COMENTARIOS EJERCICIO 1

El hoyo. Alberto S. Lozano.

No sabes lo que cuesta cavar un hoyo. A ver, si me llamas, yo vengo. Sabes que yo vengo. Pero está claro que no tienes ni idea de lo que cuesta cavar un hoyo. Dices que ya está bien y me llamas desquiciado. Se ha vuelto a pasar de la raya, dices. Que eso no se puede tolerar. Y me dices que venga, y que traiga una pala. Dices que hay dos tipos de amigos, los que cuando los llamas para decirle que has matado a alguien se llevan las manos a la cabeza y los que acuden corriendo con una pala. Que a ver de qué clase soy yo. Pues si es difícil cavar un hoyo, no veas lo complicado que es conseguir una pala en domingo. Porque este no sé quién se cree que soy, pero yo palas en mi casa no tengo. Me dices que me deje de tonterías y que vaya a la finca de tus padres. Y yo que soy idiota vengo y traigo una pala. UNA. Que ya podía haber traído dos. Pero no lo pensé, desde luego que no le pensé. Llego y te pregunto qué has hecho, y que si

me piensas pagar la pala y el taxi. Caminas por la finca entre arbustos y matorrales, ya podríais tener esto un poco más cuidado, hasta el punto más alejado de la casa. Tienen una finca grande, los muy cabrones. Parece una masía esto, con su monte privado. Si te rompes una pierna aquí, ya puedes gritar y gritar que nadie va a venir a buscarte. Por fin te paras y señalas un punto al lado de un árbol. Ahí. Y yo, ¿ahí qué? Ahí lo vamos a cavar, dices. Y yo que miro para los lados y pregunto, ¿y el muerto? ¿Dónde está el muerto? El muerto está de camino, dices. Cómo que de camino. Y me das un empujón, me quitas la pala de las manos, la clavas en el suelo y la pisas con decisión, como en las películas. Está claro que no sabes lo que cuesta cavar un hoyo. Un hoyo bien profundo y del tamaño de un hombre adulto. Arrancas un poco de hierva, remueves un poco la tierra y jadeas exhausto. Me das la pala y dices toma, sigue tú un rato. Y yo, que soy idiota, me pongo a cavar. Y joder, lo que cuesta. El suelo está lleno de piedras, es dificilísimo abrirse paso. Tú te sientas en una roca y mandas mensajes furiosos con el móvil mientras farfullas entre dientes amenazas ininteligibles. Me apoyo en el mango de la pala, me seco el sudor de la frente, tengo la

espalda y el culo empapados, y te pregunto qué hostias pasa. Se va a enterar, se va a enterar, dices, es la última vez que me la juega, cuando llegue va a flipar. Te paso la pala, porque ya no puedo más. ¿Ya?, dices, joder, vaya ayuda de mierda. Serás cabrón, pienso, si todo lo estoy haciendo yo. Ni agua has traído, desgraciado. Das dos paladas, dos paladas contadas, y dices, sigue tú un poco, joder. Es acojonante. Cojo la pala y sigo cavando y de verdad que no avanzo. Aquí no se podría enterrar ni a un gato. Y cavo, cavo, y cavo. El hoyo ya me llega por los tobillos y estoy de mierda hasta las cejas. Se levanta una polvareda que me provoca un ataque de asma brutal. Y venga a toser. Que por poco me quedo yo en el sitio, que

con lo vago que es este cabrón ya me puedo estar muriendo que no va a mover un dedo. Y cada vez la tierra es más dura, y el asqueroso este que no hace el más mínimo gesto de relevarme, y cada vez que

se lo digo dice sí sí, ahora voy, y se aleja a hablar por teléfono a gritos. Verás cuando venga, dices, ya falta poco. Y yo venga a cavar. Que ahora entiendo por qué en las películas obligan al condenado a cavar su propio hoyo. Yo creo que para cuando acabas hasta agradeces que te disparen para descansar de una vez. Porque no veas lo que cuesta cavar un hoyo. Y venga a cavar, que el hoyo ya me llega por las rodillas y el sol casi se ha puesto por completo. Joder, ha costado, pero la verdad es que es un buen hoyo. Tengo las manos llenas de ampollas. Me tumbo en el suelo y hay espacio de sobra, casi se podrían enterrar dos personas. No puedo con mi vida. Pero noto que llevas un rato muy callado. Miras el móvil en silencio, la luz de la pantalla ilumina tu cara en la penumbra. Bloqueas el teléfono y te quedas a oscuras. Qué pasa, te pregunto. Me parece que no va a venir, contestas. Me levanto, me pongo en pie

en el agujero y te miro. Cómo que no va a venir. Nah… Dices. ¿Nah? ¿Cómo que nah? Aprieto el mango de la pala con las manos. Te levantas y te sacudes la arena del culo. Pues que no va a venir, no va a venir, dices. Le he dicho que venga, pero no va a venir. Y caminas un poco mirando al suelo. Te paras. Das una patada a una piedrecita. Será mejor que cubramos el hoyo, no vaya a ser que lo vea alguien, dices. Y me miras. Dale, dices, que lo cubrimos en un plis. Y yo te miro, y miro al hoyo, y miro al sol que no es más que una raya en el horizonte, y siento el sudor resbalándome por el culo mientras se enfría, y te vuelvo a mirar, y me da igual quién, pero te juro por lo más sagrado que alguien termina hoy en este agujero.

Porque no sabes lo que cuesta cavar un hoyo.

Comentario

Antes de nada, enhorabuena Alberto por tu texto. La agilidad de la prosa, las frases cortas, la interpelación en segunda persona, todo confluye para enmarcar al relato dentro del realismo sucio -quienes no conozcáis el estilo, lo veremos en clase (aquí una primera aproximación), es un estilo muy americano del que yo, particularmente, soy muy fan, y que además puede servirnos para encarar muchos de nuestros primeros textos, porque es una estética resultona y fácil de manejar si sabemos cómo).

Para empezar, las primeras frases -la foto de Tinder nuestros relatos, más nos vale que tengan la luz adecuada- funcionan a la perfección para enganchar a nuestro lector o lectora: No sabes lo que cuesta cavar un hoyo. A ver, si me llamas, yo vengo. Sabes que yo vengo. Pero está claro que no tienes ni idea de lo que cuesta cavar un hoyo. Dices que ya está bien y me llamas desquiciado. Se ha vuelto a pasar de la raya, dices. Que eso no se puede tolerar. Y me dices que venga, y que traiga una pala. Este primer acercamiento a los personajes es certero y prometedor: adelanta un retrato de la psicología de cada uno de ellos. Nuestro protagonista, -Sabes que yo vengo- parece un tipo leal, noble, con un elevado concepto de la amistad. El otro probablemente nos parecerá egoísta, caprichoso, y así es como efectivamente van a retratarse a lo largo del relato. Muy logrado ese principio, y los principios son trascendentales.

Las repeticiones de esa especie de mantra “no sabes lo que cuesta cavar un hoyo”, funcionan muy bien, aportan ritmo y musicalidad al texto. Casi podemos escuchar a nuestro protagonista diciendo esa frase, forma parte de su identidad. Nunca tengáis miedo de repetir palabras o frases, pensad que los textos son como la música, deben tener su propia sonoridad y muchas veces son las repeticiones las que se la otorgan. Para comprobar la musicalidad del texto es importante leerlo en voz alta; siempre que repaséis hacedlo así, para percataros y afinar ese ritmo textual interno.

Además de la prosa ágil y el ritmo, otras virtudes de este texto son sin duda el humor -me he reído mucho con eso de “UNA pala” y con la actitud del amigo- y la naturaleza orgánica de los diálogos, que quedan perfectamente integrados en la acción. Cuando hacemos diálogos tenemos muchas opciones disponibles -directo, indirecto, mixto, integrado… un día las veremos y haremos algunos ejercicios-, pero si no queremos bajar el ritmo del texto esta es una fórmula óptima: quedan tan integrados dentro de la acción que no necesitamos pararnos a respirar, como nos pide Chuck Palahniuk al inicio de su relato Tripas.

