Del cuaderno de notas de Lea Savàge, hallado en Edimburgo en 1914:
2 de octubre. Escocia, al fin.
Cuando encuentre a ese inútil de Carter lo asesinaré. ¡En menuda encrucijada me ha metido! Siempre que me contacta es para colocarme un problema. Menudo detective de pacotilla. Ya me estoy arrepintiendo de haberle hecho caso, pero en fin, ha sido decisión mía coger este barco así que intentaré no quejarme demasiado. Del puerto de Nueva York al de Londres, y de allí a Edimburgo en una noche lluviosa e interminable. Relataré la travesía transatlántica ya que resultó ciertamente interesante. En trece días de viaje apenas dejé mi camarote, aquejada de mareos y con dificultades para ingerir alimento. El Atlántico es infinito. Quizá no haya más palabras para describirlo, quizá «infinito» sea única y suficiente y nunca se haya de pensar más en siquiera sugerir otra. La última noche soñé que alguien entraba en mi camarote. No podía verlo, pero sabía que estaba ahí. Pude darme cuenta de que era un sueño, y me ordené «¡levántate!», pero los músculos no me respondían. Solo podía mover la mano izquierda, con la que tanteé la mesilla buscando algo con lo que defenderme. Encontré una figurilla de plomo con dos caballos al galope. La agarré, lista para cualquier cosa. Son extraños los sueños. Esos caballos no estaban en mi camarote, pero entonces parecía como si me hubiesen acompañado toda la travesía. Todavía puedo sentirla en mi mano, pesada y pulida. Creo que, de haber golpeado a alguien con eso, le habría abierto la cabeza sin mucho esfuerzo. Pero nadie apareció, y el sueño volvió a empezar dos o tres veces, en bucle. Por la mañana me despertó el sol y se acabó. Desembarcamos en Londres por la tarde y llovía tanto que no tenía ánimos de hacer turismo. Solicité una calesa, que me llevó a la estación Victoria, y ya había oscurecido cuando salimos en tren hacia Edimburgo. Lo primero que hice al llegar, ya de día, fue registrarme en la primera pensión que encontré cerca de la estación Waverley. Se llamaba «Establos del Rey» y en recepción colgaba un majestuoso cuadro de caballos al galope. Una clásica estampa británica, bucólica y pastoral. Me hizo gracia, así que no tuve que buscar más. La lluvia persiste, por lo que daré el día por perdido y no esperaré al anochecer para cerrar los ojos y descansar. Espero que Carter aparezca mañana para poner algunos asuntos en orden, como el motivo por el cual solicita mi presencia en Europa.
Creo que esos caballos del sueño me recuerdan a él, que en su juventud fue jinete. Nunca se sabe con semejante sujeto. Aunque el plan era encontrarnos en Edimburgo, no me sorprendería un cambio de última hora. Siempre aparenta saber mucho más de lo que comparte, pero no le cuesta pedir ayuda ajena cuando la necesita.
3 de octubre. Notas y plumas.
Para sorpresa de nadie, alguien decidió cambiar los planes de forma unilateral. Por la mañana, escuché un suave repiqueteo en la puerta. El dueño de la pensión tenía un sobre cerrado en su mano, en el que se leía simplemente «SAVÀGE». Carter utilizaba mayúsculas para camuflar su espantosa caligrafía. Cuando pregunté si la acababa de recibir, dijo que no. Tenía orden de entregármela. Tras ésto, se encogió de hombros y volvió a recepción. Las horribles letrujas del papel en el interior del sobre no dejaban lugar a duda sobre su autoría. «Dentro del colchón». Resoplando, guardé la escueta nota y miré hacia el colchón de plumas, que todavía conservaba mi forma. ¿En serio, Carter?
Una hora después, mientras volvía a meter cada condenada pluma y remedaba cuidadosamente el colchón para dejarlo como nuevo, se me habían acabado los juramentos. Carter me había hecho llenar la habitación de plumas para otra carta escondida. El mismo número de palabras, pero esta vez una dirección. «1 Randolph Crescent». Ahí nos encontraríamos. Secretismo absoluto. El caso que se traía entre manos debía ser de los buenos. Me coloqué el abrigo y el sombrero, que estaban más o menos secos, y pregunté en recepción cuánto costaría extender la reserva una o varias noches más, dependiendo de cuánto necesitase quedarme. Sin embargo, el dueño de la pensión no estuvo muy locuaz.
«26,40».
«¿26,40 qué? ¿Libras, chelines? Acabo de llegar a Gran Bretaña, amigo, no he tenido tiempo de acostumbrarme a su moneda ni a ese delirante sistema métrico».
