La esencia oculta: la Torre del Peregrino

La esencia oculta: la Torre del Peregrino

Sinopsis

«Son de ceniza los huesos

de la mano que alimenta a las hienas.

Son de ceniza tus huesos,

tierna y fría tu voz en la niebla».

De la última dinastía solo queda el eco de sus tumbas; el tiempo en que la supervivencia se ganaba con acero ha sido olvidado. Desde hace siglos la nobleza vive postrada y los castillos no son más que meras estatuas. Yvreska sangra, se asfixia bajo el yugo de la Liga de Comercio.

En esta tierra de usureros, Zinnia desempeña labores secretas en una orden muy antigua, Blazh disfruta de sus privilegios como recaudador de impuestos y el anciano Yllan lucha por sobreponerse a las penurias de un mercader honrado. Aunque los tres experimentan las consecuencias de la desigualdad de un modo muy distinto, sus vidas gozan de relativa armonía; hasta que el pilar que las mantenía en equilibrio comienza a tambalearse.

Traición, sacrificio, mentiras, corrupción, bandidaje… Zinnia, Blazh e Yllan tomarán caminos distintos sin saber que no son dueños de sus decisiones. El viaje concluirá con su encuentro en el misterioso lugar del que hablan todas las leyendas: la Torre del Peregrino. Solo aquel cuya esencia resista la tentación oculta será libre para elegir entre enfrentarse a la Tiranía… o someterse a ella.

El aroma de las frambuesas

El cuenco de frambuesas arrojaba un aroma fresco y dulce por la habitación. Zinnia sentía el amanecer, su calor a través de la ventana, mas prefería ignorarlo mientras se enjuagaba sus rizos ígneos en la jofaina. Aspiró. El olor del valle, como algunos episodios de su historia, no había dejado de perseguirla desde que abandonó la posada. De aquello hacía casi dos décadas: acababa de ser nombrada Centinela de los Cien Vientos cuando, por imposición del Consejo, se vio obligada a olvidar a su familia para custodiar el Bosque de los Enebros. Y ahora, más por desgracia que por consuelo, volvía a respirar la fragancia de la tierra que antaño fuera su hogar.

Después de recoger el zurrón y comprobar que su daga estaba bien sujeta por el cinto bajo la ropa, salió del dormitorio. El pasillo terminaba en la escalera por la que descendió a la planta baja. Esparcidas por aquí y allá, varias pilas de troncos mohosos y mesas sin vida tachonaban la estancia. El polvo dormitaba en la barra, ocluía las grietas de las paredes. Zinnia añoraba el bullicio de las conversaciones que en otra época se atropellaron en esa sala, los gritos de los parroquianos cuyas jarras no se llenaban a la velocidad que ellos querían. La posada gozó de una fama muy distinguida en el sur, siempre estaba en boca de mercaderes y lugareños, pero aquella reputación se había tornado en taburetes vacíos. Perdida en el pasado, la pelirroja se dirigió a la puerta trasera y la empujó apoyándose en el tirador. La niña que disfrutaba con las historias de los comerciantes de tránsito había muerto, aunque persistían algunos retazos en su mente adulta: unos por desgracia muy vivos y otros difusos cual reflejo en las aguas turbias de un lago.

Fuera, la hierba se mecía con la brisa del valle. Zinnia continuó por un sendero natural hasta las caballerizas; en una de las cuadras la esperaba Areth, un corcel de pelaje castaño. Antes de que ella abriese la barrera, este le rozó la mano con el hocico. Recogió del suelo el equipamiento que había reunido el día anterior y, sin demorarse, se concentró en preparar el caballo. La tarea le ocupó más de lo esperado, pues, aun cabalgando con frecuencia, llevaba una eternidad sin ensillar una montura. Una vez tuvo ajustadas las correas con firmeza, se sirvió de los estribos para subirse. Le acarició el cuello y a trote lento lo guio por un camino que rodeaba el albergue hasta el porche de la entrada.

La posada se ubicaba en la ladera de una loma salpicada de frambuesas y cipreses; sobre las coníferas descollaba un haya cuyas ramas se extendían paralelas al terreno. Zinnia detuvo el caballo y se quedó mirando el árbol. Los recuerdos la sacudieron con la contundencia de un golpe de viento, imágenes que creía olvidadas: noches en vela aspirando el aroma de las montañas, juegos y canciones cuyo eco perduraba en su memoria… y mucho dolor. A la sombra del haya había encontrado un refugio después de que asesinaran a su madre, una guarida donde la pena y la soledad la llevaron a descubrir su propia esencia.