La interpelación en segunda persona funciona muy bien en este tipo de textos, les da, por así decirlo, mucho rollo, mucha pegada. Sin embargo, debemos plantearnos una función más allá de lo estético. En este caso, ¿por qué interpelar a un personaje que está presente en la escena, que además está narrada en presente? Debemos tener una buena excusa para eso -si no la tenemos y queremos mantener esa segunda persona podríamos interpelar al lector, como si fuera un texto confesional: el narrador le cuenta su secreto a un lector abstracto- y para eso, -para tener esa excusa-, necesitamos lo único que en este relato se nos cae un poco, que es el conflicto, y se nos cae porque el retrato de los personajes, aunque esbozado, no acaba de estar del todo claro. Si hay un conflicto entre ambos, algo concreto que nuestro protagonista sabe pero no quiere expresarle en voz alta a su amigo, tiene todo el sentido que la narración sea en segunda persona e interpele al amigo. Me explico: tenemos aquí a dos personajes con una dinámica en la que se advierte una sumisión que no se entiende. Nuestro protagonista, que parece un tipo inteligente y apañado, es tan servil hacia su amigo que roza lo inverosímil. Hay algo ahí que nos falta, una información que perdemos y que necesitamos para tener una idea clara de los personajes y su relación. No nos hace falta saber qué sucede exactamente en la acción -de quién es ese cadáver, quién lo trae, etc.- pero sí generar una tensión psicológica entre ambos que ofrezca más capas. Tal vez nuestros personajes son amigos desde niños, desde siempre, y el protagonista siente que debe algo a su amigo por algo que este hizo por él una vez. Tal vez siempre se ha sentido en deuda y hoy es el día en el que va a sentir que ya la ha pagado con creces. Podemos ir desgranando ese recuerdo poco a poco, a lo largo del relato, para generar mayor tensión y entender esa sumisión a los designios del amigo. También puede ser algo que sugiera un paralelismo con la acción presente: ahora el protagonista le está ayudando a enterrar algo, puede que en su momento fuera el amigo quien enterró otro algo del protagonista -un secreto que podría destruirle, por ejemplo.

Te propongo que pienses en ese conflicto y lo integres en el relato, es una ocasión perfecta para empezar a hacer revisiones de nuestros textos y otorgarles más profundidad (yo reescribo y reescribo cada relato hasta encontrar esa tensión, esa psicología que al final es la esencia de los relatos, debemos excavar para ir desde lo plano a lo profundo, a las aristas).

En suma, enhorabuena por tu texto, un muy buen comienzo (está claro que tienes dominada tu voz, así que ahora se trata de darle todo su potencial), y ¡a seguir!

Ejercicio 1. Edurne.

¿Qué haces? Pero ¿para qué sacas ahora las sillas al jardín? ¿A las siete? Deberías estar haciendo la maleta. Luego me harás esperar, y se te olvidarán la mitad de las cosas. Lo haces aposta. Así tendré que llamarte mañana y vuelta a quedar. Me quieres pendiente de ti. Que no pueda sacarte de mi cabeza. ¿Y ahora qué haces? ¿Para qué pones una silla delante de la otra? ¿Un tren? ¿En serio? ¿Os vais a poner a jugar ahora? Claro. Llegaré yo, puntual, pero como estaréis jugando, no se querrá ir, y entonces un berrinche y seré la mala yo una vez más. Fíjate. Quién lo diría, tú jugando. ¿Cuántas veces te sentaste a jugar con ella cuando era más pequeña? ¿Una? ¿Dos como mucho? «Ahora no puedo». «Más tarde». «Estoy cansado, juega tú con ella, que yo trabajo». Mírate. Falso. Eso sí, siempre quedando bien. Por eso salís al jardín. Que vean y oigan lo bueno que eres. Ya llegaré yo, la amargada, la obsesa que no pasa página, a cortaros el rollo. ¿Y eso? La traes con una toalla en la cabeza. ¿Vais a jugar a peluqueros? Eso le va a encantar. Luego me lo contará una y otra vez. ¡No! ¿En serio? ¿Lleva el pelo mojado? ¿A las siete de la tarde? ¡La sacas con el pelo mojado cuando empieza a hacer frío! No me lo puedo creer. Por aquí no paso. Me vas a oír, descerebrado. ¡Mierda! ¿Qué haces? Si te sientas de espaldas no me dejas ver. Ahora no sé qué estás haciendo. Pero ¿dónde me pongo? Este era el mejor sitio. Parece que el seto es más delgado allá adelante, aunque me arriesgo a que me vean los de ese balcón. Tienen las persianas bajadas. Venga, solo es un momento. ¿Qué? No me lo puedo creer. No serás capaz. ¿Ahora? ¿Aquí? Se me pasó por la cabeza, pero no te creí capaz. Eres demasiado retorcida, me dije. Y mira. Pues claro. Claro que eres capaz. En el jardín. Y cuando estoy a punto de llegar. No tienes límite. Sabía que me la ibas a jugar. ¡Bruto! ¿no ves que le haces daño? Imbécil, si le miraras la cara te darías cuenta. ¿No ves que no se atreve a quejarse? Y la otra ya podía ser un poco más espabilada y gritar, aunque sea. Pero no, te tiene idealizado. También le das un poco de miedo, no te creas. Siempre le duele la tripa antes de traerla contigo. Mírala, se aguanta como puede, y tú sigues y sigues, que en una de estas la tiras de la silla. Te da igual. Si te pusieras en su lugar. ¡Pero qué digo! ¡Qué te importa a ti nadie! ¡Otra vez! Mira que eres burro, parece que disfrutas. Mírala, encogida, sosteniendo la respiración. Y sabiendo que estoy a punto de aparecer. Joder, se ha echado a llorar. Se acabó. Voy para allá. ¡Que no! Que eso es lo que quieres. Si voy ya te sales con la tuya, y luego tengo que hacerlo yo. Pues te jodes. Hoy voy a llegar tarde. Me voy al coche y espero ahí hasta que me dé la gana. Y ella que aguante un poco, que ya no es tan pequeña. A mí no me cargas el muerto. ¿Esperas al domingo para hacerlo, justo cuando voy a llegar? Pues ahora terminas lo que has empezado. Lo que faltaba. Es él. Me está llamando.

– Hola. (…) Sí, pero llego tarde. (…) No sé, media hora, más o menos. (…) Ya, lo siento. No te he podido llamar antes. (…) Sí, dime. (…) ¿Pero no se lo has hecho hasta ahora? (…) Pues ya te expliqué: divide todo el pelo en cuatro secciones, y ve revisando cada una. Pero despacio, con delicadeza. Como te dije en el mensaje. (…) ¿Le has aclarado el producto con mucha agua? Es muy irritante, te avisé. (…) ¿Le has lavado con champú después? (…) ¿Y el suavizante? (…) Claro, pues por eso se queja. Te lo dije. También tienes que desenredar muy bien con el cepillo antes de empezar. Si no, la lendrera se queda enganchada y le haces daño. (…) Sí, toda la cabeza. Toda. No puede quedar ni una liendre. (…) Pues bastante rato, ya te lo expliqué. (…) Ya sé que prefiere que lo haga yo, pero te toca a ti. ¿Cuántas veces lo hiciste tú cuando vivías en casa? (…) Vale, me callo. Es que has tenido seis días para hacerlo desde que nos avisaron. ¿Por qué hoy, ahora? (…) Que sí, que vale. En media hora estoy ahí. (…) Que sí, adiós, adiós. ¡Oye! Y haz el favor de meterla en casa, que encima del frío, solo le falta fama de piojosa.

Soy tonta. Paso de cogerle.

Comentario

Enhorabuena Edurne por el texto, un buen uso de la segunda persona: ahí tenemos a un personaje enfadado diciéndole mentalmente a otro todo lo que le gustaría decirle de verdad, pero no se atreve. Tenemos un conflicto que va asomando al texto durante todo el relato, entendemos bien cuál es la esencia del problema. Eso es lo importante: aunque no sepamos qué hace el padre -luego resulta estar despiojando- sí que sabemos cuál es la relación entre ellos, cuáles son las tensiones.

