1.
Los tres fantasmas que la acompañaban se quedaron bajo el dintel de la puerta del salón mientras Roberta avanzaba con lentitud hacia su padre, que estaba tumbado cómodamente en el sofá bajo una manta leyendo un libro. En un momento de duda se paró y miró de nuevo a los tres espectros detrás de ella que le indicaron con la cabeza que debía continuar. Con la cabeza baja, reanudó el paso y carraspeó.
–¡Ay, ya estás aquí, Titina! ¿Tienes hambre? Te he preparado patatas con costillas para comer –dijo su padre después de que cerrara el libro de golpe y lo colocara sobre la mesilla. Se levantó, se puso las zapatillas de estar por casa y se dirigió hacia su hija para darle un beso.
–Toma. –Roberta ni le miró a los ojos.
–¿Qué es esto? –Empezó a preguntar mientras escudriñaba el papel que le acababan de dar–. Parece un examen de mates… ¿Un cuatro? ¿Has sacado un cuatro?
Ella intentó pronunciar un ligero “Lo siento”, pero no pudo. Su padre, en cambio, bajó el tono de su voz, haciéndola aún más grave y profunda. Algo que siempre estremecía a Roberta.
–¿En qué habíamos quedado, Roberta?
–Que tenía que aprobar todo.
–Mira, Roberta, ya sé que estamos pasando por momentos difíciles pero me lo prometiste a mí y, sobre todo –respiró profundamente–, se lo prometiste a tu madre.
–Lo sé. –Suspiró.
–Entonces, ¿por qué?
–No puedo decírtelo.
–¿Cómo? ¿No puedes decírmelo?
–No… –Por fin Roberta levantó la cara y miró a su padre a los ojos. Quería contárselo todo, como siempre hacía, pero se mordió la lengua y se quedó muda. Había prometido no hacerlo.
–¿Es por culpa de un fantasma?
–No. Bueno, sí.
–¡Otra vez con los fantasmas! –Ahora sí que empezó a elevar la voz–. Mira, no me vengas con los dichosos fantasmas, que ya me sé la historia. ¿Qué es esta vez? ¿Quieren hablar con los familiares? ¿No saben pasar al otro lado?¿No se deciden si a ir hacia la luz o huir de ella?
–¡No es eso! –Ahora es Roberta la que gritó mientras de sus ojos brotó una lágrima–. ¡No es tan fácil! Esta vez no.
–A ver, hija mía. Yo te apoyo con esto de los espíritus y eso, pero, ¿qué es lo único que te pedí cuando me lo contaste?
–Que no afectara a mis estudios. –Y Roberta volvió a mirar al suelo.
–¿Y qué ha pasado?
–Lo siento mucho.
–Ya tienes catorce años y tienes que empezar a ser más responsable.
En eso una de las tres figuras que estaban aguardando en la puerta se acercó a Roberta y le dijo unas palabras al oído.
–Papá. El yayo me dice que tú también cateaste alguna cuando tenías mi edad.
–¡Qué gracioso! Si está aquí el abuelo. El que faltaba. ¿Y qué hace aquí?
–Pues me está ayudando mogollón con los demás fantasmas. Entre ellos se entienden mucho mejor, ¿sabes?
–No lo dudo. –Alzó el dedo índice y empezó a girar sobre sí mismo sin saber muy bien dónde apuntar–. A ver, ¿dónde estás?
–Está justo detrás de mí. –Su padre dejó de girar apuntando hacia Roberta. Ella asintió.
–A ver, abuelo… digo, papá. ¿A qué has venido aquí? ¿A ayudar o a despistar a tu nieta de sus estudios? –El fantasma se agachó para hablar con Roberta.
–El yayo dice…
–El yayo no tiene que decir nada. Ahora el que hablo soy yo. Abuelo, ya que te has dignado a aparecer, preocúpate de que tu nieta estudie para los exámenes. Es lo mínimo, ¡vamos, digo yo! –El fantasma del abuelo regresó abatido a la puerta del salón–. Y así no tendríamos estos problemas. ¿No estabas muerto? Pues eso.
–Jo, no seas así. También me ayuda a mí y me hace compañía desde que… –Roberta paró de hablar.
–Eso está bien, pero no lo hace con las matemáticas, ¿verdad? Mira, hija mía. –El timbre de la puerta le interrumpió resonando con fuerza en toda la casa–. Y ahora, ¿quién será? –El timbre sonó y volvió a sonar varias veces–. ¡Por Dios! ¡No! Si no nos van a dejar en paz.