«26,40».
«¿Por una noche? ¿Tres? ¿Una semana? ¿La eternidad?».
«26,40».
Suspiré. El hombre tenía los ojos vidriosos y parecía mirar al infinito. Deposité un puñado de monedas en el mostrador esperando que me ayudase a contarlas, pero se quedó inmóvil, incapaz de decir otra cosa. Dejé el dinero ahí y me marché. Decidí unilateralmente que Carter se ocuparía de mi manutención durante mi estancia. Al fin y al cabo, todo aquello era culpa suya, como siempre.
3 de octubre, por la noche. En efecto, Carter tiene un caso entre manos.
Anochece en la pensión. Mi dinero sigue sobre el mostrador, y también ese pobre hombre. Aún tiene la mirada perdida. Está como paralizado, pero ahora sé que no debo hablarle demasiado. No le ayudará. Me he tomado la libertad de prepararme una infusión. Tengo mucho que escribir, y releer este cuaderno me ayuda a formarme una imagen de lo que está pasando. Intentaré ser breve.
Cuando llegué a Randolph Crescent, entendí ese nombre. Para los británicos, las calles peatonales con forma de luna creciente se llaman así, «crescent». En Edimburgo proliferan las rotondas con una estatua de bronce de alguien montado a caballo. El caballo siempre alza las dos patas delanteras, indicativo de que su jinete falleció en batalla. Hay cuatro lunas crecientes rodeándolo, y cada una es una calle. En la dirección que Carter me había facilitado destacaba una majestuosa torre que no parecía pertenecer a ese lugar, ni a esta época. ¿Cómo explicarlo? Era ciertamente señorial, metros y metros de roca caliza elevándose sobre los vulgares edificios de ladrillo rojo. Los ornamentos de los balcones y las ventanas eran dorados y todas las cortinas estaban echadas, como si nadie en su interior quisiera echar un vistazo afuera. Tras dudar un poco, empujé la puerta y se abrió para mí.
Un hall de columnas y paredes de mármol rosa me dio la bienvenida. El suelo estaba cubierto de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez. Había escaleras de caracol a cada lado y una mesa en el centro, en la que estaba sentada una mujer mayor revisando unos papeles. Me acerqué a ella. Antes de que pudiera siquiera saludar, levantó la mirada y me observó. Era menuda y rolliza, con el pelo blanco. Supuse que sería la portera.
«¿Código?», preguntó en tono severo.
«¿Código?», repetí, confusa. «Me llamo Lea. Me han citado aquí».
«¿Código?», obtuve por toda respuesta. Pensé en sacar mi placa de investigadora privada de Arkham, pero intuía que no iba a obtener más respuesta.
«Tiene que decirme un código, señorita», dijo entonces, «para que sepa que no es uno de los perdidos. Sin código no puedo dejarla pasar. Ya se lo he dicho al otro americano».
«Eh, Savàge», masculló una voz conocida, «me alegro de verte».
Atisbé a Carter en el fondo de la pared, junto a la escalera derecha. ¿Cómo no lo había visto al entrar? Entre su atuendo oscuro, y que estaba posado sobre una baldosa negra, parecía no estar ahí, como si quisiera ocultarse en la oscuridad. Dejé a la mujer y me acerqué a él.
«No podemos entrar sin un código», dijo, «es mejor que salgamos a la calle».
La mujer no pareció levantar la cabeza de sus papeles mientras cruzábamos de nuevo las puertas al exterior.
«¿Uno de los perdidos?», pregunté. «¿En qué andas metido, Carter?»
Él se rió. Pero, al contrario de las veces que nos habíamos reunido en Norteamérica, esta vez no había nada de humor en él.
«Quizá el fin de todo».
Encontramos un lóbrego pub, esos tan típicamente británicos en los que la humedad campa a sus anchas, y nos sentamos en una mesa del fondo, lejos de ojos ajenos. Carter volvió de la barra con dos pintas de algo traslúcido con espuma que mi boca tradujo como amarga cerveza caliente. Depositó también un tercer objeto, el cual no me atreví a tocar.
«¿Es lo que creo que es?», susurré.
«Basta con creerlo para que lo sea, Savàge. ¿Qué diversión hay sino en ello?»
Era una pequeña tablilla de piedra, que cabría en la palma de una mano adulta, tan desgastada que apenas conservaba su grabado original. Moho verdoso había florecido en ella, como las rocas que rodean las playas. Cualquier persona normal que desconociera las facciones de la criatura que una vez habían sido impresas contra la piedra estaría libre del escalofrío que sentí. Uno tras otro, en sucesión. Tuve que apoyarme en el respaldo y esperar que cesaran.
