365 días sin flores

365 días sin flores

Tulito Medina

28/09/2025

Nadie en Arkham recuerda con claridad cuándo empezó el invierno aquel año, pero todos recuerdan que no terminó. La nieve se volvió costra, las chimeneas aprendieron a toser en tres idiomas, y hasta los profesores de la Miskatonic—expertos en fingir normalidad—dejaron de mencionar la palabra “deshielo” por miedo a invocarla en vano. Aquel fue el año sin primavera, y si quieren saber por qué, pregúntenle al tipo que me vendió el secreto: el Sr. “Torre”.

Yo me gano la vida catalogando libros que no deberían existir. Oficialmente soy archivera adjunta. Extraoficialmente, me dedico a evitar que algún entusiasta abra un grimorio en la sección de Novedades y termine convirtiendo la biblioteca en un estacionamiento de tentáculos. La primera vez que vi al Sr. “Torre” fue una noche que la caldera decidió filosofar en voz alta. Se sentó en el borde del mostrador como quien se sienta en la barandilla de un puente: calculando cuánto drama aguanta la estructura.

—Traigo una oferta —dijo, y puso sobre la mesa tres sobres numerados: 3, 6 y 9—. Busque un secreto en uno de estos, el que elija. Cobro barato: solo me quedo con otro secreto a cambio.

—¿O sea que compro uno y te regalo otro?

—Intercambio equivalente —sonrió—. El conocimiento no se crea ni se destruye… salvo en mitad de un ritual mal traducido.

Elegí el 6 por pura superstición: los números pares me parecen buena compañía. Dentro sólo había una carta, gruesa como un remordimiento. En el anverso, una viñeta: un explorador dubitativo frente a una mesa de ídolos; encima, un rótulo, como en los cómics baratos del kiosko: EN UNA ENCRUCIJADA.

—Qué apropiado —murmuré.

—Lea el reverso —dijo “Torre”—. Ahí viene lo divertido.

El texto estaba escrito con caligrafía impostada: “El investigador elegido debe realizar una acción inmediatamente como si fuera su turno y luego descarta 1 carta de su mano al azar… o pierde 1 acción en su próximo turno y roba 3 cartas.” No eran instrucciones de juego, no exactamente; parecían más bien un boceto del destino.

—¿Cuál es el secreto? —pregunté.

—Que Arkham se ha quedado sin primavera porque alguien la ha hipotecado para abrir una puerta —respondió—. Y esa puerta está en su biblioteca, señorita Valdemar.

He de reconocer que ese “señorita Valdemar” me tocó la fibra profesional. Me lo quedé mirando como si fuese una ecuación con demasiadas incógnitas y poca paciencia.

—¿Y qué ganas tú con contarme esto?

—Cobrar el secreto que me debe por haber elegido el sobre de en medio —guiñó—. Dígame una verdad que no haya dicho jamás en voz alta.

Nunca he sido sentimental, pero el invierno vuelve supersticiosos hasta a los radiadores. Respiré hondo.

—Dejé que mi hermano cruzara una puerta la noche del incendio del Orpheum —dije—. Y no intenté traerlo de vuelta.

“Torre” inclinó la cabeza, satisfecho, como un coleccionista que encuentra la pieza que faltaba.

—Cobro aceptado —anunció—. Ahora, si me permite… convendría que bajáramos al sótano.

En el sótano de la Miskatonic, el aire tiene el grosor de un pacto mal firmado. Entre depósitos y material olvidado hay un pasillo que no existe en los planos. Al final del pasillo, una puerta que no se abre ni se tranca: solo está. Al acercarnos, la temperatura cayó lo suficiente como para que mi aliento pareciera papel de fumar. “Torre” se frotó las manos.

—Aquí la tenemos. La gente cree que las primaveras desaparecen porque los inviernos son testarudos. En realidad las empeñan tipos como yo, para pagar deudas que no preguntan por su origen.

—¿Deuda con quién?

—Llámelo acreedor, patrón, dios menor del trámite. Prefiere que se le escriba con mayúscula: Promesa de Poder.

El nombre hizo algo con la acústica del sótano: las sombras se colocaron como un público que sabe cuándo viene el número fuerte. La puerta palpitó, si es que una puerta puede palpitear, y vi deslizarse por su superficie un brillo de tinta fresca.

