El don de la calavera

El don de la calavera

Betty Cadavid

28/04/2018

Título de la novela: El don de la calavera

Sinopsis

Los protagonistas son Laura y su padre, Francisco. La muerte de la madre y el posterior desarraigo emocional del padre, sumados a una extraña obsesión, los han separado durante años. Francisco ha dedicado la mayor parte de su vida a buscar la calavera del Marqués de Sade, que según cuentan muchas leyendas, confiere poder y es causa de maldición. Supuestamente quien la posea se convertirá en un escritor prolífico, famoso e inmortal. Por perseguir esa quimera él dejó a la niña de nueve años al cuidado de su abuela y se marchó, primero a París, después a Texas, adonde lo llevaron sus pesquisas. Mientras tanto Laura ha crecido, también obsesionada, más que nada con su padre, llena de vacíos y con una intensa sensación de abandono que ha suplido ejerciendo su poder sobre los demás hombres, buscando algo a lo cual cuidar, e indagando, a su modo, por aquello que representa la calavera.

Tras un pasado algo sórdido como bailarina exótica, Laura está recién casada con un hombre mayor y ya está buscando en un amante aquello que le falta. Ella, como la calavera, ha sido a la vez don y maldición para quienes se han cruzado en su camino, y en ese proceso se ha “ligado” a muchos enemigos, de modo que no es sorprendente que su cadáver aparezca en un descampado, o al menos, un cadáver que podría ser el suyo.

La novela se desarrolla en tres escenarios principales: Bogotá, París y un rancho en San Antonio (Texas), los tres, como parte de una trama policiaca, sicológica y fantástica, que comienza cuando Francisco recibe la noticia de que su hija Laura ha desaparecido, y aunque no es definitivo, todo indica que habría muerto. A partir de ese momento se empiezan a manejar dos tiempos: uno que corresponde a la reconstrucción del pasado de ambos personajes, y otro que relata la nueva búsqueda de Francisco, quien no en vano es un experto en el asunto de buscar, y empieza a desenterrar los secretos de su hija, la desconocida que no obstante llevar su sangre, resulta ser más diabólica y más maravillosa que la codiciada calavera.

La estructura formal de la novela toma elementos tradicionales del género policiaco, es decir: un crimen, un investigador que va siguiendo una serie de pistas y perfilando una serie de sospechosos de los que solo al final se conocerá la verdad. Pero más que nada es la historia de la persecución de una quimera y la crónica de un extraño encuentro final que conjugará en uno solo los dos misterios.

“En los cafés recordamos los sueños”

Julio Cortázar

Capítulo 1

(2016)

Siempre que Laura entraba al Café Imperial tenía la sensación de que dentro la esperaban, junto a las tazas humeantes y aromáticas, interminables cohortes de fantasmas, retazos de tiempos idos, momentos de un ayer todavía indescifrado… y, claro, los sueños pasados en los que se figuraba que el cafecito quedaba en París y no en Bogotá, que además era invierno, y que el frío le contaría de los sueños que aún estaban por cumplirse. Por eso volvía, a veces sola, a veces acompañada, o como hoy, sola, pero esperando compañía.

Gerardo apareció en el umbral y le hizo señas con la mano. No encontraba un lugar para parquear, decía a su manera gestual, como siempre en el maldito centro. La mirada y el dedo acusadores parecían sentenciar que la culpa era de ese capricho de ella de ponerse las citas en el Café Imperial. Le indicó que lo esperase y volvió a salir, no sin antes soplarle un beso, tal vez para reiterar que se mantenía dispuesto a viajar en el fortuito y desbocado tren de sus caprichos.

Ella se quedó con la sonrisa complaciente, la que había aprendido de Mami y que no fallaba. Sonrisa de pitillo a punto de sorber la amargura o el poder sin que nadie lo notara.