El inicio, con ese ¿qué haces? nos sumerge de inmediato en el texto, y enseguida accedemos a la psique de nuestro personaje, que está resentido y lleno de odio -si es con o sin razón no lo acabamos de saber, aunque todo apunta a que sí-, y que además nos muestra toda una gama de emociones más compleja: vergüenza (la obsesa que no pasa página), comparación/humillación (que vean y oigan lo bueno que eres). También haces muy bien en plantear un precedente a esta escena: llegaré yo y no se querrá ir y seré la mala una vez más, con lo cual el lector ya sabe que está teniendo acceso a un evento que es, por así decirlo, una gota más en un vaso a punto de desbordarse.

Las constantes preguntas resultan muy agresivas, cosa que encaja con el texto dado el estado alterado de nuestra narradora, y además otorgan mucho ritmo al texto.

Creo, eso sí, que a nivel de contenido hay una oportunidad que podemos explorar más, porque se nos plantea un conflicto muy potente en estas líneas (Pero no, te tiene idealizado. También le das un poco de miedo, no te creas. Siempre le duele la tripa antes de traerla contigo. Mírala, se aguanta como puede, y tú sigues y sigues) que queda inexplorado. Creo que se puede tirar de ahí, evocar algún recuerdo, otro ejemplo de cómo la niña se somete a los deseos del padre por agradar, cómo, efectivamente, lo idealiza y a la vez lo teme, que es una mirada común de hijas a padres. Creo que integrar alguno de estos ejemplos podría funcionar muy bien. Además, puede servirnos para retratar mejor a nuestra protagonista. Tal vez ella también tenga conflictos con su padre, y podamos sembrar un paralelismo que enriquezca la escena. Tal vez tenga sus propios recuerdos amargos, incómodos, que se mezclan con lo que piensa de su marido, y con lo que piensa de la relación entre su marido y su hija.

También te diría que hay un pequeño quiebro entre esa madre coraje que está vigilando al padre -por obsesión, cierto, pero también se advierte una preocupación por la hija, su pelo mojado, etc- y ese “ella que aguante un poco, que ya no es tan pequeña”. Tal vez podrías narrarlo de otra manera, que la protagonista siga expresando preocupación, pero decida hacer ese sacrificio por un bien futuro mayor.

La última frase se me queda suelta, un poco hueca, y no acabo de entenderla como desenlace.

Te propongo que le des una vuelta al texto pensando en estas sugerencias, y que integres esos recuerdos -de la forma que a ti se te ocurra, te seduzca, se trata de darte un empujón pero sin un destino concreto-, a ver qué encuentras por ahí.

Enhorabuena, ¡y a seguir!

Ejercicio 1, Lidia Luna.

Se llama María aunque podría ser Asunción, Dolores, Carmela. Tiene 67 años y ha perdido dos hijos; bastante memoria y un poco de pelo. El peso, en cambio, ha ido ganándolo a lo largo de los años; su doctora de cabecera siempre insiste con voz cariñosa pero firme en la necesidad de adelgazar. Ella escucha y sonríe, siempre sonríe; pero cuando sale de la consulta entra en la cafetería de al lado y pide un café con leche en el que va mojando media docena de churros bien bañados en azúcar “porque se lo ha ganado”. Deja propina, se levanta despacio; después acelera el paso para llegar a tiempo a casa y preparar la comida de su nieta mayor, que llegará en un par de horas de la universidad.

Él se llama Tomás y esta noche, mientras espera junto a ella en el jardín de su casa, aparece en su memoria un recuerdo tan lejano, que casi puede leerlo en su mente justo antes de que parezca que va a borrarse, a desaparecer para siempre. Se llama Tomás como su padre, su abuelo y su bisabuelo; aquel hombre del que todos hablaban maravillas fuera de casa, y con el que nadie quería encontrarse dentro de ella. Tomás se llama, también, su hijo; repite lentamente cada una de las letras hacia adentro, como si al mismo tiempo que las pronunciara pudiera acariciarlas con las manos; contar las letras una a una, como las cuentas de un rosario.

María y Tomás están sentados uno al lado del otro en una silla pegada a la pared de su casa, mirando hacia el jardín que cuidaron juntos durante muchos años. No pueden verse y, si tú pasaras frente a ellos, tampoco podrías verlos; el tiempo se detuvo para ellos hace tanto tiempo, que casi nadie en el barrio sabría decirte quién vivía en aquella casa antes de que llegara la familia que ahora la habita.

Dentro de unas horas su hijo Tomás, que ha llegado a los 90 en buena salud, se despedirá por última vez de sus compañeros de partida, en el bar de siempre, antes de que un coche que va demasiado rápido se lo lleve por delante en un paso de cebra. Morirá casi en el instante; pero antes de tomar aire por última vez escuchará la voz de su padre, que pronuncia su nombre casi como si lo deletreara. Atravesará el jardín y los verá levantarse despacio, caminar hacia él; se sonreirán entre ellos y le tomarán de la mano para entrar, por última vez, en la casa que construyó su bisabuelo.

Comentario

Qué bonito texto Lidia, enhorabuena. Está claro que eres lectora, el dominio de los símiles y las descripciones salta a la vista.

Me gusta mucho como introduces al personaje femenino, con unas pocas frases ya conocemos mucho sobre ella: que es una mujer que evita los conflictos -sonríe a su doctora aunque no esté de acuerdo con ella-, y que vive en el presente -irónico, dado el desenlace-, y a la que le gusta disfrutar de la vida. Pensad que todo esto Lidia nos lo podría haber contado así: A María nada le gusta menos que un conflicto, su principal objetivo es pasar por la vida disfrutando, pero sin embargo ella nos lo cuenta a través de una escena, ese sonreír y esos churros en la cafetería, ese concederse cosas. A esto exactamente me refería con “mostrar, no contar”.

Me gusta también mucho esa frase lapidaria, su bisabuelo; aquel hombre del que todos hablaban maravillas fuera de casa, y con el que nadie quería encontrarse dentro de ella, que funciona tan bien a nivel de estilo y que nos da un perfil tan concreto: un hombre violento al que importan las apariencias, un hombre respetado y temido.

El símil entre las letras y el rosario es precioso, recordad que un poder de la literatura es la sinestesia: vuestros personajes pueden tocar las letras como las cuentas de un rosario, tragarse la ira como una patata caliente. Jugad con los símiles y las sensaciones para que el lector perciba lo narrado a través de los sentidos.

A nivel estructural el relato funciona muy bien, las dos presentaciones seguidas del planteamiento situacional, que además está muy bien expresado -No pueden verse y, si tú pasaras frente a ellos, tampoco podrías verlos; el tiempo se detuvo para ellos hace tanto tiempo, que casi nadie en el barrio sabría decirte quién vivía en aquella casa antes de que llegara la familia que ahora la habita. Y el desenlace encaja muy bien en el tono y recoge ese deletreo del nombre, integrándose en la escena anterior a la perfección.

Solo te diría que echo de menos saber algo más sobre los hombres de nuestra historia: a María nos la dibujas muy bien con muy poco, pero de nuestros Tomases -padre e hijo- sabemos poquito. Tal vez puedas comentarlos relacionándolos con el abuelo, qué heredaron o no de él, de esa violencia. Y la escena de Tomás, la del presente, tal vez podrías extenderla, que nos sumerjamos más en esa partida, en la risa de los amigos, que nos familiaricemos con Tomás para que ese arrancárnoslo del presente nos conmueva más. ¿Probamos a reescribir por ahí?

Para acabar decirte que tu relato me ha recordado a Cristina Sánchez Andrade -genia y premio Setenil, ahí es nada- de quien os recomiendo fervorosamente El niño que comía lana. Es una autora con una voz singularísima, así que recordarla leyendo otro texto habla muy bien de ese texto en concreto.

Enhorabuena de nuevo, ¡y a seguir!

La furgoneta. Pilar P.

¿Estás segura de que viene hoy? —preguntó Angustias observando su sombra, que empezaba a alargarse sobre el jardín de Engracia.

—Sí, estoy segura. Habrá tenido un contratiempo, pero acordamos la fecha el mes pasado y él nunca falla.

Angustias cambiaba el peso de su cuerpo del pie derecho al izquierdo, sintiendo cómo estos se movían dentro de sus zuecos manchados del barro de la huerta, hundiéndose en las hojas húmedas que cubrían el césped. Con sus manos de piel seca y agrietada se estiraba la falda oscura que le llegaba por las pantorrillas, mostrando unos tobillos hinchados y blancuzcos. De vez en cuando tironeaba del borde de su

chaqueta azul marino y se pasaba los dedos por los botones, como asegurándose de que no se habían salido de sus ojales. El pañuelo que llevaba en la cabeza se había torcido un poco y dejaba escapar

un mechón rebelde de pelo gris que bailaba al viento.