—Antes de seguir —dijo “Torre”—, otra elección. Puedo enseñarle cómo cerrarla… o puede intentar abrirla sin que la puerta la coma. Lo primero tiene un coste de memoria; lo segundo, de tiempo.

Sacó de su chaleco dos nuevas cartas. “En una encrucijada” volvía a mirarme con esa cara de “yo no me metería si fuera tú”, y otra ilustración, un ojo insomne rodeado de runas, llevaba un pie de foto: PROMESA DE PODER. Noté la tentación echándome el aliento en la nuca, y, sinceramente, olía bien.

—Tiempo —dije—. Nunca me sobran, así que de ahí es de donde puedo robar.

—Sabia decisión —respondió el vendedor de secretos, y sonó como si acabase de perder una apuesta—. Perderá una acción mañana, pero hoy tendrá tres ideas más que la media de la humanidad. Adelante.

Toqué la puerta. Sentí bajo la yema de los dedos la textura del cielo cuando aún no lo han decidido. Mi cabeza se llenó de rutas: combinaciones de candados, palabras que se deben pronunciar solo con el paladar, coordenadas astrales que la Universidad no enseña porque son malas para la reputación. Vi claramente el mecanismo: alguien había atornillado la puerta a la primavera como quien encadena un perro a la pata de la mesa. Si desatornillaba mal, el perro se soltaría y entonces Arkham aprendería nuevas formas de latir.

—¿Quién la atornilló? —pregunté, hipnotizada.

“Torre” se quitó las gafas y, por primera vez, pareció cansado.

—Yo.

No supe si pegarle o pedirle otra carta. La Promesa de Poder me rozó como la música de una gramola en un bar de mala muerte: un poco sucia, irresistible.

Abre, susurró, y haré que tu hermano vuelva a cruzar, esta vez hacia ti.

Era cruel. Era exactamente el tipo de crueldad elegante que me gusta detestar.

—Si la abro, ¿vuelve la primavera?

—Vuelve, sí —dijo “Torre”—. Se derrite la nieve, florecen las jacarandas del campus, la gente vuelve a quejarse del polen… Pero también vuelve alguien más. La puerta tiene dos direcciones, señora Valdemar, y a mis acreedores les gustan las visitas.

—¿Y si la cierro?

—Habrá un año sin primavera —dijo despacio—. El frío será la tapa de una caja. Lo que hay dentro no podrá subir, y quizá se aburra. A veces, hasta las promesas se aburren.

Lo miré con una mezcla de odio práctico y gratitud incómoda. Entonces comprendí que la encrucijada no estaba dibujada en la carta: estaba debajo de nuestros pies.

—Quiero otra cosa —dije—. Quiero un tercer camino.

“Torre” chasqueó la lengua, divertido.

—Me caen bien los optimistas con biblioteca. Pruebe con el sobre del nueve.

Lo sacó. Dentro había una llave que no era una llave; más bien la idea de una llave resumida de forma insultantemente elegante. Con esto puedes cerrar sin cerrar, decía sin palabras; ajusta la holgura del mundo sin romperlo del todo. Solo pedía un pago: una estación. Mi estómago hizo un cálculo. Una estación por una ciudad. El año sin primavera.

—¿Cuántos años tienes, “Torre”?

—Los suficientes para saber que no se pregunta eso a un vendedor.

—Perfecto. Entonces sabrás que esto no es gratis para ti. Vas a venir conmigo a sostener la puerta. Los dos. Hasta que se aburra. Hasta que la primavera reclame su sitio por puro hartazgo.

La sombra del hombre se desdobló como un naipe. No le gustó la idea, pero la aceptó como uno acepta al dentista.

—Aguantaré —dijo—. He sostenido tabiques más tercos.

Cuando empezamos, Arkham llevaba treinta y cuatro días seguidos a temperaturas que harían llorar a un pingüino. Cerramos la puerta con la llave impropia, un gesto más mental que manual: apretar el mundo hasta que chirriara lo justo. De inmediato, el frío bajó dos peldaños: dejó de morder y pasó a lamer. Salí del sótano con esa sensación heroica que dura exactamente lo que tardas en tropezarte con la burocracia.

El Decano me esperaba con una carpeta y una cara de alguien que prefiere no ser mencionado en historias como esta.

—¿Y la primavera? —me preguntó.

No le respondí.

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