Zinnia arrancó una hoja de tonalidad parda y la guardó en el petate. A pocos pasos había un cartel de madera. Más allá, hacia el sur del valle, se hallaba una encrucijada. Casi todos los caminos serpeaban siguiendo trayectorias diferentes hacia una depresión bañada por los cauces de varios ríos. Casi todos, a excepción de uno: un sendero que atravesaba las aldeas de las montañas del oeste entre árboles desnudos. Sus ojos se posaron en el final de aquella senda, en una ciudad que emergía de entre la lluvia y la bruma: Milaguas.

De repente escuchó un chirrido a la espalda y se bajó del caballo. Con los ojos tan entrecerrados que daba la impresión de estar dormido, Normund avanzaba por el porche ayudado de su bastón. Cuando alcanzó el pretil, apoyó el cayado a la derecha y se sujetó a la baranda. Tenía varices en los antebrazos, arrugas por todo el rostro, y en la mano izquierda sostenía una jarra de madera.

—Buenos días —saludó Zinnia a su padrastro a medida que se acercaba a él.

—¿Te marchas?

—Ya tendría que estar en camino. —Giró la cabeza hacia el caballo—. Supongo que no te importa que me lleve a Areth.

El hombre le dio un sorbo a la jarra y la dejó en la balaustrada.

—No debería… —titubeó. Por los labios le resbaló un jugo entre rojo y púrpura que le confería a su aliento un aroma fresco y dulce—. No debería habértelo pedido.

—¿Todavía sigues con esas? Si no lo hubieras hecho, me habría enterado tarde o temprano y mi decisión habría sido la misma. Te lo debo por cómo me has tratado. —Hizo una pausa—. Por cuidar durante tantos años de mi madre.

Al anciano le afloraron lágrimas en unos ojos que habían perdido el brillo.

—Istar, mi dulce Istar. —Las manos le temblaban—. Zinnia, no vayas. Quédate, te lo ruego. Ya solo te tengo a ti.

—Eso no es verdad. Encontraré a Torel. Te lo prometo.

—Sin tu hermano… ¿qué me queda? —balbuceaba—. ¿Qué…?

De manera involuntaria Normund golpeó con el codo la jarra, que rodó por el suelo hasta chocar contra uno de los puntales del pórtico. Mientras el zumo de frambuesas se escurría entre los tablones, el anciano rompió a llorar. La angustia se acentuó en su rostro, despedazado por las primeras puñaladas del sol. Zinnia lo abrazó por detrás.

—¡Cálmate!

Las moscas apenas tardaron en acudir al dulce aroma de las frambuesas, en congregarse en torno al charco sanguinolento que teñía la hierba de escarlata por debajo del porche. Areth removía la tierra con la pezuña junto al cartel de la posada: «Bienvenidos a La Jarra sin Fondo».

Ratas y putas

No paraban de subir y bajar barriles por las rampas de los muelles de Corcesca. Los barcos luchaban por un lugar junto a alguna pasarela que facilitara a la tripulación la descarga de la mercancía. Casi todos los botes ligeros marchaban hacia los fondeaderos repartidos por la ciudad; solo algunos persistían en la labor de anclar entre los inmensos galeones que acababan de llegar del océano.

Blazh se recostó en la silla desde la que presidía el puesto de las aduanas. Por una de las muchas pilas de monedas acumuladas sobre la mesa trepaban los rayos del alba. Los manifiestos de las embarcaciones se estremecían bajo los sellos de Ulfgard y Markus, sus dos ayudantes, que con cada estampado hacían más grandes esas montañas de oro. El recaudador cerró los ojos, inspirando el olor del lacre. Entre los graznidos de las gaviotas le llegaban uno tras otro los golpes de los sellos. Abrió los ojos y sonrió a uno de sus hombres, firme delante de la mesa junto al resto de su escolta. Era una mañana magnífica.

—Ojalá sigamos así durante mucho tiempo.

—¡Esto es insufrible! —le replicó Ulfgard, sentado a su derecha—. ¡No puedo parar ni para rascarme la barba!

—¿Queréis que le solicite a la Liga vuestro traslado?

—¿Para que nos envíen al oeste y no volvamos a ver el sol? —bufó el joven Markus haciendo aspavientos con una mano desde el otro extremo de la mesa—. ¡No, gracias! —Su labor se reducía a lacrar los manuscritos de los barcos de tránsito.