—¡Ahí llega!

Angustias miró a la carretera. La furgoneta color crema se acercaba desde su izquierda, dejando atrás el lavadero público. Se paró delante de ellas, sucia de polvo y barro, totalmente desnuda, sin ningún

logotipo ni nombre. Oyó la puerta del conductor abrirse y cerrarse. Un hombre rodeó el vehículo. Llevaba un pantalón de lana beis colgando en el culo y tan desgastado en las rodillas que algunos hilos comenzaban a soltarse, un jersey marrón plagado de bolas y manchas de café y una barba dura y gris que a Angustias le hizo pensar en los erizos que cruzaban su huerta por las noches. Con un movimiento rápido el hombre descorrió la puerta lateral, que cedió con un chirrido. Un olor espeso a tabaco, café y sudor se

abrió paso a través de la abertura, que ofrecía un espectáculo de formas y colores. Cajas de diversos tamaños se apilaban por todas partes, en las paredes y el suelo del vehículo, en equilibrio

tambaleante. Botones grandes y pequeños las observaban con sus ojos permanentemente abiertos. Hilos, cremalleras y cintas coloridas colgaban y se desmayaban en aquel espacio misterioso y húmedo. Una

cinta verde y otra azul se arrastraban por el suelo y amenazaban con huir a través de la puerta. El hombre tomó un rollo de elástico blanco y dos paquetes de medias de nylon color carne.

—Buenas tardes. —Su voz sonó como si saliera de una cueva. Carraspeó y lanzó un salivazo al suelo, que cayó a los pies de las mujeres.

—Aquí está lo tuyo, Engracia.

—Muchas gracias —respondió Engracia tomando el paquete de aquellas manos de dedos amarillos zuñas sucias.

—¿Y lo otro que te pedí? —preguntó bajando la voz.

El hombre se volvió hacia la furgoneta. Metió medio cuerpo dentro y sacó dos cajas. Una plana y alargada, de color rosa y otra cuadrada a juego. Comprobó las etiquetas. Angustias pisó el escupitajo y lo enterró bajo las hojas. Luego arrastró el zueco para limpiar la suela.

—Aquí lo tienes, a ver qué te parece —se quedó mirando a las mujeres fijamente.

Engracia pasó las cajas a Angustias y se pegó a ella. Esta levantó la primera tapa despacio, con manos inseguras, descubriendo un enorme sujetador de encaje rojo, curvilíneo, que se exhibía

descaradamente, dos volcanes en erupción en aquel interior blanco.

Lo rozó suavemente con las yemas de los dedos. Era suave como la piel de un gato, olía a limpio, a piel fresca y a las fresas de la huerta en verano. Sintió la mirada de su amiga en sus manos y el calor subiéndole por la nuca. Cerró la caja con cuidado, como si temiera despertar al sostén dormido.

Abrió la segunda caja. La braga completaba el conjunto. La alzó para observarla mejor. Encarnada y semitransparente, seductora, con ondas en los bordes y un pequeño lazo negro en la parte de atrás. Sintió

que la tela le quemaba los dedos y la escondió de nuevo en la caja, encerrándola rápidamente.

—Es perfecto, muchas gracias.

—Si quiere espero a que se lo pruebe. Lo digo por si no te va bien.

—No, gracias, la talla es correcta —dijo sin mirar al hombre. Cogió su carterita del bolsillo de la chaqueta y le tendió un billete doblado. Metió las cajas en la bolsa de plástico que éste le ofreció a cambio y la apretó bajo el brazo.

—Hasta mañana, Engracia. —Se giró para marcharse.

—¡Perdone! —gritó el hombre. Tengo más mercancía similar. Se la puedo traer el mes que viene, si le interesa.

Angustias se quedó parada. Sin darse la vuelta respondió:

—De acuerdo. El último viernes del mes que viene. En rosa.

Comentarios

Un texto muy muy bien escrito, Pilar. Ágil, sin derivas, prosa cuidada. A ese respecto solo te diría que, aunque las descripciones están muy logradas e integradas en las acciones de Angustias (si queremos hablar de cómo es una mano, mejor que esa mano esté haciendo algo que contar al lector) a lo mejor podemos espaciar más los detalles para que no dé sensación de bloques separados: toda la descripción reunida / vuelta al relato (de ahí que subraye y a la vez ponga en gris). El dominio de los diálogos y sus acotaciones está claro también, a ese nivel todo perfecto. La descripción del sujetador me ha gustado especialmente. Pienso que tal vez podríamos alargar un poco el momento de abrir la caja, generar una tensión que alcance al lector para que luego, cuando por fin Angustias nos descubre el contenido, sintamos esa emoción con ella. Los símiles que usas para describirlo, los volcanes, la piel de gato, las fresas de la huerta, son muy evocadores y variados, funcionan muy bien.

Lo que me falta es un por qué, un conflicto, un deseo. Tengo a un personaje que parece estar iniciándose en un camino desconocido y quiero saber más al respecto. ¿Ha sido la amiga la que la ha empujado a ello? ¿Ella ya consume esos artículos? ¿Está Angustias iniciando una relación? Y si es así, ¿qué puedes contarnos de él? Yo creo que podría haber algo en esos diálogos con la amiga, en las sensaciones de Angustias al abrir la caja, que nos hablara del fondo del asunto, que sostuviera el relato y diera sentido a ese final -Angustias no quiere solo un sujetador, quiere muchos- y que nos hiciera bebernos la historia con más emoción. La pareja de amigas mayores del mundo rural da mucho juego, y creo que debemos explorar ese terreno.

Te propongo que inventes un background para esta historia y la integres en los diálogos, a ver qué encontramos por ahí.

Enhorabuena y, ¡a seguir!

El jardín. Amparo.

Ya jadeábamos cuando paramos a descansar. Debíamos haber corrido durante más de media hora seguida y se me salía el estómago por la boca. Miré a mi alrededor. Nunca había estado en ese barrio, y diría que Alima tampoco, pero no era momento de preguntar. Las casas se levantaban dispersas, rodeadas de jardines enormes repletos de palmeras y otras plantas exóticas. Algunas tenían toda la pared acristalada y permitían ver por dentro sofás de cuero y cuadros con pinturas indefinibles, probablemente muy caras. No tenía nada que ver con Los Molinos, y eso daba esperanzas. Entonces Alima comenzó a dar vueltas a un jardín. Saltaba e intentaba encaramarse a la verja para mirar por encima, pero las ramitas pequeñas que la cubrían hacían que resbalara constantemente. ‘Hay que descubrir si tienen perro’, dijo. Los muros de la mayoría de las casas eran demasiado altos para nosotros, que a duras penas llegábamos al metro sesenta de altura. Al principio nos subíamos a las vallas por turnos, pero Alima decidió que era mejor que fuera ella la que siempre echara un vistazo. ‘Tengo más experiencia’, dijo. Y no pude contradecirla. Recorrimos la manzana intentando mirar por las rendijas abiertas que encontrábamos: yo le aguantaba para que no cayera y ella se encaramaba. Hasta que llegamos. Ante nosotros se alzaba un muro de piedras vistas que continuaba con una puerta enorme de hierro de apertura automática. La casa no se veía desde aquella puerta, así que era seguro que el jardín sería grande. El muro de al lado de la puerta era más bajo que los demás porque tenían un algarrobo que había crecido tanto que no permitía cerrarlo hasta arriba. Alima miró la casa contenta, con esa sonrisa suya que dejaba ver unos dientes grandes y blanquísimos que parecían pintados en contraste con su piel oscura.

– ¡Ésta nos valdrá! Podemos saltar por este lado- dijo señalando la parte baja del muro, donde estaba el algarrobo-. Si tuvieran perro se escaparía por aquí, así que creo que es segura, podemos entrar.

– ¿Y si nos pillan?

– Nadie nos buscará dentro de un jardín privado. Aquí podemos esperar a que pase la noche.

– ¿Y los dueños?

