A primera vista aquella era una mañana de sábado cualquiera. El sol brillaba sin apretar mucho pues el verano aún distaba unos meses. De la calle no llegaban muchos ruidos de coches pasando sino de familias que iban al parque a pasear, hacer deporte o de picnic. De vez en cuando un pájaro se posaba en alguno de los frutales de nuestro jardín buscando infructuosamente algún manjar. Faltaban algunas semanas para que dieran fruto.

Mi mujer y yo hacíamos lo que solíamos hacer cada sábado. Ella leía el suplemento cultural y yo el de deportes y negocios, nuestra manera perfecta de compartir un periódico como buenos hermanos, o de trocearlo de manera salomónica. Ella tomaba su café bien cargado con fruta y yogurt mientras yo devoraba unas tostadas con aceite y jamón y un cappuccino con mucha espuma, que me bebía con más gusto desde que había descubierto cómo prepararla bien en un video de un YouTube de un chef siciliano, que enseñaba todo tipo de trucos de cocina, desde cómo preparar una pasta a la norma hasta cómo deshuesar una pieza de pollo entera y freírla en partes.

Teníamos puesta Radio clásica a buen volumen. Era nuestro método infalible de evitar las conversaciones incomodas. En ese periodo de nuestra vida había muchas cosas difíciles de las que hablar. Mi suegro se negaba a darle la parte de la herencia que correspondía a mi mujer tras la muerte de su madre. Eso nos ponía en un aprieto porque me impedía llevar a cabo algunos proyectos que teníamos pensado para mi estudio de diseño. El dinero que podíamos obtener lo necesitaba para no morir ahogado por los bancos y los préstamos hipotecarios. A él no le costaba nada, pero mi mujer se resistía a presionarle, a pesar de que el maldito viejo no lo necesitaba para nada. En algún momento llegué a pensar que ella quería joderme simplemente la vida, cuando ese chalet y todo el tren de vida que llevábamos no se lo debía al dinero de su papaíto sino al trabajo que yo hacía a diario.

Yo notaba el desasosiego que aquello causaba en mi mujer casi a diario. Lo notaba en su forma de responderme, de reprender a nuestros hijos, de dejar algunas cosas por hacer cuando ella siempre había sido muy laboriosa y concienzuda. Y el gesto inconfundible era un acusado tembleque en el pie mientras comía, leía o veía la televisión. Pero lo cierto es que a veces me complacía hacerla sufrir un poco y notar ese balanceo en sus piernas, que yo sentía como una especie de triunfo.

Ya no recuerdo bien si aquel día teníamos previsto ir a algún restaurante como solíamos hacer casi todos los sábados. Pero estoy seguro que hablamos de hacer algo mientras esperábamos a que los chicos llegaran de sus respectivos eventos deportivas. Sara del tenis y Manuel del baloncesto. Nos habían tocado unos hijos deportistas. Para el que no lo sepa, supone una inversión considerable en ropa, calzado y clases particulares para un retorno mínimo. Ninguno de los dos llegará a nada. Y a mí que más me da que mi hijo tenga hombros de atleta y mi hija unos glúteos bien formados.

Recuerdo que al entrar a la casa a hacer otro café me pareció ver a Alicia ansiosa, sujetando el periódico sin mirarlo, incómoda en el sillón de tela del jardín e incapaz de leer. Esa fue la última imagen que tuve de ella viva. La guardo viva en mi memoria y me gusta recrearme en ella.

Hoy, dos años después de aquella mañana todavía quedan restos de manchas en uno de los muros del jardín. Como si se hubieran agarrado a la superficie después de que alguien los hubiera pegado a conciencia para no irse jamás, a pesar de todos mis intentos de limpiarla. Mis hijos me lo piden, pero por alguna razón me resisto a pintar aquel muro, algo dentro de mí me lo impide, me resulta un sacrilegio hacerlo.

De vez en cuando me parece encontrar aún cabellos de mi mujer en el suelo de la terraza. Mi hija se apena de mí y me dice que son de ella, pero no le creo. He decidido no creer en nada. La rabia me ha convertido en un sujeto pasivo y totalmente abúlico. Creo que afortunadamente, pues no me gusta pensar en lo que sería capaz de hacer si diese rienda suelta a mis sentimientos y los dejase transformarse en acciones.

Lo único que consigue calmarme un poco es sentarme en el jardín y repetir el ritual de cada sábado, sin que pueda faltar claro está la crema del cappuccino. Y cuando apuro el vaso y acabo las tostadas levantarme otra vez y dirigirme a la cocina a preparar otro café.

Allí dentro me demoro en remojar la cafetera en el agua y volver a abrirla, tirar el café usado en la papelera y secar la superficie de la cafetera con papel de cocina. Llenar el recipiente de agua, sacar el café de la nevera, abrir el envase y poner cuatro cucharadas. Ajustar la cafetera hasta que cierre de manera hermética, colocarla en el fuego y esperar, esperar a que empiece a sonar con fuerza, como si fuera a explotar.

Como si quisiera replicar la deflagración que causó al estallar la bombona de gas de la paellera del jardín. Como si ese ruido molesto pudiera compararse a aquel estruendo. Como si el café que chorrea a borbotones fuera la sangre que fluía del cuerpo de mi mujer hecho pedazos.

En el informe de la policía consta, literalmente, que ‘la negligencia en el mantenimiento del aparato de gas fue la causante de la explosión que acabó con la vida de la fallecida Alicia Roure Ramos, de 49 años, casada y residente en Puzol, provincia de Valencia’. Es un documento que guardo como si fuera un tesoro. Lo leo y lo releo casi cada día. Como debe hacerlo también mi maldito suegro, quien desde aquel día me hace la vida imposible (más aún si cabe) con el cuento de que yo la maté. Y por supuesto, negándose completamente a dar la herencia de mi mujer a mis hijos hasta que cumplan la mayoría de edad. Para que no me beneficie, claro está.

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