Estaba esperando. No podía ser de otra forma. A medida que su edad avanzaba se iba afirmando su convicción de que la vida era una espera constante. No tenía clara la diferencia entre esperanzas y expectativas, pero de lo que estaba seguro era que tras la espera siempre acechaba el deseo. Por lo tanto, lo que estaba claro era que siempre había deseado algo. Y mientras esperaba también le sorprendía pensar en tiempo pasado. Le parecía una cierta contradicción el combinar estos pensamientos con el deseo, que no es otra cosa que una esperanza de futuro. Y entre ambos tiempos, la espera actual, con independencia de su mayor o menor duración, representaba el fugaz presente. Plenamente consciente de ello, intentó amenizar la indeterminada espera con una visita al archivo. Se vió esperando el tren de juguete pedido a los Reyes Magos, la bronca de su padre por llegar tarde, el nacimiento de sus hijos y la larga sucesión de deseos –pocos cumplidos, demasiados no–, que le habían llevado a su estado actual, que no era otro que la espera definitiva, la inevitable. Desde el andén, sintió su llegada. Porque avisa. Y dio las gracias. Porque se cumplió su deseo.

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