– Ese tipo de gente nunca sale al jardín. Sólo quieren aparentar -respondió sin mirarme mientras ya comenzaba a subir por el muro de piedra.

Hasta ese momento yo no había entendido completamente las intenciones de Alima. Quizás por eso había conseguido mantener una calma relativa al llegar a ese barrio. Pero cuando la vi encaramarse al algarrobo mis piernas volvieron a flaquear y mi vista volvió a nublarse. Y en mi cabeza se volvieron a repetir las imágenes de lo que había pasado, y volví a oír el ruido del cuerpo de Luis golpeándose contra el suelo.

– Tienen alarma…- dije nervioso señalando una placa que había colgada al lado de la puerta, aunque sabía que ella no me miraba.

– Sólo el veintidós por ciento de los que tienen alarma, la encienden. Y nos mantendremos alejados de la casa, tranquilo. El jardín parece grande -respondió con tranquilidad mientras seguía subiendo.

– ¿Cómo sabes eso del veintidós por ciento?

– Creo que lo leí en algún sitio.

Le dije desde abajo que no pensaba entrar con ella. Lo repetí varias veces, pero ni siquiera se molestó en mirarme. Se lo dije entonces con más fuerza, casi gritando. Esta vez volvió la cara y me miró, con esa mirada tierna pero decidida que siempre conseguía hacerme sentir pequeño. No hizo falta que dijera nada más, sólo hizo un gesto con la cabeza indicándome que subiera. Nunca saldré de la cárcel, pensé. Pero subí. No me podía quedar solo. Mientras trepaba, sentía la mirada penetrante de los dueños a través de las cámaras de seguridad que seguramente tendrían conectadas. Las lágrimas no me ayudaban a enfocar lo que estaba haciendo. Como nunca fui un gran escalador, los pies me resbalaban constantemente y me imaginaba mi cuerpo golpeando contra el suelo abajo del muro, como había pasado con el de Luis hacía apenas unas horas. Cuando ya casi estaba, una de las piedras se soltó y me quedé agarrado con una mano, pero conseguí trepar hasta arriba y alcanzar a Alima. Me senté en el muro y salté hacia abajo detrás de ella. Era solo media tarde, pero ya había oscurecido. Por eso no vi la enorme piedra sobre la que caí de boca y que me reventó la nariz. Genial, más rastros, pensé, ahora ya sí que no saldré de la cárcel. Alcé la vista y vi la casa al fondo, a unos cien metros, al final de una rampa larga que parecía entrar en un garaje. La casa era amarilla y tenía unas bonitas vigas de madera oscura en el porche. En la fachada había una puerta acristalada enorme que seguramente dejaría ver el interior si estuviera iluminada. Pero parecía que no había nadie. Habíamos tenido suerte. Si la suerte seguía acompañándonos quizás estuviera deshabitada.

Decidimos no alejarnos mucho de la zona del muro bajo, por si acaso venía alguien y nos veíamos obligados a salir corriendo. Hacía frío y el suelo empezaba a estar húmedo. Como habíamos tenido que salir tan rápido después de lo que había pasado, no nos había dado tiempo a coger las chaquetas y ahora ya empezábamos a tiritar.

– ¿Crees que lo he matado? -pregunté.

– En todo caso lo hicimos los dos –hizo una pausa de unos segundos y añadió: – Pero no te flipes, no eres tan fuerte.

Entonces me cogió de la mano y me dio las gracias flojito. Nos quedamos así quietos un rato. Me pareció raro porque Alima nunca me había cogido la mano antes, y yo no sabía qué hacer, si tenía que moverme o no. Pero la situación duró poco. No tardamos en oír el motor de un coche y vimos cómo la puerta automática de hierro se empezaba a abrir. Entró al jardín un todoterreno blanco que subió rápido por la rampa que llevaba al garaje. Alima y yo nos quedamos petrificados. ‘No te muevas’, dijo. Aunque no hacía falta decir algo así. Cuando abrieron la puerta, encendieron las luces del jardín y vimos aparecer un enorme espacio lleno de plantas que nunca antes habíamos visto. Y muros de piedra seca, bajitos, que adornaban el jardín aquí y allá y lo convertían en pequeñas terrazas dispersas que hacían las veces de huertos de distintos tipos de flores. Estuvimos viendo cómo una mujer y un señor de la edad de Luis, pero mucho más alto, descargaban el coche antes de entrar en la casa. Una decena de bolsas de tiendas de ropa y alguna del supermercado. Entonces la mujer volvió al coche, abrió el maletero, y salió algo grande. Parecía un animal, al principio no se veía bien. Luego vimos que era un perro, como un Golden Retriever o algo así. Alima entonces me apretó fuerte el brazo y me arrastró hacia el lado, seguimos moviéndonos despacio sentados, pegados al muro. ‘Tenemos que meternos debajo de ese arbusto’, dijo susurrando.

Mientras nos movíamos lentamente, el perro comenzó a ladrar en nuestra dirección. Los ladridos eran cada vez más fuertes y seguidos, y a la mujer le costaba controlarlo agarrándolo por el collar. Cuando alcanzamos el arbusto, los ladridos se escuchaban tan cerca que parecía que en cualquier momento saltaría encima de nosotros. Entonces se escuchó: ‘Son solo perdices, Niebla, tranquila. Vamos a casa’. Y los ladridos empezaron a escucharse cada vez más lejos. Aterrados, no nos atrevimos a movernos en varias horas. En cualquier momento podría salir el perro y descubrirnos. También si intentábamos salir del jardín.

– Creo que el perro duerme dentro de casa -dijo finalmente Alima. – Si no, es seguro que ya habría salido.

– A mí me parecía muerto cuando cayó al suelo.

– Sólo en las películas se muere la gente por un golpe en la cabeza.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cállate, que nos van a pillar.

Nuestra primera idea era pasar toda la noche allí, porque había resultado ser un sitio seguro. Pero hacía demasiado frío y no llevábamos chaqueta, así que empezamos a pensar que no sobreviviríamos por la hipotermia. Alima decía que era la primera causa de muerte de la gente que dormía al aire libre, y yo no tenía motivo para no creerla. Salimos del arbusto despacio, ya con la noche avanzada, con el objetivo de resguardarnos en un sitio más caliente. Al principio nos movíamos despacio, pero conforme fuimos viendo que el jardín estaba despejado, empezamos a coger confianza. Aunque ya habían apagado las luces del jardín, la luna llena iluminaba lo suficiente como para que unos ojos ya acostumbrados a la falta de luz se movieran con soltura. Decidimos empezar a explorarlo por la parte de la izquierda, que parecía más alejada de las habitaciones. Cuidadosos atravesamos bancales con diferentes tipos de cactus y pasamos por al lado de palmeras, plataneros y otros árboles que no conocíamos. Por fin llegamos a la parte de atrás de la casa. El jardín era más grande de lo que imaginábamos, y se extendía a lo lejos por unas escaleras con cientos de peldaños que se nos antojaron entonces infinitos. A los lados aparecían muchos tipos de árboles frutales, aunque solo pudimos distinguir el aguacate y los cítricos, que aún tenían frutas. Demasiado arriesgado intentar subir la escalera, ¿y si arriba no había sitio donde escondernos? Decidimos rodear la casa por detrás y volver a cruzar al jardín delantero por la parte de la derecha. Entonces Alima tropezó al bajar una escalera y cayó escandalosamente sobre un baúl de jardín, de esos de guardar trastos. Por un segundo el mundo se paró para mí. El ruido tenía que haber despertado a los dueños sin duda. Sin embargo, nadie salió de la casa, ni dio el menor indicio de haberse enterado. Así que corrimos por la parte derecha de la casa, para alejarnos cuanto antes de allí. Debajo de unas enredaderas, encontramos una caseta. Estaba cerrada pero no tenía cerrojo. Dentro se amontonaban todo tipo de herramientas para el jardín. Algunas sierras, rastrillos, un cortador de césped y otras cosas que no sabíamos lo que eran. Los dueños no debían pasar mucho por allí porque todo estaba desordenado. Entramos satisfechos y nos sentamos en un rincón con la sensación triunfal de poder descansar por fin. Entonces lo oímos, primero unos ladridos, luego a ellos que habían salido. Puede que Alima les hubiera despertado al tropezar. Ella cogió un rastrillo de madera y a mí me dio otro de metal.