Roberta se dirigió corriendo a la entrada de la casa, mientras el abuelo acompañaba a los otros dos espíritus a tomar posiciones justo debajo del perchero.
–¿Quién es? –preguntó antes de abrir la puerta.
–Soy el vecino del cuarto. Quería verte, Roberta, para…
El padre apareció justo detrás de su hija y sujetó la puerta para que esta no se abriera completamente.
–Hoy no hay Roberta que valga, ya te voy diciendo.
–¡Déjame a mí, papá! –Y volviéndose hacia donde estaba uno de los fantasmas que acompañaban al del abuelo–. ¿Es él? –Con un gesto afirmativo como respuesta, retornó a la persona que esperaba en la puerta –. Dime, porfi.
–Mira. Es súper, mega importante. Mi madre acaba de fallecer…
–Sí, lo sé. Estoy aquí con ella. Adelante.
–¿Sí? Pues quería saber si…
–¡No aguanto más! –Explotó el padre–. No hace falta que se lo diga mi hija. Ya se lo digo yo. Su madre sabía que usted es homosexual. –Los ojos del vecino se abrieron como nunca lo habían hecho–. De hecho, todos lo sabemos. No pasa nada. Mire, su madre le quería mucho, mucho. Y le perdona, ¿vale? –Su interlocutor no supo cómo contestar–. Y ahora, ¡déjenos tranquilos! ¡A tomar viento fresco!
–¡Papá, no! ¿Qué has hecho? Lo estás fastidiando todo. –Y, volviéndose hacia donde estaban los fantasmas–. Señora Marcelina, ya hablaremos sobre esto. No se me esfume, ¿vale? Y, yayo –giró un poco la cabeza–, retenla. Que no se nos vaya, porfi.
El ruido de la puerta al cerrarse de golpe retumbó en todo el edificio. Y dirigiéndose hacia su hija, la apuntó con el dedo.
–Y, señorita, tú y yo aún no hemos terminado.
–¡Jo, papá! No deberías…
–Ni papá ni papá. De momento te vas a tu cuarto y te pones a estudiar. Y no vas a salir hasta que apruebes la recuperación del examen. Porque hay recuperación, ¿verdad?
–Sí, la semana que viene.
–Fantástico, pues toda la semana en la habitación. Castigada sin salir. Es más, llévate al abuelo y al resto de sus amigos fantasmas contigo que, aunque no los vea, me da un poco de yu-yu saber que están aquí.
–¡No es justo! –No pudo reprimir una lágrima cayera por su mejilla al tiempo que dio una fuerte patada al suelo–. ¡Toda la semana! ¡No puedo, papá! Justo ahora no. Por favor… Ojalá te pudiese contar… ¡Tengo que poder salir!
–Me da igual lo que digas. Te vas a quedar en casa estudiando. Además, mira, se me ocurre, ¿por qué no llamas a Einstein para que te dé unas cuantas clases particulares?
–¡Te odio!
Roberta se fue corriendo a su habitación, se tumbó en la cama, agarró la almohada y escondió su cara en ella.
–¡No es justo! ¡No es justo! Ahora, precisamente ahora. ¿Y qué voy a hacer? –Los espectros tuvieron que cruzar las paredes para llegar donde estaba Roberta y la rodearon–. Vosotros, dejadme tranquila un momento, porfi.
Los fantasmas dieron un paso atrás y se quedaron quietos en una esquina de la habitación mientras ella permanecía en la cama. Unos minutos después su padre entró en el cuarto más calmado, se sentó junto a su hija y le dio un beso en la cabeza.
–Mírame, cariño. Perdóname por haberme puesto así antes. Tampoco es fácil para mí la situación. Hace poquito que estamos solos tú y yo y siento mucho no hablar del tema. No es fácil para mí. Me duele un montón. –La cogió de la mano y se la apretó–. Además, no tengo ni idea de lo que debes estar pasando con eso de ver espíritus. Pero eso no había afectado antes a tus estudios y quizás me haya pasado un poco. Eres tan buena que has puesto todo tu esfuerzo en ayudar a esos fantasmas. Y eso es bueno, muy bueno. No hay mucha gente como tú en este mundo y no dejes nunca de serlo. Pero eso no debe afectarte a tu vida ni a tus estudios. Tienes que encontrar el equilibrio. Ayudar a los demás pero sin perjudicarte a ti misma. ¿Lo entiendes?
Roberta se levantó y dio dos besos a su padre.
–Venga, cuando quieras vamos a comer.
–No tengo hambre papá. Prefiero quedarme aquí.
–Como quieras.