—¡No os quejéis! —les reprochó el recaudador—. En unos años tendréis los dobres suficientes para retiraros de por vida. Solo espero que este mundo no os consuma como a mí o al viejo Drein. —Le dio un capirotazo a una moneda de cierto valor, que se cayó por el borde de la mesa—. En fin, volvamos a lo que importa. Creo que no se me quebrarán las manos por ayudaros. ¿Cuál os toca ahora?

—Creo que es el turno del Madre de los Vientos —dijo Markus mientras apartaba las decenas de manifiestos desperdigados por su lado de la mesa—. A ver si por aquí… ¡Ajá! —Alzó un papel de color amarillento marcado con un sello que representaba un guantelete de metal—. Es un barco de la milicia.

—¿Quién lo capitanea?

—Según esto, el teniente Smethurst —confirmó el muchacho sacudiéndose el sudor de sus cortos cabellos negros.

A Blazh y a Ulfgard se les escapó una risotada.

—¿Qué ocurre? —inquirió el joven ayudante—. ¿Lo conocéis?

—Tuvimos algunos percances con él en el Paso de los Cuchillos —respondió Ulfgard—, aunque dudo que se acuerde de nosotros: por entonces éramos más jóvenes… ¡y también más estúpidos!

—No parece que transporten gran cosa aparte de algunas armas —resumió Markus después de echarle un vistazo al manifiesto del barco.

—Algo habrá —aseveró Blazh—. Siempre lo hay.

Seis soldados atravesaban la multitud aglomerada en los muelles hacia las aduanas. Por encima de sus cabezas destacaban las plumas de los yelmos, teñidas de negro y granate en franjas horizontales, y la púa de sus alabardas. Los escoltas de Blazh se hicieron a un lado para dejarlos pasar. De todos los milicianos, solo uno, el de aspecto más curtido, dio un paso al frente. El recaudador arrugó la nariz, olfateando el aire: la comitiva olía peor que la más inmunda de las caballerizas.

—Vos debéis de ser el oficial al mando —señaló—. Si nuestros documentos están bien, el teniente Smethurst.

—Lo están —corroboró él con un cierto deje de superioridad.

—Bienvenidos a Corcesca. —Blazh se puso de pie para estrecharle la mano y, con la elegancia de un aristócrata, se dejó caer otra vez en su asiento—. Markus, déjame ver el manifiesto.

Su ayudante le entregó el documento.

—¿Qué mercancía transportáis? —Fingió revisar cada letra del escrito.

—Nada que sea de gran interés.

—Toda mercancía es importante para nosotros —repuso el recaudador con una modestia muy bien aparentada.

El teniente resopló con desdén.

—Si insistes… Casi todo son víveres. También hay armas del ejército: espadas, escudos, arcos… Y sobre todo mucho estiércol. Hace varias jornadas sufrimos una fuerte marea en el Océano de las Lanzas y los caballos han dejado las cuadras de los pisos inferiores en un estado lamentable.

Los labios de Blazh se curvaron hacia arriba, su barba dorada le perfilaba las comisuras.

—Supongo que tendréis los víveres y las armas en regla.

Smethurst sacó varios papeles arrugados de uno de los costados de la coraza y se los entregó.

—Conservas en salazón, carne, pescado y otros tantos barriles de cereales… ¡Escudos paveses, vaya! —Cotejó uno a uno los papeles del teniente.

—No pierdas el tiempo: está todo en orden.

—¡Oh, sí, lo está! —admitió Blazh—. Pero me temo que no puedo permitir que los animales bajen del barco, lo lamento.

La decisión desconcertó a Smethurst. Algunos de los soldados que lo acompañaban insultaron al recaudador, cuya guardia, compuesta por más de una docena de hombres, reaccionó rodeándolos.

—No te estoy pidiendo permiso —aclaró el miliciano con desprecio.

—No os lo toméis como algo personal, es por la salud de los habitantes de Corcesca. ¿Quién me asegura que vuestros caballos no están enfermos? No serían los primeros animales que desatan una epidemia en una ciudad.

Con una sonrisa tan amplia como displicente, Blazh alzó la mirada. En respuesta, el teniente barrió la mesa de un manotazo. Los papeles saltaron por los aires, acompañados del tintineo de los montículos de dobres al desmoronarse.

—¡Mis animales no están enfermos! —vociferó golpeando la mesa con el puño.