– Si se acerca, le atizas -dijo entre susurros.

– No pienso matar a nadie más.

– Todavía no has matado a nadie.

Escuchamos como se acercaban pasos a la caseta. Hablaban entre ellos, pero no lográbamos entender lo que decían. De pronto los oímos justo a nuestro lado. Sacudieron la puerta, como si fueran a abrirla, pero no pudieran. Cogí aliento y levanté decidido el rastrillo para poder atizar el golpe con rapidez. ‘¿Ves?, está cerrada’, se oyó decir a la mujer al otro lado, ‘imposible que la rata haya entrado aquí’. Y quieto, con el rastrillo en alto, escuché como se alejaban. Volví a escurrirme en el rincón de la caseta, agarrado a Alima para mantener el calor y la poca humanidad que me quedaba. Ya no me importaba si nos cogían, estaba agotado.

– No es cierto. Eso de las pelis que has dicho. Mucha gente muere por golpes en la cabeza -dije.

– No creas. He leído que el cráneo humano es diez veces más resistente que un ladrillo. Y tú sólo le diste con un palo. Un palo no le hace nada a un cráneo humano.

Preferí no seguir con la conversación. Ese dato me había gustado. Me bastaba, por el momento. No sé cuándo me quedé dormido, pero hacia las seis ella me despertó para que nos fuéramos antes de que se hiciera de día. Nos levantamos intentando no hacer ruido y, sin decir nada, abrimos con cuidado la puerta de la caseta. Alima salió corriendo rapidísimo, y yo la seguí como pude intentando no chocarme con ningún árbol por el camino. Cuando ya estaba a unos veinte metros del muro, se encendió de repente la luz de la casa. Eso me hizo perder la concentración y tropezar con las raíces de un ficus que no había visto la noche anterior. Salí rodando y me caí por uno de esos muros pequeñitos que adornaban el jardín. Debió hacer ruido la caída porque la puerta de la casa se abrió en ese momento, y el señor alto salió con un café en la mano. Yo me mantuve quieto, sin moverme, pegado al murito del que me había caído y mirando de reojo hacia la puerta. No sabía dónde estaba Alima, pero esperaba que hubiera conseguido salir ya. El señor alto estuvo un rato en la puerta, si salía un poco más del porche me vería. Crucé los dedos en mi espalda y pensé en mi madre. Eso siempre me daba suerte cuando estaba en un aprieto y me encontraba solo. Y esta vez también lo hizo. El señor volvió a entrar en casa y entonces yo corrí hacia la salida todo lo rápido que pude. Al saltar el muro de la casa me encontré con Alima. Me agarró de la mano y corrimos sin mirar atrás. Me dolía el pie de la caída, pero no podía permitir que me cogieran por eso después de todo.

Al cabo de un buen rato, llegamos a un descampado entre edificios, al pie de una montaña. Alima tomó asiento en la hierba aún mojada por el rocío y esperamos en silencio a que amaneciera. Entonces me miró con su sonrisa de grandes dientes blancos y dijo triunfante:

– Javi, lo hemos conseguido. Ya no nos podrá pasar nunca nada.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque el noventa por cien de los que sobreviven a su primera noche en la calle, ya sobreviven para siempre.

Esta vez no le pregunté, simplemente decidí creerla.

Comentarios

Todo un relato, Amparo, juvenil, fresco y lleno de acción. A mí personalmente me interesan mucho las historias de adolescentes que huyen y los coming of age, hay mucho potencial ahí. A nivel estructural cuenta con todo lo necesario, tiene su nudo y su desenlace, aunque creo que en el nudo debemos atacar un poco más (al final te cuento por qué).

El personaje de Alima está muy bien dibujado, esa tendencia a inventar estadísticas y referencias retrata a un personaje que necesita tranquilizarse y tranquilizar a los demás, aunque sea a base de invenciones. Creo que la relación entre ellos puede explorarse más, evocar algún recuerdo. Está claro que se conocen mucho, se evidencia en los comentarios tipo “esa mirada que siempre hace que me sienta pequeño”, pero me gustaría tener algo a lo que agarrarme, que me los contases más. Vamos a estar con ellos un buen rato, así que mejor conocerlos. ¿Tal vez algún recuerdo no explícito sobre su llegada a España?

La información sobre el tal Luis está muy bien dosificada, pero igualmente, queremos saber más sobre el background, sobre eso que ha sucedido y que ha precipitado la huida de nuestros protagonistas, que a la vez nos hable sobre ellos. Intuimos que él la ha salvado, pese a que ella es la dura, la que lleva la voz cantante, y él se deja llevar por ella. No hay conflicto ahí, parece que porque son una especie de familia escogida. Exploraría eso también, su vínculo, las tensiones entre ambos, el enamoramiento que él parece vivir (si no me equivoco) o la naturaleza tan íntima de esa amistad. Evocaría el asesinato o agresión a Luis con algo más concreto que golpes: olor, tacto, otros sentidos donde habitan los recuerdos y que nos pueden generar una sensación más vívida. En lugar de convertir a Luis en algo tan abstracto, hagámoslo de carne y hueso.

Me gusta mucho cómo recoges la voz de Amina al final, -creo que esa voz es una gran virtud del relato-, para darnos esa sorpresa sobre la procedencia de ambos. Es un desenlace muy logrado. Creo que un buen camino sería evocar esos recuerdos de la relación entre ambos e integrarlos en el relato, además de ofrecer más información sobre lo sucedido con Luis. No hace falta ser explícitos, pero sí algo más generosos con el lector, para que él pueda empatizar más, sentir la indignación de los personajes, estar con ellos.

Enhorabuena por el relato, ¡y a seguir!

Sifavak

A primera vista aquella era una mañana de sábado cualquiera. El sol brillaba sin apretar mucho pues el verano aún distaba unos meses. De la calle no llegaban muchos ruidos de coches pasando sino de familias que iban al parque a pasear, hacer deporte o de picnic. De vez en cuando un pájaro se posaba en alguno de los frutales de nuestro jardín buscando infructuosamente algún manjar. Faltaban algunas semanas para que dieran fruto.

Mi mujer y yo hacíamos lo que solíamos hacer cada sábado. Ella leía el suplemento cultural y yo el de deportes y negocios, nuestra manera perfecta de compartir un periódico como buenos hermanos, o de trocearlo de manera salomónica. Ella tomaba su café bien cargado con fruta y yogurt mientras yo devoraba unas tostadas con aceite y jamón y un cappuccino con mucha espuma, que me bebía con más gusto desde que había descubierto cómo prepararla bien en un video de un YouTube de un chef siciliano, que enseñaba todo tipo de trucos de cocina, desde cómo preparar una pasta a la norma hasta cómo deshuesar una pieza de pollo entera y freírla en partes.

Teníamos puesta Radio clásica a buen volumen. Era nuestro método infalible de evitar las conversaciones incomodas. En ese periodo de nuestra vida había muchas cosas difíciles de las que hablar. Mi suegro se negaba a darle la parte de la herencia que correspondía a mi mujer tras la muerte de su madre. Eso nos ponía en un aprieto porque me impedía llevar a cabo algunos proyectos que teníamos pensado para mi estudio de diseño. El dinero que podíamos obtener lo necesitaba para no morir ahogado por los bancos y los préstamos hipotecarios. A él no le costaba nada, pero mi mujer se resistía a presionarle, a pesar de que el maldito viejo no lo necesitaba para nada. En algún momento llegué a pensar que ella quería joderme simplemente la vida, cuando ese chalet y todo el tren de vida que llevábamos no se lo debía al dinero de su papaíto sino al trabajo que yo hacía a diario.

Yo notaba el desasosiego que aquello causaba en mi mujer casi a diario. Lo notaba en su forma de responderme, de reprender a nuestros hijos, de dejar algunas cosas por hacer cuando ella siempre había sido muy laboriosa y concienzuda. Y el gesto inconfundible era un acusado tembleque en el pie mientras comía, leía o veía la televisión. Pero lo cierto es que a veces me complacía hacerla sufrir un poco y notar ese balanceo en sus piernas, que yo sentía como una especie de triunfo.