Ya sola en la habitación, Roberta se levantó, se fue a su mesa de estudio y abrió el libro de matemáticas, pero no le prestó mucha atención. Los fantasmas la siguieron.
– No, ahora no. ¿Lo hablamos luego, Señora Marcelina? Además, lo suyo no tiene ninguna importancia. Señor Manolo, ya encontraremos a su mujer, no se preocupe. Y, yayo, ¿te quedas tú con ellos y les haces compañía un rato? Ahora tengo que pensar.
Y mientras ella se ponía los auriculares, los espectros se acomodaron en la cama. Les tocaba esperar. De repente, otros dos se materializaron en la habitación. Uno de ellos no paraba de llorar y el otro intentó tocar el hombro a Roberta pero se lo atravesó. Ella se estremeció al instante. Se quitó los auriculares y se dio la vuelta.
–Mamá, ya estás aquí, te estaba esperando. ¡No sabes cuánto me gustaría poderte abrazar!
–Lo sé, mi amor. Es lo que más me apetece en el mundo. Gracias por no decirle a papá que he vuelto. Ya sabes que me tienes que ayudar a mí y, sobre todo, a ella.Te necesitamos. Es la hora.
2.
El día anterior y durante el recreo, Roberta entró en los servicios del colegio más apartados de las clases, comprobó que estaba completamente vacío y se encerró detrás de la puerta más alejada a la entrada. Bajó la tapa del inodoro y se sentó en él. Se quitó la bandolera, de la que nunca se separaba, y la chaqueta y las dejó a su lado en el suelo e intentó ponerse cómoda. Los tres fantasmas que la acompañaban traspasaron la puerta y se la quedaron mirando.
Ella, en cambio, centró su vista en lo que era capaz de distinguir a través de los cuerpos transparentes de los espíritus. En la puerta había trazado un enorme dibujo Rick y Morty en el este decía: “Nadie existe a propósito. Nadie pertenece a ningún sitio. Todos van a morir. Ven a ver la tele.” Rodeando al deficiente dibujo, también se podían leer mensajes grabados que, probablemente, llevaban allí mucho más tiempo. «Odio a la Tachuela”, que era el mote de una profesora especialmente estricta de literatura. “La Pelos es una guarra”, aunque no daban más información sobre quién era esa tal Pelos. Roberta se fijó especialmente en una rima y no pudo contener una carcajada. “Con la posición de la Estrella Polar, / y el logaritmo neperiano de Pi, / estoy segura de que es aquí, / donde tengo que cagar.”
–Titina, ¿qué sucede? –inquirió su abuelo.
–No es nada, yayo. Y prefiero que me llames Betty. Ya lo sabes. –Su teléfono móvil empezó a emitir varios pitidos dentro de la bolsa. Se remangó la sudadera y vio que eran mensajes de sus amigas, las inseparables Carmen y Mercedes, o Carmedes como se las conocía en el colegio, pero no les hizo ni caso–. A ver, cómo os lo explico, es muy importante. Ya sabéis que cuando estoy en clase tenéis que estar callados. Pero ahora, después del recreo, hay examen de matemáticas. Y lo tengo que aprobar. Así que más callados todavía. –Roberta se presionó los labios con los dedos índice y pulgar, reforzando el mensaje.
–Y después del examen, ¿vamos a buscar a mi mujer?
–Señor Manolo, aún no. Primero le toca a la Señora Marcelina, que es mi vecina de toda la vida y me va como mejor.
–Eso. No se me cuele, tunante.
–Primero las damas –sentenció el abuelo.
–Gracias yayo. Pues eso, que necesito concentrarme. A ver… menos b más menos la raíz cuadrada de b cuadrado menos 4 a c dividido por 2 a. –Repasó en voz alta con los ojos cerrados–. ¡Bien!
–En mis tiempos, a una señorita de su edad se le enseñaban las labores del hogar, guisar, zurcir, hilvanar… no como ahora, raíces a cuadros o lo que demonios sea eso.
–Los tiempos son ahora otros, Señora Marcelina –contestó el abuelo–. Me llena de orgullo que mi Titina se eduque en matemáticas y que se le den tan bien. ¡Vas a aprobar seguro!
–Gracias, yayo. Pero ya sabes que no me gusta que me llames Titina. Cuando era pequeñita estaba bien pero ya no. Prefiero Betty, es más súper guay. Va mucho mejor conmigo.
–Como quieras, Titina.
–¡Yayo!
–¿Roberta? ¿Estás ahí?
