¿Estás
segura de que viene hoy? —preguntó
Angustias observando su sombra, que empezaba a alargarse sobre el
jardín de Engracia.

—Sí,
estoy segura. Habrá tenido un contratiempo, pero acordamos la fecha
el mes pasado y él nunca falla.

Angustias
cambiaba el peso de su cuerpo del pie derecho al izquierdo, sintiendo
cómo estos se movían dentro de sus zuecos manchados del barro de la
huerta, hundiéndose en las hojas húmedas que cubrían el césped.
Con sus manos de piel seca y agrietada se estiraba la falda oscura
que le llegaba por las pantorrillas, mostrando unos tobillos
hinchados y blancuzcos. De vez en cuando tironeaba del borde de su
chaqueta azul marino y se pasaba los dedos por los botones, como
asegurándose de que no se habían salido de sus ojales. El pañuelo
que llevaba en la cabeza se había torcido un poco y dejaba escapar
un mechón rebelde de pelo gris que bailaba al viento.

—¡Ahí
llega!

Angustias
miró a la carretera. La furgoneta color crema se acercaba desde su
izquierda, dejando atrás el lavadero público. Se paró delante de
ellas, sucia de polvo y barro, totalmente desnuda, sin ningún
logotipo ni nombre. Oyó la puerta del conductor abrirse y cerrarse.
Un hombre rodeó el vehículo. Llevaba un pantalón de lana beis
colgando en el culo y tan desgastado en las rodillas que algunos
hilos comenzaban a soltarse, un jersey marrón plagado de bolas y
manchas de café y una barba dura y gris que a Angustias le hizo
pensar en los erizos que cruzaban su huerta por las noches.

Con
un movimiento rápido el hombre descorrió la puerta lateral, que
cedió con un chirrido. Un olor espeso a tabaco, café y sudor se
abrió paso a través de la abertura, que ofrecía un espectáculo de
formas y colores. Cajas de diversos tamaños se apilaban por todas
partes, en las paredes y el suelo del vehículo, en equilibrio
tambaleante. Botones grandes y pequeños las observaban con sus ojos
permanentemente abiertos. Hilos, cremalleras y cintas coloridas
colgaban y se desmayaban en aquel espacio misterioso y húmedo. Una
cinta verde y otra azul se arrastraban por el suelo y amenazaban con
huir a través de la puerta. El hombre tomó un rollo de elástico
blanco y dos paquetes de medias de nylon color carne.

—Buenas
tardes. —Su
voz sonó como si saliera de una cueva. Carraspeó y lanzó un
salivazo al suelo, que cayó a los pies de las mujeres. —Aquí
está lo tuyo, Engracia.

—Muchas
gracias —respondió
Engracia tomando el paquete de aquellas manos de dedos amarillos z
uñas sucias. —¿Y
lo otro que te pedí? —preguntó
bajando la voz.

El
hombre se volvió hacia la furgoneta. Metió medio cuerpo dentro y
sacó dos cajas. Una plana y alargada, de color rosa y otra cuadrada
a juego. Comprobó las etiquetas.

Angustias
pisó el escupitajo y lo enterró bajo las hojas. Luego arrastró el
zueco para limpiar la suela.

—Aquí
lo tienes, a ver qué te parece
—se quedó mirando a las mujeres fijamente.

Engracia
pasó las cajas a Angustias y se pegó a ella. Esta levantó la
primera tapa despacio, con manos inseguras, descubriendo un enorme
sujetador de encaje rojo, curvilíneo, que se exhibía
descaradamente, dos volcanes en erupción en aquel interior blanco.
Lo rozó suavemente con las yemas de los dedos. Era suave como la
piel de un gato, olía a limpio, a piel fresca y a las fresas de la
huerta en verano. Sintió la mirada de su amiga en sus manos y el
calor subiéndole por la nuca. Cerró la caja con cuidado, como si
temiera despertar al sostén dormido.

Abrió
la segunda caja. La braga completaba el conjunto. La alzó para
observarla mejor. Encarnada y semitransparente, seductora, con ondas
en los bordes y un pequeño lazo negro en la parte de atrás. Sintió
que la tela le quemaba los dedos y la escondió de nuevo en la caja,
encerrándola rápidamente.

—Es
perfecto, muchas gracias.

—Si
quiere espero a que se lo pruebe. Lo digo por si no te va bien.

—No,
gracias, la talla es correcta —dijo sin mirar al hombre. Cogió su
carterita del bolsillo de la chaqueta y le tendió un billete
doblado. Metió las cajas en la bolsa de plástico que éste le
ofreció a cambio y la apretó bajo el brazo. —Hasta mañana,
Engracia. —Se giró para marcharse.

—¡Perdone!
—gritó el hombre. Tengo más mercancía similar. Se la puedo traer
el mes que viene, si le interesa.

Angustias
se quedó parada. Sin darse la vuelta respondió: —De acuerdo. El
último viernes del mes que viene. En rosa.

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