Se atropellaron los agravios y las injurias, que ya no salpicaban solo a Blazh. Con los dedos sobre la empuñadura de sus espadas envainadas, los escoltas del recaudador cercaron a los soldados del ejército. Blazh alzó una mano para detenerlos y desvió la atención hacia Smethurst, que reanudó la discusión.

—Mis animales van a bajar del barco, escoria de la Liga, te guste o no. Y van a bajar ahora.

—Eso no va a pasar sin mi consentimiento y, si seguís así, solo conseguiréis que me quede con toda vuestra mercancía.

Se acentuó el vocerío.

—¿Por quién me tomas? Yo no soy uno de esos comerciantes a los que puedes exprimir como te apetezca. Soy un teniente de la Milicia de Yvreska y aquí, en estos muelles de mierda, la maldita autoridad soy yo. ¿Lo entiendes?

—Creo que vos sois quien no entiende nada. Quizá no sepáis con quién estáis hablando.

—Sé más de lo que te crees. Me han hablado de ti, mis hermanos del cuartel ya te conocían. «Ten cuidado con la rata», me decían, «es peor que las putas porque él no te relaja la polla: solo le importa tu dinero». Y a mí no me vas a joder, ra-ta —enfatizó.

Los soldados del ejército golpearon los tablones del suelo con las alabardas. Contra sus cascos estallaba el aliento de los guardias de Blazh, quien no los detuvo en esa segunda ocasión. En lugar de contenerlos, optó por levantarse con una parsimonia exagerada. Puso las manos en la mesa y se inclinó sobre Smethurst: le sacaba casi una cabeza. Sus ojos verdes, henchidos de soberbia, lo examinaron.

—Yo también sé muchas cosas de vos: varios compañeros míos os recordarían si los gusanos no se hubieran comido sus entrañas. Los sacos de dobres, los ríos de sangre, los carromatos incendiados… ¿Qué dirían vuestros superiores si supieran esas historias sobre asaltos y mercaderes acuchillados? Y lo que es peor: ¿qué diría el nuevo Procurador de la Liga de Comercio? ¿Creéis que seguiría destinando tantos fondos al ejército si se enterara?

Smethurst estrechó con fuerza su alabarda. Le vibraban los ojos y en la carne seca de los labios se le clavaban los dientes. La armadura no era suficiente para contenerle el ritmo de la respiración, la celeridad de las pulsaciones. Blazh continuó tras marcar una pausa para que sus palabras calaran hondo en el teniente.

—Os plantearé esto sin formalidades para que me entendáis mejor. —Carraspeó—. Si quieres que siga siendo yo el único que conozca esas historias, harás lo siguiente. Primero vas a dejar sobre la mesa una moneda de oro por cada uno de mis compañeros que asesinaste. Quizá sus vidas valieran mucho menos que eso, pero es un precio razonable para saldar la deuda. —Se inclinó un poco más y habló en un tono grave—. Después dejaré que os llevéis de mis muelles el olor a mierda que arrastráis y vuestra maldita mercancía; aunque, como pago por vuestra falta de respeto, me quedaré con algunos caballos: aquellos a los que no les corte la cabeza. ¿Qué te parece? ¡Uy, mis modales! —Volvió a aclararse la garganta—. ¿Qué opináis, teniente?

Ni siquiera los crujidos del astil disuadieron a Smethurst, dominado por la furia, de apretar todavía más la alabarda. Los escoltas de Blazh, que superaban en número por tres a uno a los soldados, deslizaron las espadas fuera de las vainas. Al escuchar el sonido de los aceros, Smethurst relajó el gesto poco a poco…

Los golpes de las alabardas se debilitaron hasta cesar al unísono. El teniente agarró una bolsita de piel que le colgaba del cinto y sacó un puñado de dobres de oro.

—Esto no va a quedar así —agregó cuando los dejó caer sobre la mesa.

Blazh los recogió.

—No sé si seré peor que las putas —suspiró—, pero me gusta cabalgar tanto como a ellas.

Vendrán tiempos mejores

Las sombras de las casas pincelaban la calle al abrigo del silencio. Unas contra otras, las construcciones se apretaban como cientos de libros en una estantería. La humedad dibujaba en sus fachadas rostros fúnebres que parecían asustar al sol, pues apenas asomaba entre los tejados. Yllan caminaba encorvado con sus manos nudosas y enjutas bajo las mangas. Con cada paso sacudía la cabeza, la retorcía desbordado por un recuerdo hiriente. Tres años atrás, tal día como ese, encontraba a su hijo y a su nuera degollados en su propia casa. Desde entonces, la Liga de Comercio no cesaba de hostigarlo.