Todos se callaron. En especial ella. Los pelos se le erizaron. Sabía a ciencia cierta de quién era esa voz. Se acumuló en sus articulaciones una tensión insoportable. El cubículo donde estaba encerrada con los tres fantasmas se le hizo de pronto una prisión. “¿Roberta?”, escuchó de nuevo. Se levantó como un resorte, abrió la puerta rápidamente y salió.
Delante del espejo que estaba sobre los lavabos estaba la figura de una mujer. Alta, delgada, como ella la recordaba. Lo único que la diferenciaba de la imagen de su memoria era el hecho de ser transparente.
–¡Mamá! –gritó con todas sus fuerzas.
Roberta se fue corriendo hacia la figura, abrió los brazos e intentó abrazarla. Pero no pudo. Cayó en la cuenta de que era imposible hacerlo. Cerró los ojos maldiciendo por ello. Dio un paso atrás, levantó la cara y miró a su madre. Un aroma especial inundó sus fosas nasales, el que acompañaba a su madre en todos sus recuerdos. No lo había olido desde que la vio por última vez postrada sin conocimiento en una habitación del hospital.
–¿Por qué has tardado tanto en venir? Te he estado esperando mucho tiempo.
–¡Cuánto te quiero, cariño! ¿Estás bien? –El fantasma de la madre se agachó para besar a su hija pero no pudo.
–Sí, mamá. Muy bien. Esperándote.
–¿Y papá? ¿Qué tal lo lleva?
–Bueno… parece que bien, pero es solo una pose. Apenas habla de ti y por las noches creo que llora, pero nunca delante mía. Se alegrará mogollón cuando sepa que has llegado.
–Todavía no quiero que se lo digas.
–¿Por qué?
–No lo entenderías. Aún no estoy preparada. Y me imagino que tu padre tampoco.
–Pues eso no lo pillo, ¿me lo explicas? Tardas un montón en venir y ahora no quieres que se lo diga a papá.
–Es algo más complicado de lo que crees. Pero, ¿tanto tiempo ha pasado?
–Casi un mes. Pensé que ibas a venir antes. Empecé a pensar que no te iba a volver a ver. ¡Tenías que haber aparecido antes! Te he echado mucho de menos. ¿Por qué has tardado tanto?
–Cariño mío. Ahora mismo estoy desconcertada. ¿Un mes? Yo pensé que habían pasado como mucho dos o tres días… No sé. Pero… ¿no te alegras de verme?
–Claro que sí, mamá. –Todo el reproche se tornó de golpe en impaciencia. Intentó abrazala por segunda vez, pero no lo consiguió–. Jo, me tienes que contar tantas cosas. ¿Qué te pasó? ¿Por qué te moriste? ¿Qué pasó después? ¿Qué has hecho en estas tres semanas? Me lo tienes que contar todo. Empieza ya.
–¿Por dónde comienzo?
El resto de los fantasmas habían intentado no interrumpir el momento de la reunión entre madre e hija pero no aguantaron más. Salieron despacito del espacio donde antes Roberta les había estado aleccionando. La madre se fijó en ellos por primera vez.
–¿Pruden? ¿Qué haces tú aquí? ¿Señora Marcelina? Y…
–Es el señor Manolo. Está buscando a su mujer –aclaró Roberta.
–Hola Alicia. ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo! –Saludó el abuelo a su nuera–. Me enteré hace nada que habías fallecido ¿Has estado ya en el otro lado o aún no has pasado?
–¡Qué alegría verte! ¿Qué es eso del otro lado?
Tanto Roberta como el resto de fantasmas le miraron con gran expectación.
–¿Acaso no saben cómo es el otro lado? –preguntó retóricamente–. Pues es un lugar como este pero todo lo contrario.
–Yayo, pues vaya truño de explicación.
–Me he expresado mal. No es un lugar, Titina. Es más bien un estado. Es asombroso, descomunal, inconmensurable pero a la vez moderado y proporcionado en su justa medida, magistral. No sé muy bien cómo diantres definirlo mejor.
–¿Es eso el cielo? –Interrumpió la Señora Marcelina–. Que yo he ido todos los días a misa para ganármelo. Y doy hasta limosna.
–No sé si es el cielo ése que nos contaron, la verdad.
–¿Están todos los muertos allí? ¿Me encontraré a mi santo esposo? ¿Hay televisión? Mira, que yo sin la novela “Diamantes crueles” no puedo estar. Por cierto, Roberta, es esta tarde a las cuatro. No nos la podemos perder. ¿Qué hora es? Que no se nos pase…
–Señora Marcelina, muchas preguntas plantea usted. A su marido no tengo el placer de conocerle. Y, mayormente, no hay televisión o yo no la he visto.