Desde muy joven Laura entendió que la vida no era nada fácil y que, en todo caso, a ella, ni tan fácil ni tan difícil, le había tocado una muy singular. Empezando por su padre que estaba más loco que una cabra y que más que un padre, con los años, había llegado a convertirse en la fotografía de un vaquero en su repisa. Las personas se dividen en las que tienen muchas obsesiones y las que solo tienen una, pensaba Laura, y de todas, las últimas son las peores. A Dary ―como ella le decía, aunque él lo escribiera con doble d (papi en inglés), y así hubiera firmado sus viejas y esporádicas cartas, o sus más recientes y todavía más esporádicos correos― le había tocado ser de aquellas a quienes les obsesionaba una sola cosa. Muchos hombres viven en exclusiva para el trabajo y no hablan de otro tema; otros son infieles incorregibles y permanentemente están a la caza de la próxima aventura; otros beben sin piedad; otros juegan; a otros les preocupa la moral, sobre todo la ajena; otros son fanáticos de un equipo de fútbol o del estudio y otros, los más, están obsesionados con el dinero. Dary solo pensaba en una cosa y a ella dedicaba toda su atención, todos sus esfuerzos y toda la plata que conseguía: buscaba la calavera del Marqués de Sade.

Por eso vivía en Texas, porque hasta allí lo habían llevado las últimas pesquisas conseguidas quién sabe cómo, que le habían indicado que Jack London, el escritor, la había ocultado en un rancho cerca de San Antonio. Mucho tiempo atrás se había trasladado a París, sin pensarlo dos veces, seguro de que por fin su vida tendría sentido y haber nacido se vería justificado, llevó a Laura de escasos nueve años y huérfana de madre a la casa de su suegra y se marchó al sin igual encuentro con su destino. Una investigación intensa y rigurosa lo mantuvo por años en la ciudad, atando cabos y desatando misterios, siguiendo la huella de su reliquia, hasta que descubrió que la calavera estaría enterrada en predios texanos. Se contrató en el rancho donde sin duda encontraría el magnífico entierro como poco menos que arriero y empezó a buscar, palmo por palmo el apetecido cráneo, sin explicar, ni una vez para qué lo quería. Es decir, se supone que quien lo tuviera, por un extraño sortilegio, mezcla de maldición y don, se convertiría en el escritor más prolífico, cotizado y genial que el mundo hubiera visto. Lo que Laura no entendía es que le apremiara tanto la dichosa calavera, pero pusiera poco o ningún empeño en escribir una cuartilla.

Era también un misterio que Jack London, que hasta donde se sabe no pasó nunca por Texas, hubiera tenido oportunidad de hacer tal entierro, pero Dary sostenía, que el escritor había recibido el cráneo de un siniestro francés con el que compartió celda en Erie County, la prisión de Búfalo en donde pagó condena por vagancia, y que antes de regresar a Oakland, según su amigo y protector Sterling se lo pidiera, pasó por la vieja granja y depositó allí su estrafalario tesoro, ya que no estaba interesado en acceder a más maleficios o dones de los que ya tuviera.

Con la intención de ayudar o contrariar a Dary, Laura no estaba segura, tiempo atrás había leído las mil y una biografías de London y cada una de sus obras buscando demostrarle que el entierro no había sido posible, e incluso le había sugerido que hiciera su búsqueda en Glen Ellen, el lugar donde sí tuviera un rancho de mil acres el escritor, pero no consiguió disuadirlo y tampoco encontró pista alguna que cambiara el curso de la búsqueda de Dary. Lo que sí encontró Laura fue la clave de su futura existencia cuando leyó en las páginas de London estas palabras refiriéndose a una mujer que había amado: “Era una loca, lasciva criatura, maravillosa, inmoral y llena de vida hasta el borde. Mi sangre palpita caliente incluso ahora que la vuelvo a conjurar”. Porque deseó con toda su alma haber sido aquella de la novela y que un hombre, aunque no fuera Dary, pudiera obsesionarse con ella de esa manera. Era así como Dary y Laura habían encontrado sin saberlo, una mínima coincidencia.