Con la muerte de su hijo, el anciano heredó una deuda que lo obligó a encarecer los artículos de su tienda para recuperar su economía; aunque esa medida, al contrario de lo que esperaba, solo le ayudó a perder clientes. Sus ingresos decayeron con gran celeridad, mientras los aranceles a negocios pequeños no dejaban de crecer. Poco a poco se hundió en la pobreza y el plazo que la Liga le había concedido para estabilizar su situación se convirtió en un obstáculo insalvable.

El empedrado desembocaba en una escalinata que descendía entre naranjos; por la baranda se extendían los vestigios del relente de la noche. Conforme Yllan bajaba los peldaños, crecía un murmullo, el cual no tardó en volverse ensordecedor. Logró ver los últimos escalones entre las ramas de un árbol rociado por un tímido rayo de luz. Escasas zancadas después, al doblar un recodo, los bostezos del alba lo cegaron.

Edificios erigidos sobre pórticos y arcadas rodeaban una plaza donde se elevaba un monolito. De la base de tal roca, que ridiculizaba todo a su alrededor, partían múltiples calzadas atestadas de mercaderes. Yllan recorrió la galería del perímetro hasta llegar al cartel que indicaba el nombre de su tienda: El Arca del Pirata. El aspecto desvencijado del local, con los postigos de las vidrieras cerrados a causa de los recientes robos, ahuyentaba a quienes le ofrecían un instante de atención. El anciano extrajo una llave de uno de los bolsillos de sus calzas; la introdujo en cada una de las tres cerraduras y empujó la puerta hacia dentro.

El sol se apresuró a irrigar el vestíbulo cuando abrió las ventanas. Mesas y estanterías dividían el lugar en secciones; sobre algunos tableros se alineaban figuras de madera muy extrañas, como las piezas de un juego arcaico, aunque la mayor parte de las baldas solo exhibían polvo. Yllan fue directo al mostrador del fondo, sobre el que descansaban una pluma con su tintero y varios trozos de papel. En una de las notas escribió «una nieta preciosa» y tras ponerla encima del resto, que permanecían en blanco, cuadró la pila.

Sin interrumpir su tarea, se agachó para inspeccionar uno de los cofres situados delante del mostrador: el interior estaba vacío. Levantó la tapa de otro y metió la mano, sin hallar tampoco lo que buscaba. Un bufido escapó de entre sus labios secos:

—¿Dónde habrá una? —murmuró rascándose su incipiente barba.

—¿Es buen momento? —La voz ronca de un hombre resonó desde la entrada.

Yllan dio un respingo e, impulsado por un acto reflejo, agarró el asa de un tercer cofre en un intento inútil por no perder el equilibrio. Al caerse, volcó el arca: su contenido, una cajita de madera, rodó sobre las aristas hasta detenerse al pie de la estantería más cercana.

—Sí, pasa, pasa —dijo buscando la cajita con la mirada. Se incorporó y, después de sacudirse el polvo, se giró hacia el vestíbulo.

El escaso brillo que retenían los ojos grises de Yllan se apagó. Thalesso, el Procurador de la Liga de Comercio, sostenía en la mano derecha un pergamino enrollado. Vestía ropas solemnes; una bolsa de monedas le colgaba del cinto y en la pechera de la camisa, negra como el basalto en las profundidades de un volcán, lucía el emblema de la Liga: un galeón en el océano.

—¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?

—Hace trece semanas, día arriba, día abajo —Yllan mintió intentando no sonar desesperado, llevaba la cuenta exacta.

—Día arriba, día abajo —Cerró la puerta de la tienda—. He estado fuera de la ciudad atendiendo determinados asuntos, el creciente tránsito comercial por Corcesca me mantiene más ocupado de lo que quisiera. En fin, ¿qué remedio cabe? —Avanzó hacia el interior—. Vendrán tiempos mejores.

—Vendrán tiempos mejores —repitió el anciano, nervioso.

El Procurador se tomó unos instantes de pausa. La prominencia de su mandíbula le hundía las cuencas en el rostro; la barba, apenas una pelusa negra que le rodeaba los labios, convertía sus cejas en espesuras. Mantenía las pupilas fijas en su presa, escrutando algo que solo él parecía ver. Esa expresión se revestía de un matiz cortante y frío cual espada recién templada en la fragua:

—Siéntate.

