Ejercicio 1: Me acuerdo

Ejercicio 1: Me acuerdo

Me acuerdo de los ojos negros y brillantes como cuentas de Maradona cuando me estrechó la mano, una mañana de domingo, en el Helmántico de Salamanca.

Me acuerdo de la pareja de charros, sonrientes, emperifollados y con los brazos en jarras, que decoraba toda la fachada del bar de mis tíos, el Regiones. Llevaban botines de charol, tenían las mejillas sonrosadas y, sin saber muy bien cómo, te seguían con la mirada allá donde fueras.

Me acuerdo de mi boca haciéndose agua a la hora del aperitivo, mientras miraba con ojos de cachorro la bandeja de torreznos —dorados, humeantes, jugosos y crujientes— que traía desde la cocina mi tía Sole.

Me acuerdo del sonido de los Peta Zetas, chisporroteando en la boca de mi primo Manolo, mientras el muy cretino fingía tener meteoritos explotándole en la lengua y alardeaba después, escupiendo en mil direcciones, de haber marcado veintisiete goles en el último partido.

Y sobre todo me acuerdo, como si fuera ayer, del Mundial del 78 y de aquel gol contra Brasil, que por un instante tuvo el Flaco en sus botas…

Recuerdo que aquella tarde plomiza del 7 de junio de 1978, apenas unos días antes de mi décimo cumpleaños, sentía un doble nudo en el estómago. Apretaba muy fuerte, por debajo de la mesa, el bote en el que guardaba como un tesoro las insignias de los equipos de la liga. Mi madre no me quitaba los ojos de encima mientras yo removía con desgana las lentejas, ya frías, retirando uno por uno los trozos de cebolla que flotaban en el caldo, tan grandes como monedas de veinte duros y que me producían náuseas con solo mirarlos.

Cuando mi padre comenzaba a pelar una naranja, le tiré de la manga, apremiándolo para salir.

—¿Cuándo nos vamos? —volví a preguntarle.

Sentí un chispazo de alegría en el pecho cuando al fin me pidió que le trajera sus zapatos y le diera un beso a mi madre. Minutos después, entraba como una centella en el Regiones. Mi tío Urbano me saludó al verme con un cachete en la mejilla.

—¡Coño con el muchacho! ¿Pero es que no sabes que correr es de cobardes, hijo? ¡Y sin soltar las insignias! —me dijo soltando una carcajada.

Mirándolo de reojo, me senté en la mesa más cercana al televisor, junto a mi primo Manolo, que devoraba un arroz con chanfaina. Estaba tan enfrascado en el plato que apenas me miró. «Qué asco», murmuré. El suelo estaba pegajoso y no dejaba de entrar gente. Comencé a morderme las uñas.

—Te doy veinte insignias por la del Betis —me dijo Manolo clavando los ojos en mi bote.
—¿Tú estás chalado o qué te pasa? —le respondí ocultándolo debajo de las piernas. 
Escuché al abuelo de Manolo, desde la mesa de al lado, comentando que solo faltaban diez minutos para el comienzo del partido. «¿Todavía?», suspiré. Me deslicé entonces entre las mesas robando algunos azucarillos, que fui escondiéndome en el bolsillo del pantalón. Antes de llevarme el primero de ellos a la boca, le dirigí una mirada gatuna a mi padre y respiré aliviado cuando lo vi en la barra, con la cara enrojecida y un Montecristo entre los dedos.

A pesar del calor y de la hora extraña e intempestiva para el fútbol (era la una y media de la tarde), el bar estaba lleno hasta la bandera. A punto de comenzar el partido, mi tío Urbano se encaramó a una silla para subir el volumen del televisor Grundig. 

—¡Cerezo! ¡Rivelino! ¡Roberto Dinamita! —grité en cuanto comenzaron a aparecer los jugadores de la selección brasileña en el estadio José María Minella del Mar de Plata. 

—¡Mira! Ahí sale el Flaco ¡Si casi es tan canijo como tú!— rió Manolo, propinándome una patada por debajo de la mesa, que correspondí con una colleja y llamándole «tarugo» y «zoquete».

Cuando llegó el descanso, el marcador continuaba a cero y los ánimos estaban cada vez más encendidos. Habíamos aguantado ante la canarinha y todos rezábamos para pasar a la siguiente fase. En el minuto setenta y cuatro del partido, el bar entero se quedó paralizado delante del televisor. El corazón me golpeaba en el pecho como un martillo cuando el comentarista, con voz desgarrada, narraba la secuencia de la jugada:

—¡Cardeñosaa! ¡Leaaao!

Un balón largo llegó bombeado sobre la portería defendida por Leao, que saltó a por él fuera del área pequeña. Irrumpió Santillana, apoderándose del esférico con un salto prodigioso. El balón quedó muerto en el punto de penalti. Emocionado, estrujé el brazo de mi primo. ¡La portería estaba vacía! El Flaco se aproximó. ¡Apenas un toque y estaba hecho! ¡Tenía toda la portería para él! El bar entero vibró al unísono. Pero en el último momento, justo cuando ya se cantaba gol, el Flaco desperdició unos segundos preciosos cambiándose el balón a la zurda… y acabó estrellando la pelota ¡contra las piernas del defensa brasileño Amaral!

—¡Amigooos, qué ocasióoon!

No hubo gol. Ni siquiera insultos ni reproches. Solo silencio. Un silencio sobrecogedor. Y un gran agujero en el estómago al recordar aquel disparo tan absurdo y descabellado. Empate a cero y España, eliminada.
Mi primo puso los ojos en blanco y, derrotado, se golpeó la cabeza contra la mesa. Miré a mi padre, estaba pálido y el Montecristo se le había escurrido de los dedos. Mi tío Urbano se tapaba la cara con ambas manos, tan fuerte que se le deformaba la piel a la altura de los ojos.
Desde la puerta entreabierta de la cocina, vi a mi tía Sole, la única mujer en muchos metros a la redonda, canturreando mientras lavaba los restos del naufragio.
Saqué del bote la insignia con el escudo del Betis, el equipo del dichoso Flaco, la dejé sobre la mesa rozando la frente de Manolo, y salí del bar a esperar a mi padre.

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