Con el tiempo, y con toda la herencia que había recibido de los otros abuelos de Laura, Dary había terminado por comprar el rancho, para esculcarlo a sus anchas y le había cambiado, así el nombre como el destino, que ya no servía para cría de ganado y se llamaba, por supuesto, Skull Cave. Qué manera de guardar un secreto.

Entonces Laura creció recibiendo intermitentes noticias, no tanto de su padre como de las pisadas de Jack London y de los poderes seductores de la calavera; de vez en cuando una postal y esa única fotografía que mostraba a Dary sonriente debajo del bigote, con la cara surcada por las huellas del viento y el sol y el entrecejo típico del consagrado lector que había sido antes de que empezara a leer en el torcido libro de su quimera. Sin embargo, Laura lo amaba y recordaba con ternura los días cuando lo consideraba su héroe. De la admiración había pasado a la absolución y de la fascinación a la paciencia, y seguía afirmando con razón—tercamente, se diría, porque lo obvio había sido el abandono—, que a él le debía su amor por las palabras, su deseo febril por la lectura, su léxico privilegiado y su fluidez a la hora de decir lo que fuera.

Cuando Gerardo regresó y se sentó a su lado, Laura le dijo que llevaba días pensando en Dary ¿Por qué sería?

—Siempre me gustó su manera de mirar los libros… era como si se dispusiera a iniciar un romance. Los miraba con atención y empezaba a tocarlos por fuera antes de abrir la primera página. Cuando empezaba a leer, uno creía que iba a hacer un conjuro y acariciaba las hojas antes de darles la vuelta. Era una mezcla de pasión y reverencia… como si fueran mujeres a las que quisiera tirarse.

—No tienes que usar esa expresión, cielo —dijo Gerardo falsamente enojado— ¿No puedes decir hacer el amor que suena más bonito?

Laura se rio con verdaderas ganas, movió la cabeza en señal de negación y le explicó:

—Los hombres no quieren hacerle el amor a las mujeres, si mucho a una en toda la vida. Lo que quieren es tirárselas, comérselas, follarlas. No digo a su mujer, ni a su libro… Es que Dary tenía muchos libros.

—Yo contigo lo quiero todo, lo más bonito y tu sarta de groserías —dijo él y se acercó a besarla—. Para mí eres mi mujer y también todas las mujeres, pero será más tarde que si no, llego tarde al comité.

Le pellizco la nariz y salió sin esperar a que ella dijera que sentía lo mismo porque estaba seguro de que no era así. Tampoco es que diera por hecho que ella tuviera amoríos, pero la conocía bien para saber que le encantaban los libros al por mayor y de toda clase. Celos, amor, rabia, perdón, todos los días la misma historia, el mismo miedo de perderla cuando se marchaba y el mismo alivio de encontrarla cada tarde o cada noche de nuevo en su mundo.

—Hoy llego tempranito, no te demores tú —alcanzó a decir ella antes de retirarle la mirada y con solo eso le devolvió el alma al cuerpo.

Con frecuencia Gerardo se preguntaba cuándo envejecería por fin su esposa que a los 40 parecía de 30, y cuándo los 20 que él le llevaba de ventaja dejarían de ser un abismo.

De vuelta en la oficina, Laura pulsó una tecla para que la pantalla volviera a la vida y abrió el cuadro de Excel en el que estaba trabajando. Frente a cada nombre iba escribiendo fechas y horas mientras consultaba con el calendario del escritorio hasta que terminó todas las columnas. Después empezó a copiar de la página siguiente los títulos de los eventos y pegarlos en la columna anexa a las fechas. Cuando hubo terminado abrió la ventana de su correo institucional y se puso a leer y responder los más de 12 que tenía pendientes. Después bostezó, estiró los brazos y los entrelazó con las manos bien alto sobre su cabeza. Hizo algo similar con las piernas y volvió al teclado. Buscó el diccionario de Google y escribió: pelafustana. Sonrió complacida con la definición.