Yllan volvió a colocar en su sitio el baúl que había derribado, cerró la tapa y se sentó encima.

—¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó Thalesso.

—Sí… quería pedirte…

—No me interrumpas —soltó con desdén—. Has agotado mi paciencia. —Con un solo dedo, aflojó la cinta que enrollaba el manuscrito y se lo tendió a Yllan.

Este lo leyó y lo revisó una vez. Y otra. Y una más. Un escalofrío le estremeció el cuerpo. El pergamino se resbaló de sus dedos cuando la sacudida le atenazó los brazos. Los músculos de su cuello se vaciaron de sangre, aunque en esa ocasión logró apoyarse en una estantería para evitar una nueva caída. La Liga de Comercio se disponía a requisarle todos sus bienes para que su deuda quedase saldada: en tan solo tres días, él y su nieta Ayla no tendrían un techo bajo el que dormir.

—La Ley de la Liga me exige preguntártelo —y, con la arrogancia que le permitía su posición privilegiada, añadió—: ¿has comprendido y por tanto acatas este decreto?

El anciano alzó su rostro quebradizo hasta encontrar el inmisericorde del Procurador:

—Te lo imploro, no tengo nada… mi nieta… ¿No puedes concederme un mes más?

—Dioses, ¡llevas tres años de retraso! ¿Sabes las pérdidas que estás ocasionando a la Liga? Las concesiones que te hemos hecho han llegado a oídos de todos los comerciantes de Corcesca, tendremos suerte si no nos piden también que les demos el mismo tiempo para sus…

Yllan se abalanzó sobre los pies de Thalesso:

—¡Ayúdame, te lo ruego! No tengo nada, ¡nada! ¿Qué haré sin la tienda? ¿Y sin mi casa? ¿Dónde iré? ¿Y Ayla, qué pasará con ella? Nada. ¡Nada!

—¡Maldita escoria! —Se echó a un lado—. Da gracias de que tu nieta no haya perdido a la única persona que le queda. —Abrió y cerró la mano, simulando que aplastaba un insecto—. ¡Tendría que ahorcarte en la plaza! ¿Sabes cuál es la pena por contraer una deuda como la tuya? —Aguardó una respuesta, mas solo obtuvo gemidos—. No lo pienso repetir: ¿has comprendido y por tanto acatas este decreto?

—Ayla —sollozó—. Ayla… —Estiró los dedos, suplicando.

El Procurador dio un paso atrás.

La esperanza del anciano, pisoteada como los rescoldos de un fuego por el pie de un gigante, se apagó. Sus ojos se concentraron en la balda inferior de la estantería, donde se alineaba una cuadrilla de soldados. Uno de ellos enarbolaba el estandarte, el resto encaraba con picas a un ejército invisible. Bajo el anaquel divisó la cajita que había salido rodando del cofre; un regalo, junto con las notas de papel, para la pequeña Ayla: su propia cajita de deseos, el prefacio de una vida en la miseria.

—Sí… lo acato.

Thalesso se giró hacia la puerta, escupiéndole una reflexión final:

—Vendrán tiempos mejores.

Y se marchó envuelto en el tintineo de su faltriquera.

Las leyes de los grandes jugadores

«Estimado hijo,

Me he acostumbrado a la soledad. En absoluto me arrepiento de mi antigua vida entre mujeres y botas de vino, pero ya no estoy hecho para ella. Hubo un tiempo en que pensé que ese era mi mundo, que mis actos lo determinaban todo. ¡Qué iluso! Aquella vida no valía siquiera un mísero dobre y aun así siempre habrá alguien que le dé un valor incalculable.

Te escribo para decirte que mis contactos han visto a algunos hombres de la Liga merodeando por los distritos más oscuros de Álveo de Sentencia. Thalesso esconde muchos secretos. Pienso descubrirlos todos. De momento solo sé que está estrechando sus relaciones con dos de las cinco grandes familias: los Ungidos del Silencio y los Caballeros de la Luna Muerta.

Conozco la posición que te ha ofrecido en el puerto de Corcesca: ¡no te fíes de él! Solo te ha puesto ahí porque necesita a alguien que se haga cargo de sus asuntos más turbios. Querrá que seas su títere y cuando ya no le sirvas te sustituirá por otro, como hizo con el antiguo recaudador: como hizo con Milaguas. ¿Quién crees que orquestó la caída de la ciudad para beneficio de Corcesca?