Ya no recuerdo bien si aquel día teníamos previsto ir a algún restaurante como solíamos hacer casi todos los sábados. Pero estoy seguro (añadir de) que hablamos de hacer algo mientras esperábamos a que los chicos llegaran de sus respectivos eventos deportivas. Sara del tenis y Manuel del baloncesto. Nos habían tocado unos hijos deportistas. Para el que no lo sepa, supone una inversión considerable en ropa, calzado y clases particulares para un retorno mínimo. Ninguno de los dos llegará a nada. Y a mí que más me da que mi hijo tenga hombros de atleta y mi hija unos glúteos bien formados.

Recuerdo que al entrar a la casa a hacer otro café me pareció ver a Alicia ansiosa, sujetando el periódico sin mirarlo, incómoda en el sillón de tela del jardín e incapaz de leer. Esa fue la última imagen que tuve de ella viva. La guardo viva en mi memoria y me gusta recrearme en ella.

Hoy, dos años después de aquella mañana todavía quedan restos de manchas en uno de los muros del jardín. Como si se hubieran agarrado a la superficie después de que alguien los hubiera pegado a conciencia para no irse jamás, a pesar de todos mis intentos de limpiarla. Mis hijos me lo piden, pero por alguna razón me resisto a pintar aquel muro, algo dentro de mí me lo impide, me resulta un sacrilegio hacerlo.

De vez en cuando me parece encontrar aún cabellos de mi mujer en el suelo de la terraza. Mi hija se apena de mí y me dice que son de ella, pero no le creo. He decidido no creer en nada. La rabia me ha convertido en un sujeto pasivo y totalmente abúlico. Creo que afortunadamente, pues no me gusta pensar en lo que sería capaz de hacer si diese rienda suelta a mis sentimientos y los dejase transformarse en acciones.

Lo único que consigue calmarme un poco es sentarme en el jardín y repetir el ritual de cada sábado, sin que pueda faltar claro está la crema del cappuccino. Y cuando apuro el vaso y acabo las tostadas levantarme otra vez y dirigirme a la cocina a preparar otro café.

Allí dentro me demoro en remojar la cafetera en el agua y volver a abrirla, tirar el café usado en la papelera y secar la superficie de la cafetera con papel de cocina. Llenar el recipiente de agua, sacar el café de la nevera, abrir el envase y poner cuatro cucharadas. Ajustar la cafetera hasta que cierre de manera hermética, colocarla en el fuego y esperar, esperar a que empiece a sonar con fuerza, como si fuera a explotar.

Como si quisiera replicar la deflagración que causó al estallar la bombona de gas de la paellera del jardín. Como si ese ruido molesto pudiera compararse a aquel estruendo. Como si el café que chorrea a borbotones fuera la sangre que fluía del cuerpo de mi mujer hecho pedazos.

En el informe de la policía consta, literalmente, que ‘la negligencia en el mantenimiento del aparato de gas fue la causante de la explosión que acabó con la vida de la fallecida Alicia Roure Ramos, de 49 años, casada y residente en Puzol, provincia de Valencia’. Es un documento que guardo como si fuera un tesoro. Lo leo y lo releo casi cada día. Como debe hacerlo también mi maldito suegro, quien desde aquel día me hace la vida imposible (más aún si cabe) con el cuento de que yo la maté. Y por supuesto, negándose completamente a dar la herencia de mi mujer a mis hijos hasta que cumplan la mayoría de edad. Para que no me beneficie, claro está.

Comentarios

Enhorabuena por tu texto Sifavak.

Presentas muy bien esa escena aparentemente reconfortante de una pareja madura y luego nos la quitas de un plumazo con ese en esa época había muchas cosas difíciles de las que hablar, una disrupción que funciona muy bien. Cuando llega el verdadero conflicto, sin embargo, creo que hay una agresividad que resulta un poco chocante, sobre todo porque carece de explicación. ¿Por qué iba la mujer a querer joderle la vida? Si esa es una opción, debemos ponernos en la piel del personaje y pensar en los motivos que a él se le ocurren para ello: tal vez evocar algún recuerdo, algo que él hizo mal, algo que ella le dijo alguna vez a sus amigas y él escuchó por casualidad, algún complejo suyo que esté sacando de quicio… algo que nos hable sobre el personaje, que nos haga entender mejor esa sospecha.

Me gusta mucho esa sensación de él de desear, a veces, verla sufrir. A nivel psicológico ofrece muchas posibilidades, así que exploraría esa emoción y la usaría para sembrar la duda o el remordimiento respecto a lo que pasa después.

Diría que en el relato hay problema a nivel narrativo-relacional, algo muy común y que nos sirve muy bien para probar fórmulas y soluciones y bucear más en nuestro relato: tenemos dos bloques diferenciados, el conflicto -todo el asunto del tío y la herencia- y el desenlace -la explosión-, pero que no van de la mano: necesitamos algo que los una. No hace falta que sea causa-efecto, pero algo en el narrador debe vincular los dos temas de los que nos habla. Remordimiento por haber fantaseado con la muerte de su esposa, duda de si pudo provocarla él -el miedo a nuestros propios deseos es algo que ofrece mucho material-, o incluso sembrar la duda en el lector de si realmente sí la provocó y se engaña a sí mismo.

Te propongo que revises el relato introduciendo ese conflicto: llévalo por donde desees para que ambos hechos construyan un todo.

Enhorabuena de nuevo, ¡y a seguir!

La secretaria perfecta. María Huergas.

No sé porque han decidido tener la cita aquí. No es que sea un mal lugar, pero no creo que cuadre bien con la situación. Ella ha tenido que venir, por supuesto no podría dejar que yo me hiciese cargo de la situación. El asunto de quedar aquí ha sido también idea suya.

No es mal lugar, pero no es un lugar imparcial. Se trata del jardín de la casa de su familia, es su terreno, no el mío. Nunca estamos en igualdad de condiciones.

Antes de la cita me ha leído la cartilla. Según ella son sugerencias de lo que tengo que decir. Siempre es así. Aunque yo no esté de acuerdo siempre acabo llevando a cabo sus sugerencias. No entiendo mi tendencia a evitar los conflictos. “Más vale ponerse una vez colorada que ciento morada” decía mi madre (aunque creo que el refrán dice amarilla, no morada). ¡Qué razón tenía! No quiero, pero sigo haciéndolo. Prefiero ceder, ser sumisa. No me gusta discutir y además me conozco, no tengo una alta visión estratega. Me hago pequeña delante de personalidades fuertes y acabo siendo la secretaria perfecta, aunque ese no sea mi cometido.

– ¿Estás nerviosa? – me pregunta ella.

– No. Me has explicado bien la situación y lo que tengo que decir. No hay margen de error.

No miento, es verdad. No estoy nerviosa, pero si cabreada conmigo misma. Soy sumisa por fuera, pero llena de rabia por dentro. Creo que no es sano, me lo ha dicho también mi terapeuta. No sé cómo canalizarlo.

– Yo te noto nerviosa – insiste.

-Que no tía, ¡te he dicho que estoy bien! – levanto la voz – la situación está controlada. Relajo el tono con esta última frase.

Siempre que levanto la voz pone cara de sorpresa. Se trata de algo tan insólito que se la olvida que sé gritar y siempre la pilla desprevenida. Me hace mucha gracia su cara de sorpresa, aunque luego me siento mal, como buena secretaría. No se debe levantar la voz a tu jefa.

– Perdona, te notaba muy callada y sólo quería asegurarme de que estabas bien – disimula. En realidad, sigue insistiendo.

– Ya, perdona. No quiero que pienses que estoy dudando. No te preocupes, estoy bien. Tengo claras todas las indicaciones que me has dado – vuelvo a mi papel de buena secretaria.

Quiero cambiar de tema. Miro el reloj, nos quedan todavía 20 minutos. Ella ha insistido en venir con tiempo para estar más tranquilas y que yo me relajase. ¡que hartura! De verdad…

Piensa Celia, piensa… saca algún tema interesante antes de que te vuelva a preguntar si estas nerviosa o comience otra vez con las indicaciones para la reunión que ya te ha explicado 40 veces.

– La verdad es que tienes un jardín muy bonito – me importa una mierda el jardín y, además, no es bonito. Da igual, así se lía a hablar de otra cosa.

