Doña Berta soltó la regadera que llevaba en la mano para apartar las ramas de arizónicas que separaban su jardín del de sus vecinos. Estirando el cuello todo lo que daba de sí, aguzó la vista y contuvo la respiración.
Al otro lado del seto, el miedo le hacía una doble llave de estrangulamiento en la boca del estómago a Francisco. Después de cientos de evasivas y argucias por su parte, y tras un ultimatum que a punto estuvo de acabar con su paciencia y sus tímpanos, había llegado el momento de conocer a los padres de su prometida, Daniela.
Sacó del bolsillo un pañuelo blanco de lino para secarse las miles de chispas de sudor que centelleaban en su frente. De puntillas, atravesó los treinta y cuatro baldosines del sendero de entrada, evitando a toda costa pisar las rayas del suelo. Limpió el pomo de la puerta durante siete segundos y, entre suspiros, llamó al timbre. La puerta se abrió con estrépito de llaves y le saludaron dos pares de ojos feos y saltones.
Francisco tuvo un mal presentimiento nada más ver a sus futuros suegros, Damián y Dalmira, y casi al momento reparó en la pequeña calavera de marfil que afeaba el recibidor. Al darse cuenta de la situación, Daniela trató de ocultarla. De sobra sabía ella que, cada vez que Francisco veía una calavera, tenía que girarse tres veces sobre sí mismo mientras repetía para sus adentros: «Nadie va a morir hoy». Y debía hacerlo de manera forzosa, estuviera donde estuviese, porque en caso contrario ocurriría una desgracia terrible, y quizás ya no a él, si no a alguien muy cercano y cuyo nombre seguramente comenzase por la inicial «D»…
Azorado y empapado en sudor, Francisco realizó los tres giros mientras Daniela le dirigía una mirada fulminante.
«No me mires así, Danielita, como si tú no tuvieses también querencia por los enredos más inverosímiles… Recuerda todas las veces en las que terminas por obedecer a las mismas señales que yo para que no ocurra alguna catástrofe, como cuando te pasas toda la noche rastreando el suelo hasta dar con un mísero céntimo de euro», pensó Francisco con ojos felinos.
Comprendiendo el mensaje, Daniela bajó la mirada y, aturullándose con las palabras, comenzó a disculpar a Francisco, pero enseguida todos hicieron como que nadie había visto nada y, con gran naturalidad, pasaron al comedor.
Nada más entrar, Francisco sintió pánico al ver la mesa puesta, con su mantel de hilo y su cubertería de plata, ya que nadie le había avisado de que comerían juntos aquel día. Daniela sabía lo mucho que él detestaba las sorpresas, por lo que su nerviosismo se acrecentó por momentos. Tenía las manos frías y sudorosas. Comenzó a sentir una intensa presión en el pecho. Respiró lo más hondo que pudo, excusándose para ir al baño y cumplir con el ritual de cinco pasos, que desde que tenía uso de razón se veía forzado a realizar justo antes de cada comida.
Con Dalmira mirándole de reojo desde la cocina, cerró la puerta del baño para lavarse las manos durante los siete minutos de rigor. Debía hacerlo de forma ineludible con tres pastillas diferentes de jabón, por lo que tuvo que rebuscar entre los cajones. Carraspeó varias veces tratando de mitigar el ruido. Segundo y no menos importante, debía hacer cuatro minutos de sentadillas rápidas. «Va todo bien, cariño?» «Enseguida salgo, cielo…», respondió entre jadeos.
Mientras se afanaba en el tercero de los pasos —un minuto de gárgaras aguantando la respiración—, escuchó cuchicheos al otro lado de la puerta. Pero todavía andaba enfrascado y a punto de comenzar el cuarto paso y, sin duda, el más embarazoso de todos: cantar el estribillo de «Olvídame y pega la vuelta». Carraspeó de nuevo para aclararse la voz:
«¿Quién es? Soy yo… ¿Qué vienes a buscar? A ti…»
—¿Francisco? La mesa está lista…
Pero era de vida o muerte proseguir como si no hubiera escuchado nada:
«Por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa y pega la vuelta…»
Finalizado el estribillo, respiró aliviado y sabiendo que —al menos por el momento— ninguna desgracia habría de ocurrir, por lo que abrió con decisión la puerta del baño para concluir con el quinto y último de los pasos. Lo que no había previsto Francisco era que los padres de Daniela estuvieran apostados apenas a un palmo de sus narices. Tras el sobresalto inicial y fingiendo no darle importancia, procedió a abrir y cerrar cinco veces seguidas la puerta del baño, repitiendo: «¡Grifo cerrado!». Después, sonrió levemente y, muy digno, volvió sobre sus pasos al comedor. Sintió sobre él, como una sombra alargada, dos pares de ojos aún más feos y saltones.
De vuelta al comedor, Damián abrió una botella de vino blanco y, relajados y sonrientes, comenzaron a charlar. A punto estaban de comenzar a disfrutar de la humeante pierna de cordero a las finas hierbas recién horneada, cuando, sin cesar de doblar y desdoblar su servilleta de hilo, Dalmira se dirigió alarmada a su esposo:
—¿Me has visto apagar el fuego? —le dijo. Y, sin esperar respuesta, salió corriendo hacia la cocina, seguida de su marido, quien de camino apagó y encendió, con total discreción, el interruptor de la luz al menos una decena de veces seguidas.
—¡Ay, madre! ¡No recuerdo si he cerrado la puerta de la oficina! —balbuceó Daniela. Y segundos después se escuchó el motor de su Volkswagen Beetle.
Desde el otro lado del seto, doña Berta vio salir precipitadamente en su coche a Daniela. Apenas un minuto más tarde, se marchaba como alma que lleva el diablo el misterioso hombre del pañuelo blanco, que se giró con una sonrisa maliciosa nada más cruzar la calle. Aunque Doña Berta nunca lo habría sospechado, Francisco se sentía más dichoso que en toda su vida. Por fin había encontrado una razón de peso para no tener que emparentar con aquella familia de locos.
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