Ejercicio 2. Piel de cristal

Ejercicio 2. Piel de cristal

Mr. Keating

11/07/2021

Tenía los pies rojos y brillantes cuando los sacó del barreño. El agua estaba casi hirviendo. Se estaba quemando, pero mi madre no podía sentir nada. Unas horas más tarde, se cayó en la calle y se rompió el tobillo. Las medias de lana se le rasgaron por la rodilla y, entre los jirones, asomaron varios hilos menudos de sangre. En el hospital, ella me miraba con unos ojos tan tristes como los del bulldog inglés de peluche de Valeria, mi hija (y su única nieta). Solo quería irse a casa y no nos soltaba de la mano.

La doctora llegó con prisas y vertió sobre mi padre y sobre mí un torrente de palabras que nos sumió en un mar de dudas y desesperanza. «Anestesia táctil». «Quemaduras, cortes y contusiones graves». «Neuropatía» «Incapacidad para sentir dolor».

—¿Qué va a ser de nosotros ahora? —me dijo mi padre cuando se marchó la doctora. Bajé la mirada y le apreté la mano.

Llovía al llegar a casa. Valeria ayudó a la abuela a acomodarse en el sillón orejero de terciopelo de cachemir, siempre cubierto con el reposacabezas de ganchillo. Aunque no hacía frío, insistió en arroparla con su toquilla de lana de colores. Inquieta, me preguntó por el bote de semillas de lino y amapola que estaba en la cocina. Rebusqué entre los estantes y regresé al salón con él.

—¿Qué te traes entre manos, Valeria? —le preguntó su abuelo. Ella se giró y le sonrió con picardía mientras abría el bote.

—Cierra los ojos. Tienes que adivinar qué hay dentro, abuela… ¡Es una sorpresa, no puedes abrirlos! —Cogió su mano suave y temblorosa y la ayudó a deslizar sus dedos entre las semillas. Pero ella no dijo nada— ¿Verdad que lo sientes, abuela? ¡Vamos, dime que puedes sentirlo, por favor…!

Me quedé unos instantes observándolas, de pie y con la sensación agridulce de que algo no iba bien. Entonces Valeria salió corriendo del salón y regresó con un plástico de burbujas. Le pidió a su abuela que explotasen juntas las burbujas de aire. Ella entornó los ojos y negó levemente con la cabeza. Valeria me miró con ojos suplicantes.

—Cariño, la abuela necesita descansar —apoyé mi mano sobre sus hombros y la atraje hacia mí. Estaba a punto de llorar—. Iremos a la cocina y le prepararemos un té.

Puse a hervir el agua. Le preparé a Valeria un vaso de leche con sus galletas favoritas, que no quiso probar. Tenía la mirada perdida. Súbitamente, me preguntó si la abuela iba a morirse.

—Cielo, todos…

—Es que el abuelo —me interrumpió— dice que no me preocupe y que se recuperará pronto, pero ahora, cada vez que voy a darle un beso, tengo miedo de hacerle daño. Es como si su piel fuera de cristal…

El teléfono sonó con su timbre alto y estridente y Valeria, inquieta, volvió al salón. Era mi hermana, Laura. Estaba en unos grandes almacenes comprando unas tazas para mamá.

—Tienen doble fondo para que no vuelva a quemarse con el café —me explicó.

Pensé que, al contrario que yo, Laura siempre lograba encontrar una solución para cada problema.

Cuando llegó a casa, además de las tazas, mi hermana traía un regalo para Valeria. Se abrazaron y, sin perder un segundo, rompió el papel de regalo y abrió los ojos de par en par.

—¡Un cofre para guardar tesoros! —se asombró, mientras acariciaba la pequeña caja dorada con asas a los lados— ¡Muchas gracias, tía Laura! ¡Y además cierra con candado!

—¿Y sabes que es mágico y que puedes llenarlo de caricias para que la piel de la abuela se recupere pronto? ¿Te gusta? —le preguntó. Valeria la abrazó emocionada y salió como una centella para enseñárselo a la abuela.

—Y en cuanto tu tobillo esté mejor —escuchamos decir a Valeria—, nos iremos a caminar descalzas sobre la hierba. ¡Y en otoño pisaremos las hojas secas! ¿Vale, abuela?

Le serví un té a Laura y perdimos la noción del tiempo charlando en la mesa de la cocina. Comenzaba a atardecer cuando regresamos al salón. Fuera había dejado de llover. Valeria abrió la ventana «para que la abuela respirase el olor de después de la lluvia».

Después, Laura le preparó un caldo de verduras y enseguida ella nos dijo que se iba a su cuarto a descansar. Las tres nos cruzamos la mirada con una media sonrisa. Todos en casa sabíamos que la abuela nunca dormía, como se empeñaba en recordarnos cada mañana. Y como no dormía, tampoco roncaba nunca. Si acaso (alguna vez) «respiraba fuerte». Y cuando se le escapaba algún sueño que quería contarnos, enseguida se le subían los colores y cambiaba de conversación.

La acompañé hasta su habitación y, al darle un beso, recordé las palabras de Valeria. La piel de sus mejillas era transparente como el cristal. Al cerrar la puerta, sentí un pellizco en el estómago y me recosté en la pared, conteniendo los sollozos.

Cuando regresé a la cocina, las dos recogían los platos en silencio. De pronto, noté cómo a Valeria le cambiaba la cara cuando le preguntó a su tía por las tazas nuevas. Tragó saliva y, con el dorso de la mano, se limpió las lágrimas.

Subió precipitadamente a su habitación, recortó varias tiras de papel y escribió en ellas: «semillas», «lluvia», «hierba» y «burbujas». Las dobló con cuidado y las guardó en el cofre. En otro folio de color verde, escribió: «sábanas de lino», «plumas», «cachorro» y «margaritas». Recortó las palabras y las guardó dentro del cuento de Gianni Rodari que tenía sobre el escritorio.

Dos semanas más tarde, la abuela volvió al hospital. Se había quemado las manos con sus tenacillas para rizarse el cabello. La mala suerte quiso que se desmayase al verse las heridas y, al caer, se rompiera también la cadera.

Aquella tarde, Valeria le devolvió a Laura su cofre lleno de papeles de colores y le pidió  que, por favor, se lo cambiase por otro que funcionara mejor.

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