Abrió el otro correo, el personal y secreto, y empezó a escribir:

Mi adorado Daniel el travieso: a mí me habían dicho muchas cosas en la vida, pero es la primera vez que me llaman pelafustana. Tuve que buscar en el diccionario antes de enfurecerme contigo y prometer que voy a castigarte como te mereces. No me figuro una discusión contigo y todos los improperios que alcanzarás a decir antes de que uno haya entendido el primero… No me figuro, o sí, un poquito, la clase de caricia larga que puede ser contigo, una reconciliación. supongo que todo lo oral, se te da muy bien. Un beso.

Diez minutos después tenía la respuesta de Daniel en la bandeja de entrada. Sonrió, Le pidió a Dorita, su secretaria que trabajaba afuera en un cubículo más pequeño y separado por un cristal, que le consiguiera el cafecito de la tarde. La chica sonrió y asintió con toda simpatía.

—Sí, mi Laurita, ya mismo voy.

La llegada de Azucena coincidió a la maravilla con el final del correo. Venía, como siempre, de punta en blanco, como sacada de un catálogo para ejecutivas y usando el perfume de dalias exclusivo entre los exclusivos. Le dijo que había llegado a un acuerdo con los dueños del teatro, que solo quedaban pendientes unas firmas y la consignación. Parecía un sueño, pensó Laura, presentar en concierto a Victoria Andrade, la cantante más importante que hubiera tenido el país en la década de los ochenta.

Discutieron un rato algunos detalles hasta que llegó el café, uno solo, por supuesto.

—Qué pena, Doña Susy… no sabía que estaba… —se excusó la secretaria y solo recibió a cambio un leve gesto de desdén, casi imperceptible.

—Gracias, Dorita, —sonrió Laura— me tomo el tinto y nos vamos todas. Estoy mamada de trabajar.

Tanto Doris como Azucena dirían después a la Policía que esa fue la última vez que la vieron con vida.

Capítulo 2

(1985)

La única diferencia para la niña (se engañaba ella) después del fallecimiento de su mamá fue que dejó de ver al papá con la misma frecuencia. Al parecer la razón por la que el hombre venía a la casa cada noche era la señora bonita, como él solía llamarla. Era lindo verlos juntos porque casi se podía tocar con las manos la alegría de los dos. Él no paraba de hablar ni ella de escuchar y mantener en el rostro esa sonrisa complaciente y pícara de labios que parecían al borde de sorber un pitillo o pronunciar la p. Sus ojos amarillos brillaban mientras el discurso avanzaba, pero Mami no lo escuchaba en realidad ni le importaba para nada lo que dijera, solo disfrutaba lo que veía mientras él le contaba con todos los pormenores de sus andanzas. Laura María estaba segura de ello porque luego no sabía contestarle las preguntas que le hacía la niña acerca de los relatos y solamente murmuraba que todo eran locuras de Dary. A la niña le parecía que Mami era como su compañera de pupitre, esa niña pálida y gorda de gruesas trenzas, que permanecía con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en la profesora, concentrada en la clase y después, cuando la señorita Plácida le hacía una pregunta, la cara le cambiaba de leche a salsa de tomate y confesaba avergonzada —No sé—.

Dary hablaba con la voz y también con el cuerpo. Caminaba por la estancia sin parar de mover las manos y acompañarse de miles de gestos. A veces se le acercaba a Mami y le pellizcaba la nariz o la barbilla con los dedos índice y corazón. Laura María, en cambio, no le perdía palabra y se asombraba tanto de lo que escuchaba como de que cuando decía esas cosas tan inquietantes y maravillosas, Mami no cambiara la expresión.