–¡Qué desfachatez! Sin televisión… pues a lo mejor no me voy para allá. No he visto más de seiscientos capítulos para nada, leñe.
–Puede hacer usted lo que le venga en gana, pero televisión, haberla, no la hay. Aparte de eso se está fetén. Eso seguro.
–¿Y por qué te viniste, Pruden? –preguntó Alicia.
–Mi Titina me necesitaba. Escuché, más bien tuve un presentimiento de que me necesitaba y, de repente, aparecí a su lado y me sorprendí mucho de que me pudiera ver. Aún me sorprendo, no te vayas a creer.
–Mamá, ¿tú has estado en ese otro lado? Cuéntame, porfi.
–¡Qué va, cariño! No sé muy bien qué ha pasado, pero estoy casi segura de que no he ido a ese lugar, sitio o estado del que ha regresado el abuelo. Pero antes de contároslo os tengo que presentar a alguien. ¡Ángeles, puedes pasar! –Añadió ya en voz alta.
Todos se quedaron callados mirando a la puerta de entrada a los servicios. El teléfono móvil empezó a sonar dentro de la bandolera que había dejado al lado del inodoro, pero nadie le hizo caso y dejó de sonar solo. Pasaron unos cuantos segundos más sin que nada sucediera.
–Ángeles, pasa. Te quiero presentar a unas personas.
–La puerta está cerrada –respondió con apenas un hilillo de voz.
–No hace falta que esté abierta. Ya te conté que podías atravesar las paredes y las puertas si querías. Puedes entrar aquí, con nosotros.
–Vale.
Varios segundos pasaron más sin que nada sucediera. Alicia decidió ir a buscarla pero se paró en el último momento. Unos dedos pequeños surgieron en mitad de la puerta. Inmediatamente después desaparecieron.
–Lo estás haciendo muy bien. ¡Sigue! Ahora todo el cuerpo.
Los mismos dedillos volvieron a asomarse y, por una segunda vez, se retiraron. Un instante más tarde, y de un salto, apareció el fantasma completo de una niña. Tenía las manos tapándose los ojos. Su pelo liso y largo se le vino a la cara. Lentamente separó sus dedos y retiró sus manos de la cara para poder ver quién estaba allí con ella.
–Muy bien. Lo has hecho solita y muy bien.
–Yo quiero irme con mi mamá –le dijo a Alicia.
–Ahora volvemos con ella. Antes te voy a presentar a unas personas que nos van a ayudar, ¿vale? –Alicia se agachó para ponerse a la altura de la niña y fue apuntando con su mano libre a los que estaban allí–. La niña que es de carne y hueso es Roberta, mi hija. Ella te puede ver. Y es la que nos va a ayudar a las dos, ¿de acuerdo? –Ángeles asintió–. El fantasma del hombre más mayor es el abuelo de Roberta. También nos va a ayudar, ¿vale? La mujer es la Señora Marcelina, que era nuestra vecina. Y el otro hombre es el Señor… Manolo, creo. Tanto el abuelo como la Señora Marcelina y el Señor Manolo son fantasmas, como tú y como yo. Entre todos te vamos a cuidar y a querer muchísimo.
Alicia se levantó y se dirigió a los allí presentes. La señora Marcelina se quedó un tanto pensativa.
–Y esta niña es Ángeles y necesita vuestra ayuda. Yo también la necesito. ¿Nos ayudarás, Titina?
–¡Claro mamá! ¡Qué cosas dices! Pero llámame Betty, porfi. Me gusta más.
–¿Desde cuándo quieres que te llamen Betty?
–Desde siempre, mamá. Es que no te enteras.
–Vale, vale, como quieras.
–¡Ya está! –La señora Marcelina interrumpió–. Ya sabía yo que esta mocita me sonaba. Es Ángeles… ¿cuál es su apellido? Carrero, Carreta, Carrera, algo así. Debe contar con unos ocho o diez años y acaba de tener un gravísimo accidente a caballo. Es, bueno era, la hija de un tal Fermín Carpeta, ¿cómo es?, ese que montó las tiendas de ropa que tienen éxito en todo el mundo. Tengo el nombre en la punta de la lengua. Mi memoria no es ni la sombra de lo que fue. Tenía que haber tomado más rabos de pasas. El nombre de la empresa es Exe, o Exo, algo así. ¡Qué difícil de pronunciar, leñe! Aunque no sé por qué le ha ido tan bien. Me parece toda la ropa de ahora es horrible. ¿Dónde han quedado las rebequitas castas? ¿Y los vestidos por debajo de la rodilla? Ahora todo son pantalones vaqueros rotos y camisetas deshilachadas. En mis tiempos cuando se rompían se tiraban o eran para trapos. ¿Se creen ustedes que ahora se los rompen a propósito? ¡Dónde vamos a ir a parar!