Muy pronto tendrás más noticias mías.

Sé cauto».

Cuando terminó de leer la carta, Blazh la guardó con las demás entre las hojas de uno de los libros de la estantería: «El aroma de las Enseñanzas». Al otro lado de la habitación, Groth se repasaba los huecos de las encías con la lengua. El guardaespaldas tenía la mirada abstraída en un punto más allá de la ventana que amortiguaba los graznidos de las gaviotas.

—¿Cuánto tiempo llevaba sin escribirte? —le preguntó a Blazh.

—Un año, más o menos. —El pelo, liso y dorado como la llama de una vela, le caía a ambos lados del rostro—. ¿Qué puedes decirme de los Ungidos del Silencio?

—Poco —reconoció Groth—. Son una banda de asesinos, un puñado de bastardos que se mueven por dinero. Les da igual tener negocios con sus aliados que con sus enemigos, solo les importa que sus bolsillos pesen hoy más que ayer.

Blazh apoyó la espalda contra la estantería, caviloso. Su mandíbula apuntaba al techo, reforzado por vigas de madera en los puntos más resquebrajados.

—Tienen mucha influencia en el norte —continuaba el escolta— y más aún al oeste, en Fuentehelada. Allí son los dueños del mercado negro. Serían capaces de robarle la corona a un rey y venderla en su castillo, delante de sus putos consejeros, sin que se diera cuenta. Aunque aquí en Corcesca… —Ladeó la cabeza— serán cuatro o cinco perros.

El recaudador se separó de la estantería y empezó a caminar por la alcoba con las manos a la espalda:

—¿Y qué sabes de los Caballeros?

—Ellos no se mueven por dinero, solo por intereses… ya sabes, de política. Ni por todo el comercio que circula hoy a través de Corcesca pondrían su ojo en el sur. ¿Por qué embarrarse con la chusma si dominan Álveo de Sentencia?

Blazh interrumpió sus pasos para contemplar los muelles a través de la ventana. Los rayos del atardecer teñían las olas de sangre y los mozos se coordinaban, como hormigas en una colonia, para descargar los barcos que acababan de atracar.

—Sí, la capital es suya, pero mi padre nunca hablaba en vano: solo abría la boca cuando debía hacerlo.

—No sé si lo que has leído en esas cartas será verdad o lo que la mierda de los dioses quiera que sea. Tú conoces a tu padre mejor que nadie. Yo solo entiendo de cuchillos y de huesos rotos, por eso sé que más nos vale estar preparados. —Se rascó la cicatriz que le recorría el lado derecho del cuello, desde el mentón hasta la clavícula—. Si los puñales de las grandes familias se metieran en nuestros asuntos, no habría carros de sobra para recoger nuestros huesos.

Durante unos instantes el recaudador guardó silencio. Ya se había enfrentado años atrás a las grandes familias por la hegemonía del comercio y del contrabando al sur de Yvreska, pero un cúmulo de malas decisiones lo condujeron a perder no solo ese trono, sino también a su mujer, Amyra. Debía ser cauteloso y trazar junto al resto de sus hombres una buena estrategia para asaltar el imperio del mercado negro:

—Mira esto. —Abrió los brazos en cruz para abarcar la sala de forma momentánea—. El techo pronto se vendrá abajo, el hedor a tripas de pescado está incrustado en la madera, apenas podemos dormir por la algarabía de los muelles… Vivimos como jugadores pequeños. —Cerró el puño y lo agitó con lentitud—. Grandes familias, la Liga de Comercio… No podemos conformarnos con los caballos de unos vulgares milicianos, ¡la historia no se repetirá! Para recuperar lo que fue nuestro, hemos de adaptarnos a las reglas del juego.

—¿Las reglas del juego?

Los labios de Blazh adoptaron una sonrisa torva:

—Las leyes de los grandes jugadores.

El peor de todos los silencios

Caía un copioso aguacero. Zinnia había tomado la senda montañosa a través de las aldeas del oeste con la intención de revivir parte de su infancia a su paso: los talleres de cerámica donde los alfareros enseñaban el oficio, sus andanzas entre mercaderes en las ferias de comercio… Sin embargo, esos páramos diferían mucho de los recuerdos que atesoraba del valle. El paisaje solo estaba poblado por casas muertas e insectos que se alimentaban de barro. Lo más próximo a un indicio de vida eran los carromatos abandonados en las lindes del camino.