Cuando estaban juntos la ignoraban dulcemente y no se percataban de que mientras tanto, ella se los aprendía de memoria. Esas escenas iban quedando grabadas en su mente, y en su imaginación, y con los años Laura María podría decir sin equivocaciones, de qué color era el vestido de Mami, que tenía puesto el collar de pepitas azules u otro cualquiera y que el anillo matrimonial le brillaba terco en el dedo. También podría relatar cada una de las anécdotas que Dary les hubiera contado, cuál más increíble, pues en su persecución de la calavera, había tenido encuentros de lo más insospechados. El que más le gustaba a la niña era el del Mago Mandú, un brujo amazónico que era el que le había dicho a Dary que estaba destinado a encontrar un tesoro. Juntos habían viajado al corazón de la selva y habían bebido el sagrado yagé. La visión de ambos había coincidido y era inequívoca: Dary estaba en el cuerpo de un jaguar y caminaba solitario por una tierra pantanosa durante la noche. La luna se había ocultado unos momentos y la oscuridad era total, pero había un aroma delicioso a mortecina, y Dary-jaguar se moría de hambre, así que husmeaba entre el cieno hasta que su hocico tropezaba con un entierro antiguo. Empezaba a escarbar y a escarbar con las garras poderosas y de pronto el lodazal estaba seco y árido, pero eso solo infundía empeño a Dary-jaguar. Entonces empezaba a sonar el arpegio mágico, una melodía inaudible que soplaban las quenas de la selva, pero que solo Mandú sabía hacer sonar con el arpa milenaria hecha de hueso de chamán y cuerdas de tripa de gato montés, heredada de sus antepasados. Era ahí donde la tierra se hacía blanda y, justo cuando el nubarrón que había cubierto la luna la despejaba, aparecía también lo que estaba enterrado: restos de un cuerpo humano del que se conservaba intacta la calavera. La luna la iluminaba con su baño plateado, y el jaguar empezaba a devorar la carne que curiosamente estaba fresca y a beber la sangre del cadáver. A lo lejos estallaba un trueno que cortaba en seco el arpegio mágico, y Dary despertaba del sueño de yagé con deseos de vomitar la mortecina. Después de que Dary se repuso, él y Mandú se fumaron un tabaco de hierbas, y el brujo le dijo que estaba destinado a encontrar un tesoro. Para Dary fue fácil, como sumar dos más dos, saber de qué tesoro se trataba pues desde su viaje a Francia, años atrás, había escuchado la leyenda, o lo que todos consideraban leyenda, acerca del perdido cráneo de Donatian Alfonso Francisco de Sade (Laura María recitaba de memoria ese nombre), y los extraños sucesos que ocurrieron en La Bastilla durante la reclusión del Marqués.

Cuando Mami enfermó se puso mustia y sus ojos dejaron de brillar, pero durante la semana que duró su agonía no abandonó su sonrisa de pitillo. Desde que abrió los ojos recostada en el sofá, luego de un desmayo repentino, la enfermedad se le vino encima sin una sola tregua. A las dos horas ya estaba hospitalizada y era objeto de innumerables exámenes que duraron tres días. En tanto, Mami permanecía en cama casi todo el tiempo porque cuando se incorporaba siquiera unos centímetros la atacaba un dolor de cabeza insoportable. Laura María la visitaba todo el día, pues las monjas del colegio conocedoras de la gravedad de la situación le habían dado permiso de faltar para acompañar a la enferma. En esas horas le servía agua a cada momento, y aunque la enferma apenas bebía un sorbito, pasados unos minutos, la niña botaba el contenido del vaso, lo volvía a llenar y se lo ofrecía de nuevo, pues era el único cuidado que sabía prodigar. Le tomaba la mano suave y se la acariciaba, sobre todo en el dedo donde la argolla ausente había descubierto una profunda depresión y que a la niña le llamaba la atención.