«Lo encontré aquí, en la playa de Portobello», dijo Carter, «bajo la camisa del cuerpo que apareció varado en la costa. La policía de aquí no quiso saber nada de ello. Se santiguaron y no les importó que me lo quedase mientras transportaban el cadáver a la morgue. No ha sido el primero. Hay una larga lista de desaparecidos. Por eso vine en primer lugar, pero tenía que asegurarme».
«Los perdidos», murmuré, tratando de no poner los ojos sobre la horrible tablilla.
«Siempre empieza por los ojos», continuó, «como si fuera una medusa. Les vuelve el alma de piedra. Llevo semanas apostado en Randolph Crescent, observando a la gente que entra y sale de esa torre. Vagabundean erráticos, repitiendo palabras en una letanía absurda. Y cuando no pueden más, desaparecen. Pueden dejarse caer por un terraplén o ahogarse en el mar, donde sea que se les acabe el camino. Savàge, lo que hay en esta tablilla está ahí dentro. Los atrae para alimentarse de ellos».
Para alguien profano a las ciencias impartidas por la Universidad de Miskatonic, en la remota ciudad de Arkham, Massachusetts, esta conversación podría no significar nada en absoluto. Pero para dos antiguos estudiantes que decidieron hacer de sus investigaciones un modo de vida, lo era todo. Existen artes arcanas tan solo mencionadas en los libros prohibidos de su biblioteca, y su contenido no debe salir de esos muros. Carter y yo nos habíamos conocido allí, casi peleándonos por encontrar el más inaccesible de ellos, el que detalla los seres de tierras ocultas más allá de nuestra comprensión. Diseminadas por el mundo, tablillas de piedra como aquella sugerían la existencia de un templo dedicado a su imagen. Habíamos visto los grabados. La cabeza calva y los rasgos afilados harían pensar en un hombre, pero esa idea terminaba con las escamas que cubrían el resto de la piel. Por eso solían dibujarlo envuelto en una túnica negra. Era más llevadero. Y jamás hubo un solo grabado en el que aparecieran sus ojos. Supongo que nadie sobrevivió a una mirada para ilustrarlos.
«Su nombre puede significar muchas cosas», recité, más para mí que para mi compañero. «Rey. Demonio. Uróboros. La bestia en el centro del universo. El que promete y miente. El que todo empieza y todo acaba».
«Bogh-ur-maaj», confirmó Carter, mirando hacia la torre, y repitió el nombre deteniéndose en cada resquicio de sílaba como si disfrutase de proclamar una maldición largamente prohibida. «Bogh-ur-maaj, ese viejo reptil. La ciudad es su escondrijo. Y creo que estamos ante su templo».
Nos hemos citado mañana por la mañana, para entrar al edificio. Tengo alguna idea de cuál es el código requerido. No espero dormir mucho esta noche, y tal vez ninguno volvamos a hacerlo. Pero el juramento de los investigadores de Arkham no es en vano. Resolveremos el caso hasta las últimas consecuencias.
4 de octubre. La casa de Bogh-ur-maaj.
Escribo esto sentada en el salón del piso más alto de la torre. Es una habitación acogedora, con sofás de terciopelo rojo y muebles de madera de roble. Contrasta con el resto del lugar, como si fuese un tranquilo oasis perdido en un mar de pasillos estrechos, luces que parpadean y suelos que crujen. Hay una ventana, pero no se ve la calle. Solo niebla espesa. Carter ha salido al pasillo. En cuanto vuelva, nos largamos de aquí.
Esta mañana, el dueño de la pensión seguía parado tras el mostrador, sin haber tocado mis monedas. Anoche tenía la mirada perdida, pero ahora era una estatua. Si hubiera podido responder a cualquiera de mis preguntas, sé que la respuesta habría sido invariablemente «26,40». Fue también mi respuesta al código que aquella inquietante recepcionista volvió a pedirnos. Al decírselo, su boca se congeló en una expresión de sorpresa, y sin mediar palabra, señaló hacia el rincón. Allí había una puerta de madera vieja, como si perteneciese a una cabaña en el bosque en vez de a tan majestuoso edificio. Carter la empujó con suavidad y se abrió hacia dentro con un crujido prolongado. Nos sumergimos allí, escaleras arriba, mientras el papel colgaba resquebrajado de las paredes. Carter empezó una frase y yo la terminé, pero no hubo nada de telepatía en ello. Si se conoce lo suficiente el ciclo de Bogh-Ur-Maaj, es inevitable pensar que el papel de la pared guarda demasiadas similitudes con la muda de piel de una serpiente.