La Centinela se echó sobre los hombros la manta de su petate y atajó por una ruta que se desviaba hacia un repecho. Desde el promontorio admiraba todo el valle; al pie, abrazada por dos cordilleras, la urbe fortificada de Milaguas emergía tras la lluvia. La niebla impedía distinguir las calles y distritos, no así el mar por entre una angostura que formaban ambas sierras. Picando al caballo en las ijadas con suavidad, Zinnia continuó la marcha por la ladera de la montaña.

El retorno a esas tierras se había convertido en una dura penitencia para ella. Se sentía responsable de la desaparición de su hermanastro Torel. Pensaba que si lo hubiera ayudado en la posada, habría evitado que su padrastro la cerrase y quizá vivieran juntos ahora en La Jarra. Quizá, pero la prioridad de Zinnia siempre fue hallar a los asesinos de Istar. Esa carga pesaba demasiado en su conciencia y la empujaba a seguir la estela de la última palabra que su madre le susurró antes de morir: «Centinelas».

Cuando alcanzó la base del cañón, una luna verde y apagada derramaba su ánimo mortecino por el valle. La pelirroja continuó por la depresión hasta toparse con un precipicio; al final del puente de piedra que lo cruzaba se erguían las murallas de Milaguas entre niebla y lluvia. Un ejército de torres decrépitas ensartaba el adarve, sus sombras retorcidas devoraban el abismo como los colmillos de una bestia que llevase siglos sin alimentarse. Zinnia atravesó el puente encogida bajo la manta, jadeando para vencer el viento helado que expelía el portón. A un trote muy lento, al acecho del cielo opaco de la tormenta y envuelta en brumas, se adentró en la ciudad.

Tras rebasar esas construcciones, la vía desembocaba en un paseo flanqueado por estatuas: réplicas de mujeres que sostenían una lanza. Una silueta con caperuza observaba desde el pretil de un edificio. Al superar la primera línea de esculturas, acariciadas por los dedos de la niebla, el encapuchado fijó su atención en ella. Zinnia le sostuvo la mirada con la mano sobre la empuñadura de la daga. Por una razón que desconocía, pensó en su madre y volvió a escuchar aquella palabra, «Centinelas», en su cabeza; aunque a medida que Areth avanzaba la imagen de Istar se distorsionaba en su mente… hasta que se desvaneció al dejar atrás el paseo bajo una arcada.

Al otro lado le esperaba una plazoleta de la que partían varios pasajes. Tomó el único con un nombre que se leía de forma clara en una placa de estaño: «Herreros». La calleja terminaba en una casucha de ladrillos negros cuya puerta se abría y se cerraba, se abría… y se cerraba. Una inscripción grabada con hollín ocupaba parte del muro:

«Son de ceniza los huesos

de la mano que alimenta a las hienas.

Son de ceniza tus huesos,

tierna y fría tu voz en la niebla

Las almas perdidas riegan

un cementerio sin tumbas ni cuerpos,

ciénaga de sus lamentos

a la blanca faz de tu Luna Muerta.

Reza su eco, su eco reza

en criptas que no albergan recuerdos;

sometidos los pueblos

a la sangre impresa en tus cadenas.

Son de ceniza los huesos

de la mano que alimenta a las hienas.

De ceniza son

los huesos sin esencia».

La Centinela dio la vuelta para regresar a la plaza; sorprendida por la bruma, que se había vuelto más densa y le impedía ver el camino, se detuvo. Un sonido procedente de la boca de la calle, similar a una cuerda que se tensara con un crujido, rompió el silencio.

—Quieto —le susurró al caballo, agazapándose sobre el cuello del animal.

De manera progresiva brotaron otros ruidos, jadeos, gruñidos acompañados de un olor a carne podrida. Zinnia deslizó los pies fuera de los estribos y bajó del corcel con cautela. Escurriendo la mano derecha por debajo de la manta, aferró la daga del costado… y, al desenvainarla, se propagó por el callejón una risa tan afilada como el chirrido de un cuchillo al arañar un cristal. Algo se movió en la niebla, dos puntos rojos centellearon un instante…

Pero, de forma súbita, todos los ruidos desaparecieron. Entonces solo se escuchó el repique de la lluvia y un silencio más que desconcertante, el de aquellos lugares donde jamás nadie ha sido invitado a entrar: el peor de todos los silencios.

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