—¿Te duele? —le preguntó sobándole el dedo. Fue la única vez que oyó decir a Mami algo poético y tal vez por eso se sintió tan conmovida:

—Es la huella de Francisco, mi vida… claro que me duele, pero también me hace muy feliz.

—¿Tú sabes por qué yo no le digo Francisco?

—No, ¿por qué?

—Porque Francisco no significa papá, en cambio Dary sí—.

—Ajá…

Entonces, para romper el silencio Laura María le preguntó por enésima vez si quería agua y escuchó decir a su madre el único chiste que dijo en la vida (Por lo visto ese día ocurrían cosas por única vez):

—Laura María, lo que tengo es una enfermedad, no un incendio.

La niña estalló en carcajadas y mami por fin sonrió con risa de dientes. En esas estaban cuando entró la abuela con una cara que no combinaba con las carcajadas y Laura María calló. Saludó a la abuela y dijo que iba al baño porque sabía que venía una conversación de mayores y que la harían salir del cuarto. No quería perdérsela y el baño era un buen lugar para escuchar escondida.

En efecto, los exámenes habían revelado que mami tenía un tumor en el cerebro y era urgente que la operaran, pero la cirugía era de mucho peligro. Así dijo la abuela, peligro. Si hubiera dicho riesgo Laura María habría pensado en algo parecido a una aventura como las que le pasaban a Dary o las que vivían los piratas de Salgari que siempre terminaban bien. Un riesgo era lo que había que correr cuando la profesora preguntaba quién quería pasar al tablero o quién iba a representar al curso en el concurso de baile, y Laurita levantaba la mano entusiasmada y con una cara radiante que no dejaba notar que en realidad tenía miedo. Riesgo era lo había enfrentado Jim Hawkins cuando se embarcó hacia la isla del tesoro, y después, cuando John Silver lo hirió con una espada. A la niña la palabra peligro le sonó muy preocupante y se tapó la boca para no gritar. Al salir del baño la abuela continuaba con cara triste y tenía enrojecidos los ojos. Mami, en cambio, mostraba su sonrisa habitual.

El día anterior a la operación Laura María encontró a mami con un gorrito verde en la cabeza y se aterró cuando le explicaron que se la habían afeitado para poder operarla. Mami le preguntó si quería ver cómo estaba, pero ella no aceptó. Le dio miedo ver a mami sin su pelo tan bonito y se acordó de Terre, la muñeca a la que le había cortado todo el pelo a los cinco años dejando al descubierto una cabeza llena de agujeros enormes. No quería ver ningún hueco, porque los huecos tenían cosas adentro, ella lo sabía, arañas, quién sabe…. los huecos estaban llenos de cosas. Le dijo a mami que mejor la veía después de la operación. Fue la primera y la última vez que Laura María evadió algún encuentro con la realidad.

La operación fue un éxito, el problema fue que mami se murió exactamente dos horas después, antes de que hubiera despertado de la anestesia. Lo del éxito se lo dijo Estela, la empleada de servicio de la abuela, pues ese día no dejaron que Laura María fuera al hospital y la llevaron a la casa de la abuela para que estuviera cuidada. Dary opinó por teléfono que, aunque no estuviera en el hospital tampoco era bueno que asistiera a clase, si ya tenía el permiso y además no iba a poder concentrarse.

Estela dijo que habían llamado del hospital y que la operación había sido un éxito. Bueno, ella no dijo un éxito más bien, un étsito, y Laura María llegó a pensar luego que esa t de tragedia había significado la diferencia. Si Estela lo hubiera dicho bien, a lo mejor toda habría salido de maravilla, pero la niña nunca dijo nada a ese respecto.