El hall de escaleras de caracol solo era una bonita fachada. Pienso que quizá estuvieran tapiadas en su parte superior en vez de conducir a la planta de arriba. La torre de Randolph Crescent era húmeda y estrecha, y no hacía más que subir. Parecía un hotel de otro siglo conservado oculto tras un disfraz. Y aunque no dimos con ninguno de los perdidos, sentíamos presencias tristes y heladas a nuestra espalda. Un sollozo tras doblar una esquina, murmullos ahogados al pisar un escalón. No podíamos hacer otra cosa que seguir subiendo. Era un laberinto vertical sin salida. Había algo grande, hambriento y malvado tras nosotros. Aunque ayer no quise poner la mano sobre la tablilla, hace un rato no he tenido más remedio. Tras muchas escaleras, hemos dado con una puerta rosa con un hueco que coincide exactamente con el tamaño de ese extraño objeto de piedra. Y al encajarla ahí, se ha abierto. Es en esta habitación donde desaparecen los susurros y la extraña aprensión de algo que te sigue, como una insólita sala de espera. Necesito descansar un rato, o acabaré volviéndome loca.
Sin fecha. Sala de espera.
Todavía no he perdido tanta cordura como para dejar de escribir. Carter se ha ido, no sé el tiempo que ha pasado y sé que cuando vuelva (porque lo hará), ya no será él. Al menos, no sus ojos. Aunque intento no pensar demasiado en obviedades, mi intuición ha ordenado las pistas por mí y ha emitido un veredicto. Él me convocó desde Norteamérica, él intuyó que de todas las pensiones de Waverley elegiría la de los caballos, y se las arregló para introducir sus escuetos mensajes. Fui yo quien declaró el código ante la recepcionista «para que sepa que no es uno de los perdidos, señorita», y también fue mi mano la que colocó la tablilla para abrir la puerta. Cuando entras sin ser invitado en la casa de Bogh-ur-maaj, en algún momento vas a tener que sentarte a la mesa con el anfitrión. Así es como me siento entre tanto terciopelo rojo. Una perdida más en el laberinto, esperando ser devorada por sus colmillos. Pienso, para reconfortarme, que quizá Carter no tuvo alternativa. Tal vez los ojos del Dios demonio se posaron en él desde el momento en el que encontró la tablilla, o quizá hace mucho que nos observa. Todos los que dejan Miskatonic en busca de rastros malditos acaban desapareciendo en extrañas circunstancias, y nosotros no íbamos a ser menos. Desde el pensamiento racional, aunque pesimista, y en estos momentos colgando con dos dedos aferrados al borde de la realidad, es casi un honor que nos reconozca así. Como rivales, casi como una amenaza. Lástima no llegar a tanto. Quizá así tuviéramos oportunidad.
Ojalá solo fuese niebla lo que se ve tras la ventana. Al asomarme y tratar de vislumbrar los aburridos edificios de ladrillo rojo que me dieron la bienvenida en una noche tormentosa eternidades atrás, lo único que atisbo son figuras flotando. Gigantes como montañas de otro mundo, casi etéreas, traslúcidas. Tienen cierto aspecto de medusa marina, una enorme cabeza ovalada y miríadas de patas largas moviéndose en contorsiones imposibles. Creo que esto es lo que ve Bogh-ur-maaj desde su torre. Las ventanas son sus ojos y la ciudad es su acuario de niebla en el que flota, inerte, su futuro alimento.
Su casa es infinita. Quizá no haya más palabras para describirla, quizá «infinita» sea única y suficiente y nunca se haya de pensar más en siquiera sugerir otra. Cierta teoría proscrita sostiene que Bogh-ur-maaj es un prisionero en el centro del laberinto, y sin embargo tiene todas las llaves. Lo único que puede hacer es prometer entre siseos. Ejerce su atracción como una órbita, y todos flotamos hacia él. Sus promesas de gloria y poder no son más que gusanos ensartados en un cebo. Mentiras con lenguas bífidas moviéndose en la boca de la serpiente. ¿Dónde se habrá metido Carter? Me ha parecido escuchar, hace un rato, el característico sonido de sus pasos tras la puerta. Quizá no sea mala idea tener algo en la mano, por lo que pueda pasar. Un giro rápido de muñeca, toda la fuerza de mi cuerpo y un grito descontrolado. Mientras no le mire a los ojos, no estaré perdida del todo.
Al tantear lo que hay sobre el escritorio, mi mano se ha cerrado en torno a una figurilla de plomo que representa dos caballos al galope. Incluso he sonreído cínicamente. Servirá.
Lea Savàge.
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