–Señora Marcelina… –dijo Alicia.
–Uy, sí, que me desvío. Pues resulta que este tal Fermín murió hará un año o algo así. Se publicó en todas las revistas. Y la madre de esta niña es Sira, la elegantísima y un tanto pizpireta Sira Barón, es la que sale todos los días en los programas del corazón. Siempre después de la novela me veo las noticias del corazón. Me relajan, ¿sabe usted? –dijo agarrando al señor Manolo por el antebrazo. Alicia carraspeó y ella la miró contrariada–. No se lo pierdan ustedes. Ahora viene lo mejor. El caso es que un año antes de la muerte del marido se separó de él para irse con un entrenador, que no sé muy bien qué es eso, algo del ejercicio me supongo, pero que está con ella por el dinero claramente. Las perras son la clave de todo, porque hay una guerra por la herencia en la que está implicada tanto la familia del padre como de la madre. Claro está, la herencia es de varios miles de millones de pesetas. Yo, a mí los euros estos modernos no se me dan bien con cantidades altas. Para el pan, la leche y eso bien. Pero para más, me pierdo, lo siento. En fin, que hace un par de días esta niña tuvo un accidente a caballo y… ¡ahora está muerta!
–Me he perdido completamente. ¿Podría repetir? –preguntó pensativo el abuelo.
–Pues que está muerta. ¿No lo ve? Como usted y yo. Mu… er… ta.
Ángeles al oír esto miró a Alicia, frunció el ceño y se puso a sollozar.
–Señora Marcelina, ¡por Dios! –Intervino Alicia–. Aún no ha asimilado bien su nueva condición. Un poco de respeto.
–¿Ya no voy a volver a montar a caballo o jugar con mi mamá?
–Pobre. Ángeles, cariño –Alicia se agachó de nuevo para hablar con ella cara a cara–, ya lo hemos hablado. Lo que pasa es que no te ven. Pero tú sí que puedes verles a todos. También a tu madre, aunque ella no te vea, y puedes acompañarla. Y me tienes a mí y ahora tienes a toda esta gente que vamos a cuidar de ti y vamos a estar contigo para que no estés solita. Además, ahora puedes jugar a otras cosas chulis como atravesar puertas.
La niña asintió, pareciendo un poco más calmada, pero una lágrima se le escapó deslizándose por la cara. Roberta se acercó a Ángeles, y le tocó la cabeza.
–Yo quiero ir con mi mamá.
–No llores, niña. Soy Betty, y voy a ayudarte en lo que pueda. –Y entonces miró a su madre.
–Hija mía. –Se puso seria y tapó con sus manos los oídos de Ángeles–. Creo que la han asesinado.
Se hizo el silencio. Esas palabras crearon una cascada de reacciones entre los allí presentes, desde el abuelo Prudencio y el Señor Manolo, que dieron un paso atrás hasta un gesto de asentimiento de la Señora Marcelina queriendo expresar algo así como que ella ya se lo estaba imaginando.
Pero, sobre todo, afectó a Roberta. Su cuerpo se quedó un tanto rígido y su cara se volvió pálida de repente, más blanquecina de lo que era normalmente. Se dio la vuelta, dando la espalda a los fantasmas y se apoyó en uno de los tres lavabos que había en los servicios. Notó el frío de finales de marzo dentro de sí. Se miró al espejo y suspiró al comprobar que los espíritus no se reflejaban en él. Por un momento, le pareció estar sola. Fijó su mirada en un grano que le acababa de salir en la mejilla. Se lo tocó un momento y luego se metió los dedos en el pelo para intentar ahuecar su melena castaña rizada y un tanto alborotada. Respiró hondo y giró la cabeza.
–Pero, mamá. No sé si os voy a poder ayudar. No sé lo que tengo que hacer. Nunca he ayudado a un fantasma que hubiese sido asesinado. ¿Qué pasa si la cago? ¿Y si me encuentro con el asesino?
–¡No! ¡No te vas a encontrar con ningún asesino! ¡Por encima de mi…! –Hizo una pausa–. Solamente quiero que hagas una cosita fácil. Llamar al Inspector González de la Policía y hablar con él. Es el que lleva la investigación. Yo misma lo haría, pero no puedo.
