El 4 de julio de 1997, tres días después de que lo despidieran de su séptimo empleo de aquel año, Harry había vuelto a casa de sus padres. Trabajaba como vigilante en la puerta de un burdel cuando un tarado le soltó a quemarropa que su abuelo acababa de fallecer. La emprendió a golpes y acabaron echándolo de allí a patadas. Los siguientes tres días los pasó, borracho, en una buhardilla que alquiló por ocho dólares la noche y con la compañía intermitente de una prostituta llamada Glenda.
Cuando llegó a casa de sus padres, le quedaban veintiséis dólares en la cartera, tenía treinta y un años y llevaba quince sin aparecer. Golpeó la puerta. Demacrado, huesudo, con cara de hambre. Tenía los zapatos sucios y apestaba a alcohol y sudor.
—Feliz Navidad, padre —le dijo en cuanto le vio, enredándose con cada una de las palabras. Lo miraba desafiante y con una sonrisa burlona mientras sostenía, a la altura de los hombros, una botella de Jack Daniel’s—. ¿Qué ocurre, viejo? Vamos… ¿es que ni siquiera vas a mirarme a la cara?
Unos ojos insondables y opacos lo ignoraron. Tan solo se detuvieron, apenas un instante, en la muñeca de Harry que sujetaba la botella. Impasible, apretando los labios y con la espalda erguida como un general, el padre empuñó el picaporte y pegó tal portazo que hizo que se desconchara la pared. Harry abrió los ojos como si despertara de una pesadilla y casi de inmediato estalló en sonoras carcajadas. Agarrándose el vientre con una mano, dio varios traspiés y se sentó, tambaleándose, en las escaleras de la entrada. Desde la mirilla, con los ojos vidriosos y tapándose la boca con una mano, la madre contemplaba la escena. «Qué dirán los vecinos…».
Más calmado, Harry apoyó la botella de whisky en el rellano y, por primera vez, reparó en el cristal de su reloj, cuarteado como la tela de una araña. Era un Excelsior Park de 1866, que le había regalado su abuelo Anthony días antes de que se fugara de casa. Tenía dieciséis años y su padre le había propinado una paliza que le dejó cojeando durante dos semanas.
Recordó que su abuelo solía decirle que la vida era como un reloj y que, por más vueltas que lo diera, algún día acabaría por detenerse. Nadie más había creído nunca en él. Miró otra vez el cristal y no pudo evitar rugir como si fuera un animal. Pateó el suelo y, perdiendo el control, arrojó la botella, que se hizo añicos contra el muro de ladrillo del garaje.
Al otro lado de la puerta, el padre amenazaba con llamar a la policía, mientras la madre, de rodillas, le suplicaba que no lo hiciera y se enjugaba el llanto en un mandil cuajado de lamparones.
Despertó sobre la cama desportillada y sin sábanas de la buhardilla, intentando recordar cómo demonios habría llegado hasta allí. Sintió que la cabeza iba a estallarle y se imaginó a John Bonham tocando un solo de batería ahí dentro. Estiró las piernas con desgana, caminando entre desperdicios y latas de cerveza. Recorrió con la mano un escritorio desvencijado y recordó la noche en la que sorprendió a su padre quemando en la chimenea un ejemplar de New Yorker con su primer poema publicado. «Esta mierda apesta», le dijo. Aquella noche, borracho, Harry arrojó a la papelera todos sus versos. Fue su abuelo quien, uno por uno, los sacó del cubo, estirando cada papel con las manos y guardándolos en el fondo de un cajón.
Las paredes respiraban humedad y el suelo crujía a cada paso. Cuando comenzó a anochecer, miró el reloj y sintió una punzada en el estómago al no poder ver qué hora era. «Siempre son las tres y media de la madrugada», se consoló. Comenzó a sentirse intranquilo. Necesitaba un trago. Bajó las escaleras y salió a la calle. No se inmutó cuando un dóberman de ojos oscuros y brillantes sacudió con fuerza la alambrada al pasar junto a la casa de al lado.
Entró en el bar más solitario que encontró a su paso, con un cigarrillo entre los labios y su aire falsamente distraído. Se sentó al fondo del local, un semisótano mugriento que olía a podrido. Pidió un whisky.
—Busco a una joven virgen que me regale una noche de amor —le dijo a la camarera de labios rojos y marchitos.
Ella lo miró con altanería, volvió la cabeza y, acodándose en la barra, retomó la conversación con un tipo cuyos brazos reventaban una camiseta descolorida de los Marines. Harry lo miró de soslayo. Había algo en él que le molestaba. Bebió otro trago. Sacó su cajetilla de tabaco y pensó en su padre. Los cigarrillos apagados en la alfombra. Los insultos. Los golpes. La revista quemándose. Reconoció en aquel hombre los mismos ojos fríos y siniestros de asesino de su padre. En algún momento los dos se cruzaron la mirada. Harry miró con desdén sus brazos tatuados, en los que pudo identificar un escorpión. La furia fue acumulándose entre ellos. Siguieron bebiendo. Apretando los dientes. La respiración agitada. El corazón golpeando fuerte. Abriendo y cerrando los puños. Esperando el choque. De pronto, el tipo de la camiseta de los Marines se levantó y fue hacia Harry sin quitarle los ojos de encima:
—¿Te molesta algo?
—Sí, tú.
—¿Lo arreglamos fuera?
Harry apuró el último trago y le siguió fuera del bar, junto al callejón. Se miraron frente a frente.
—Demasiado aire entre los dos. ¿Cerramos el hueco, escorpión? —le dijo Harry.
Y se precipitó a puñetazos sobre él.
Amaneció en el hospital, vomitando sangre, con los zapatos sucios y el reloj con el cristal tan arruinado que pensó que sería imposible volver a darle cuerda nunca más. Al salir de allí, una semana más tarde, llevaba bajo el brazo un periódico en cuyos bordes había escrito varias decenas de versos. «Hace falta mucha desesperación —pensó— para escribir unos pocos poemas».
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