel tibia bajo la lluvia, del sabor de unos labios que habían sido toda mi juventud.
Perdí también el recuerdo de mi perro, de su nombre, de su juego en el patio.
Perdí la memoria de mis maestros, de sus enseñanzas.
Perdí incluso la certeza de qué día nací.
Y me quedaba solo el poder.
En las noches el libro respiraba junto a mí, más fuerte que mi propio pecho, y yo ya no sabía si lo abría por deseo o porque él me lo ordenaba.
Algunas veces, al pasar las páginas, veía manos que no eran mías escribir con plumas que chorreaban sangre.
Otras, escuchaba voces que me llamaban desde las grietas de la pared, voces que decían mi nombre con un acento que no era humano.
Y siempre la misma frase, repetida, hasta incrustarse en los huesos: si tomas, pagas. Si pagas, olvidas. Si olvidas, el poder es tuyo.
Ahora escribo esto sabiendo que me queda poco, que el libro me pide la última promesa, la definitiva.
He perdido ya a mi madre, a mi hermano, a mis amigos, a mis amores, a mí mismo. He olvidado la mitad de mi vida, y la otra mitad se deshace como arena.
El libro está abierto sobre la mesa.
Las letras se mueven, reptan, brillan como carbones encendidos.
Lo que me pide es simple: mi memoria entera. Todo.
La ofrenda total.
Que yo sea un hombre sin recuerdos, sin nombre, sin pasado.
Y a cambio, el poder absoluto.
Pienso si vale la pena.
Si un hombre sigue siendo hombre cuando se arranca a sí mismo.
Si quedará algo de mí más allá del libro, o si seré apenas un cascarón que camina, habla, manda, pero vacío, un eco hueco de lo que fue.
Pienso en mi madre llamándome desde algún rincón de la memoria que todavía no he entregado, no aún.
Pienso en la foto con mi hermano, en ese niño que me miraba como a un cómplice.
Pienso en la risa de alguien cuyo rostro no puedo recordar.
Y el libro respira.
Promesa de poder.
Elijo, o me elige.
No sé.
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