–Vale, si es eso solo, lo haré –respondió recuperando la calma y después de respirar hondo–. ¿Y qué le tengo que decir?
–Que tienen que parar la incineración del cuerpo de Ángeles. –Esta empezó a sollozar de nuevo y agarró con fuerza la mano de la madre de Roberta–. Están a punto de hacerlo y creo que podría destruir alguna prueba. Por eso hay que pararlo.
–¿Por qué?
–Por dos motivos, el primero porque ella recuerda que en el accidente a caballo sucedió algo raro, alguien azuzó a su caballo de tal manera que se encabritó y ella se cayó.
–¿Quién diantres es ese alguien? –interrumpió el abuelo.
–No lo sabe o no se acuerda. Esa es la cuestión.
–¿Y el segundo motivo?
–El segundo motivo es algo más complicado de explicar. Después de que yo…, bueno –tragó saliva–, falleciera, aparecí en una habitación. Notaba algo extraño en mí pero al principio no sabía de qué se trataba. Estaba completamente desorientada y apenas podía reconocer nada. Para mí todo estaba borroso, como en mitad de una niebla espesa. Después de un momento de angustia, distinguí una cama un tanto especial con aparatos alrededor. Y supe que estaba en un hospital. Esa cama estaba vacía, así que salí de la habitación y me di cuenta de que era de noche. Un fluorescente emitía un molesto zumbido y apenas iluminaba un pasillo sin nadie recorriéndolo. Salí a la entrada del edificio y ahí me sucedió algo muy raro. Una persona se dirigió hacia mí y me atravesó sin detenerse. De repente, lo extraño que notaba en mí me quedó completamente evidente. Era un fantasma y, por lo tanto, había muerto.
–¿Y no sabes quién era ese hombre?
–No, hija mía. ¡Ojalá! Si lo supiera te lo diría. Pero esa sensación de que podrías ser tú es la que me hace no separarme de ella y ayudarla ahora mismo. Con el tiempo, poco a poco, fui aclarando mi vista y empecé a comprender algo más la situación. Vi entonces al Inspector González, el policía. Fuimos tras él y llegamos a una especie de residencia hospitalaria donde estaba la madre de Ángeles y, desde entonces, no nos hemos movido de allí. Así nos hemos enterado de que no saben el motivo real de su muerte, dicen que su corazón se paró de repente. Y como no han encontrado nada raro en la autopsia, la quieren a incinerar. Así que tenemos que impedirlo como. Estoy segura de que la han asesinado.
–¿Y cómo lo hacemos?
–Roberta, llama al inspector y dile lo que te he contado.
Roberta se dio la vuelta, y regresó al lado del inodoro a coger su bandolera donde tenía guardado el móvil. Lo sacó y vio que tenía una llamada perdida e innumerables mensajes de sus amigas. Eliminó los avisos y se dispuso a llamar.
–¿Sabes su número?
–No lo sé, pero busca el de la Comisaría de Chamberí. Trabaja allí.
Roberta buscó rápidamente el número y le dio al botón de llamada. Se puso el aparato en la oreja y escuchó el tono de llamada.
–Policía, ¿dígame?
–Hola, quería hablar con un policía.
–¿Su nombre?
–Roberta.
–No. El del policía con el que quiere hablar.
–Inspector…
En ese preciso instante la puerta de los servicios se abrió de golpe. Dos niñas de la edad de ella entraron sin llamar. Eran las Carmedes. Ambas vestidas muy parecidas, unos vaqueros cortos que dejaban los tobillos al aire, a pesar del todavía frío que hacía en la calle, y una chaqueta tipo bomber. Llevaban también recogido todo su pelo en un moño alto y dos grandes aros de pendientes, que se movían al andar.
–¡Betty! Ya te decía yo que estaría aquí. ¡Qué difícil eres de encontrar! Te hemos whatsappeado no-se-cuantas-veces y te hemos hasta llamado, tía. Se te ha ido la olla, ¿o pasas de nosotras? –Mercedes no esperó contestación para continuar–. Apenas nos queda recreo ya. Y te tenemos que contar algo súper importante. Se te van a caer las bragas cuando lo oigas. ¿Con quién hablas? ¿Con tu padre? Pasa y escúchame. Tengo la piel de punta. –Se levantó la manga para enseñársela.
–El pelo. Se dice el pelo, ¿okis? –apostilló Carmen.
–Bueno, el pelo o lo que sea. Pues no veas, estoy flipando que no veas. ¿A que no sabes qué ha pasado?
–Eh… no.
