Me acuerdo. Ejercicio 1

Me acuerdo. Ejercicio 1

Jo March

09/05/2021

Mis recuerdos de la infancia suelen oler a pan, una delicia barata y cotidiana, no un artículo de lujo con certificado de autenticidad como nos lo venden ahora. Casi todos incluyen la imagen bondadosa de mi madre, siempre ella, que huele tan bien como el pan y es igual de tierna o más. Mis recuerdos tienen tintes melancólicos, nostálgicos, como la mayoría de los recuerdos. Es sabido, como dijo el poeta, que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Pero escarbando en mi memoria he rescatado una imagen en la que no está mi madre y no está el pan. Sí aparece el eterno uniforme que vestí día tras día desde los cuatro a los dieciséis años. El color verde botella que, aún hoy, permanece vetado en mi armario ropero.

Cuando llegaba el calor, la cuesta del colegio se hacía más empinada y la lana del jersey picaba con mayor intensidad. Empezamos, sudorosas, la clase de Literatura. Nuestro profesor era un sacerdote diferente (algo hippie) que se llamaba Gaspar, como el menos favorito de los Reyes Magos. Era un buen profesor y mejor persona. Ese día estaba empeñado en que aprendiéramos a recitar poemas. Eligió un nombre al azar en la lista de las 43 niñas (sí, 43; sí, solo niñas) que superpoblábamos el aula.

–Fulanita Pardo, lee.

Y Fulanita leyó.

–Mal.

Murmullos.

–Menganita Pérez, lee.

Y Menganita leyó.

–Mal.

Decepción.

A medida que la lista se acercaba a mi número, el 39, después de todas las Pérez, el corazón me latía a mil, las manos me sudaban y la garganta seca amenazaba con no pronunciar ni una sílaba. Nunca fui ninguna lumbrera, me dejaban la última en la elección de los equipos de balón prisionero, junto con Merceditas, que era nuestra encantadora alumna de integración; en el colegio no destacaba en nada… Con una sola excepción: leyendo en voz alta era buena. No en vano, cuando practicábamos costura, la madre Manuela me pedía subir a la tarima, sanctasanctórum de las maestras, para leer a mis compañeras la vida de la madre fundadora. Leer era mi fuerte y lo sabía, pero también era un manojo de nervios, tímida en exceso, tremendamente insegura…

Llegó mi turno. Gaspar pronunció mi nombre y el imperativo: lee. Una letanía de caras largas y cabezas gachas protagonizaba el momento. Respiré hondo, alivié un poco la tensión y leí.

Cuando nuestro profesor dijo «bien leído», todas mis compañeras aplaudieron, vitorearon, una gran ovación invadió el recinto escolar. Los recuerdos son así: personales, manipulables, exagerados.

Yo, una niña cuya mayor virtud era pasar desapercibida, había triunfado. Toda persona merece su minuto de gloria, aunque sea por tan poca cosa.

A pesar de que no me atreviera a pisar un escenario, me encantaba el teatro. Y a partir de ese día, me apunté al grupo, hice de apuntadora, decoradora de escenarios, iluminadora, lo que fuera con tal de participar. Hasta que por fin logré interpretar el papel de Brígida en El Tenorio. Eso sí, en una representación de teatro leído.

Y a partir de ese día… nunca he dejado de leer.

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