Se arranca con el tema del jardín. Le encanta hablar de ella y de sus cosas. Creo que piensa que es una tipa muy interesante. Qué pena, no ha sido buena idea sacar este tema.

Comienza a hablarme del jardín, de su jardinero, de la cantidad de problemas que tiene para tener un bonito jardín… Problemas del primer mundo, pienso. He calculado mal, estas conversaciones triviales hacen que me hierva la sangre. Me empieza ha subir a la cabeza un calor que no puedo controlar. Se llama rabia. Me la imagino como lava, subiendo lentamente de mi estómago a mi cabeza. Intento frenarla antes de que se expanda a mi boca y escupa fuego.

Intento hacer los ejercicios de respiración que he estado practicando gracias a unos videos que hay en YouTube para “relajarte”. Procuro que no se note, empiezo la “respiración consciente”.

Vuelvo a mirar el reloj. Lleva diez minutos hablando. Aún quedan 20 minutos para la reunión.

Comienzo a mirar más detenidamente el jardín. Parece ser que al jardinero se le ha olvidado recoger sus herramientas y se ha debido de llevar una buena bronca. Las veo apoyadas en el muro que tengo al lado. Pobre jardinero, teniendo que trabajar para esta tipa.

Son diez años los que llevamos trabajando juntas. Esto último es un decir, son diez años que la sirvo. Hago las veces de secretaria, finjo ser su amiga y psiquiatra, la escucho pacientemente y dejo que me pisotee de todas las maneras posibles.

Mierda, otra vez no. Me vuelve a hervir la sangre. La cabeza se me calienta. He olvidado respirar como decía el tipo de aquel video. Concéntrate, concéntrate. Inspira, espira…

Otra vez la lava. Comienza a subir. No puedo frenarla. Sólo puedo encauzarla…

No recuerdo con claridad lo siguiente. El pobre jardinero… se olvidó las herramientas justo al lado de mi sitio.

Nunca he pegado a nadie. Ni siquiera un tortazo. Es lo último que pienso, luego, todo borroso.

Sale mucha sangre de su cabeza. Se le ha quedado esa cara de sorpresa que pone cuando levanto la voz. Que cara de estúpida.

La lava comienza a descender, vuelve a su sitio, se apaga. ¡qué a gusto! Jajaja, estoy sonriendo.

Suena el timbre de la puerta. Con una soltura que me sorprende, cojo las llaves del coche. Abriré la puerta y le diré de ir a tomar algo a algún bar bonito para la reunión.

Siempre pensé que era mejor quedar en otro lugar.

Comentarios

Enhorabuena por tu relato, María.

Es entretenido, tiene una voz fresca, ágil, y a nivel estructural funciona.

El problema que le veo es, sin embargo, a nivel de información. Tenemos a dos mujeres entre las que hay una relación que no acabamos de entender del todo, porque la narradora nos la escatima. Está bien mantener cierta intriga, dar espacio a lo no-dicho, pero un exceso puede hacer que el lector no acabe de entrar en el relato. Ir ofreciendo información sobre esas reuniones -tal vez algún ejemplo del pasado, otras veces en las que hayan acudido juntas- nos sitúe un poco. Nuestra narradora puede evocar recuerdos, “como aquella vez cuando…”, que hagan que su ira vaya creciendo, que la suma de enfados respecto a su jefa -¿es su jefa?-, acaben conduciendo al clímax. Porque eso es lo que nos falta, el camino al clímax. El desenlace tiene sentido -odio, agresión, son causa y efecto-, pero no llega precipitado por nada en concreto. Parece que ella ya ha pasado por esa situación muchas veces comportándose como una “buena secretaria”, ¿por qué esta vez es distinto? Necesitamos una gota que colme el vaso, conducir a nuestro personaje hasta un estado en el que sencillamente ya no puede aguantar más.

Te propongo que reflexiones sobre ambos personajes y hagas un pequeño perfil de cada una -un párrafo basta- y su relación -¿por qué nuestra protagonista es tan sumisa, es secretaria de verdad o no?, ¿qué obtiene a cambio?, ¿por qué no ha abandonado ese papel?- que pienses de qué van esas reuniones y lo integres a través de evocaciones en el relato. Recordemos que, aunque a veces privemos al lector de información por motivos cualesquiera -justificado, claro-, nosotros sí debemos tenerla toda, y así ir soltándola según nos convenga para enganchar mediante lo que damos y a la vez intrigar mediante lo que ocultamos.

Enhorabuena de nuevo, ¡y a seguir!

El jardín. Mamen Martínez.

Lo miro mientras juega, ajeno a todo. Esta sentado y arranca trocitos de hierba, intenta cruzarlos como si fueran pequeñas espadas verdes que quedan atrapadas entres sus dedos torpes, gordezuelos, con pequeñas ranuras, hendiduras que acaban en montoncitos de carne rosada, suave y nueva.

Palmea el suelo, lo golpea con fuerza: uno, dos, tres. Vuelve a empezar: uno, dos, tres, cuatro…

Así varias veces hasta que para y lleva las manos hacia su cara. Las mira, asombrado, concentrado en ellas, las lanza hacia arriba en una expresión de poder y júbilo: le pertenecen, hace con ellas lo que quiere, le obedecen, son suyas.

Llevamos un rato aquí fuera y ha empezado a hacer calor. A ratos aparto la vista de el y siento el sol en la cara, en los hombros desnudos. Extiendo las piernas y me subo la falda mientras que con la punta del pie derecho me descalzo el izquierdo. Me quedo así, un pie dentro de la sandalia y otro fuera.

Se vuelve hacia mi y me enseña lo que tiene: su campana roja, la pelota verde, el dinosaurio amarillo y marrón …cada vez que levanta algo mueve su barbilla hacia abajo, de forma repetida, rápida, como asintiendo de forma exagerada. Se que sabe gatear, que podría venir hacia mi, pero no lo hace. Yo tampoco voy. Estamos cómodos así.

Presiento que ella esta detrás. Nos mira desde la ventana de la cocina, me llama, estoy segura de que grita aunque no puedo oírla. Quiere abrir esa ventana, pero nunca ha sabido desbloquearla. Hace unos minutos ha ido hacia la puerta del jardín, pero la he cerrado por fuera. Debe estar rabiosa, enloquecida, gritando que se lo va a decir a el cuando llegue, que no me puedo quedar sola con el niño, que lo va a llamar ahora mismo, me voy a enterar, volveré al sitio del que he salido….

Cierro los ojos, sonrió pensando en un jardín cerrado.

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Una prosa excelente Mamen, muy pulida, rítmica y pausada, fluye perfectamente y llegaría a cualquier lector. Se nota que eres lectora, y con esta prosa se puede llegar muy lejos si se tiene una buena historia entre manos. Enhorabuena. La sucesión de sinónimos de contenido me ha recordado a Delphine de Vigan, que usa ese método para subrayar las ideas y lo hace con maestría, como tú en este caso:

Las mira, asombrado, concentrado en ellas, las lanza hacia arriba en una expresión de poder y júbilo: le pertenecen, hace con ellas lo que quiere, le obedecen, son suyas.

Está muy bien reflejado el asombro del bebé ante su propio cuerpo, muy bien modulado el ritmo.

Lo único que me falta en este texto es una tensión previa a la mención a esa mujer en la ventana. Sé que es corto, pero creo que podemos intentar introducir algo que genere cierta incomodidad en el lector antes de que la mujer en la ventana aparezca, dosificar un poco la información para que exista cierta sospecha de que algo no marcha del todo bien.

Ante un relato como el tuyo, siempre hay dos opciones -como poco-, que serían:

a). reservarnos toda la información referente a la mujer, como tú has hecho, y dar una sorpresa al lector.

b). insinuar algo que genere en el lector cierta tensión, aunque sea muy sutil.

Aunque la opción A es resultona, sobre todo para quien escribe, la experiencia lectora suele verse beneficiada por la opción B. La sorpresa es un pum que dura un segundo, pero la tensión es algo incómodo que se nos instala dentro y nos acompaña durante toda la lectura.

Te propongo que introduzcas algún elemento que sugiera que hay algo más ahí, algo sutil y que no nos de la clave, pero que nos ponga alerta.

Enhorabuena por tu texto, ¡y a seguir!

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