–¡What the.., qué grano te ha salido en la cara, Betty! –gritó Carmen y Roberta se tocó inmediatamente la mejilla–. Es súper, mega grande. Le puedes poner hasta un hagstag… #Bettigranazo. ¡Ja!
Roberta no supo qué decir. Miró a su madre que le urgía seguir con la conversación del teléfono pero solo pudo resoplar cuando volvió a mirar su teléfono y comprobó que la habían colgado.
–Pasa, tía y mira mi móvil –interrumpió Mercedes enseñándole su teléfono a Roberta y gritó–: ¡Ahhh!
–¿Qué es?
–Jo, pues qué va a ser –apuntó Carmen–, que Richard, el de segundo de bachillerato, el rapero tan cool, la sigue en el Insta y le ha puesto un like en su última foto. ¡De aquí a que les shippeen hay solo un paso!
Carmen y Mercedes se dieron la mano y, con la que les quedaba libre, cogieron las de Roberta formando un triángulo equilátero perfecto y empezaron a saltar mientras gritaban al unísono “Ahhh”.
–No he entendido ni palabra, lo juro por mis muelas que no tengo ni la más repajolera idea de lo que hablan –se quejó el abuelo en alto–. ¿Alguien me lo explica?
Los demás fantasmas se encogieron los hombros. Carmen y Mercedes no le escucharon, por supuesto. Después de un momento de un momento de jolgorio máximo, se pararon.
–Tía, no te veo muy contenta. ¿Estás de bajón o empaná por el examen? –le recriminó Mercedes.
Roberta las miró, giró la cabeza para ver a su madre y dedicarle una mirada de impotencia antes de responder.
–Es que la persona con la que hablaba me ha colgado. –Alicia agachó la cabeza un tanto resignada.
–Buah, tía. Pasa y alégrate por mí.
–Sí, tía. Claro que me alegro –aunque la expresión de su cara no acompañaba a sus palabras.
–Creo que lo que os pasa a las dos es que me tenéis envidia. A vosotras no os sigue en el Insta. Y ahora… mirad lo que tengo. –Mercedes buscó en el bolsillo de su cazadora y sacó un objeto–. Esto es un gloss. Se lo he robado a mi madre.
Mercedes se apoyó en el lavabo, se acercó al espejo, abrió el lip gloss y se lo puso en los labios con delicadeza. Mientras, Alicia se acercó a Roberta y le susurró al oído que no pasaba nada.
–¿A que me hace más mayor? Parece que tengo casi diecisiete.
–¡Súper trendy! Pero, ¿te vas a pintar los labios para ir al examen de maths? –preguntó Carmen.
–Claro, y a la salida intentaré cruzarme con Richard –Mercedes dibujó en el aire un corazón con sus dedos.
En ese momento retumbó en todo el colegio el timbre que indicaba el final del recreo.
–¡Vamos que llegamos tarde y estamos súper lejos de clase! –Carmen y Mercedes cogieron a Roberta y la empujaron fuera del servicio. Ella se deshizo de sus ataduras, se volvió y recogió la bandolera y la chaqueta. Miró a su madre de nuevo.
–No te preocupes. Haz el examen tranquila. Luego nos vemos en casa y le llamamos. Y, por favor, Titina, digo Betty, no le digas nada a tu padre. Te quiero mucho.
–Y yo, mami. Mogollón –dijo en bajito Roberta y se volvió hacia donde estaban sus amigas, pero se empezó a agobiar. Las ecuaciones se desvanecieron de su mente empujadas por los recuerdos de su madre y por las preocupaciones sobre el asesinato de Ángeles.
–¡No te olvides del #Bettigranazo! –Rio Carmen–. Anda, deja de poner esa cara de acelga podrida y let’s go. A ver si nos van a catear por llegar tarde.
Sinopsis:
Roberta es una niña que tiene la capacidad de ver fantasmas y le gusta ayudarles por cualquier motivo, hasta que, justo antes de un examen de matemáticas, ve a su madre, recientemente fallecida. Esta le pide su colaboración con otro espíritu, el de una niña llamada Ángeles, que ha sido asesinada. Así se embarcan las tres en una aventura para desentrañar la madeja y encontrar al asesino de Ángeles.
Roberta y sus fantasmas es una novela para todos los públicos, pero dirigida quizás más a un público juvenil, donde se mezclan fantasmas y asesinatos, aventuras y elementos sobrenaturales con bastantes elementos cómicos.
Espero os haya gustado y que queráis seguir leyéndolo.
¡Votadme!
OPINIONES Y COMENTARIOS