Esa noche le trajeron ropa muy elegante para ir a la funeraria al día siguiente: una bata de terciopelo azul que había usado solo una vez para la Primera Comunión de una prima. La abuela la peinó de media cola y le puso una diadema cubierta de terciopelo como el del vestido, medias veladas de seda blanca y los zapatos de charol, todas cosas que Mami y ella habían comprado antes de la fiesta de Begoña. Así se llamaba su primita españoleta que había venido al país a celebrar el sacramento en familia. Laura María quería que Mami le comprara más bien un traje rojo que estaba exhibido y con el que habría soñado bailar La Jota que estaba ensayando en el grupo de danzas del colegio, pero Mami dijo que ese no era un vestido sino un disfraz. Laura María refunfuñó y sentenció que entonces eran mejores los disfraces que los vestidos, pero después de que se midió el traje de terciopelo y se vio tan bonita en el espejo gigante del almacén, dejó de hacer pucheros. Mientras se miraba y tanto Mami como las dependientas del almacén la observaban con esa admiración, Laura María supo que el vestido azul también era un disfraz y miró con nostalgia el trajecito rojo. Algún día lo tendré, lo juro, pensó en secreto.

En la funeraria estaban la familia y casi todos los que ella conocía. También un montón de desconocidos, pero sin excepción se le acercaban y la abrazaban o la besaban con pesar. Le decían que Mami estaba en el cielo ahora, y ella les creía ―un poco― porque Mami no se parecía en nada a la señora del ataúd.

Estaban todos, pero no estaba Dary, hacía mucho que no lo veía. Quería preguntarle un mundo de cosas que solo él sabría explicarle y sobre todo quería que él sí le dijera la verdad. Por la tarde vino la directora del colegio con la profesora Plácida y dos monjitas. También sus dos mejores amigas, Sonia y Claribeth, llegaron con sus respectivas madres e, igualmente, iban vestidas de fiesta. Le preguntaron por qué no estaba llorando, y ella les respondió con toda honestidad que no sabía. Le pareció que sus amigas desaprobaban mucho que no estuviera hecha un mar de lágrimas, sobre todo, cuando Claribeth afirmó indignada que parecía que no tuviera sentimientos.

—Tampoco le digas eso —la regañó Sonia— no ves que le murió la mamá.

—Por eso, tonta, por eso digo —respondió Claribeth, y ambas se pusieron a discutir sobre los sentimientos de Laura María y sobre cientos de cosas que habían pasado antes que podrían establecer si la su amiguita tenía o no corazón. Que si siempre prestaba las tareas, que si también compartía las cosas, que era la única que era buena con Luz Mery Higuera, la niña gorda… sí, pero no lloraba por la mamá. Laurita empezó a hacer pucheros y se alejó dejándolas enfrascadas en la pelea. No podía decirles que más que todo se sentía defraudada porque la operación había sido un éxito y luego Mami se había muerto; porque no la habían llevado al hospital para cogerle la mano a Mami durante la operación y hacerla reír con esa risa tan linda y que sí quería llorar, pero Mami no estaba para acurrucarla en sus brazos ni tampoco Dary para que se turnaran en arrumacos como siempre que ella lloraba; que estaba esperando a Dary para que la sentara sobre sus piernas y entonces sí que iba a llorar.

Fue a sentarse al lado de la abuela y pensó que si en las funerarias pusieran música, seguro que la gente se sentiría mejor. Permaneció en silencio pensando en las canciones que más le gustaban y empezó una lista mental: Melina de Camilo Sesto, El gato en la oscuridad de Roberto Carlos, Es el viento de Nino Bravo, Ricardo Semillas y Dispersos de Ana y Jaime, Una muchacha y una guitarra de Sandro, Dos gardenias de quién sabe quién y Fumando espero, también de quién sabe quién, ah, sí, de Sarita Montiel, La carta de Victoria Andrade y todas las que pudieran bailar…

Mucho más tarde, después de que se habían marchado Sonia y Claribeth y le habían aclarado que de todas maneras lo sentían mucho, y cuando la sala estaba casi vacía, oyó afuera la voz de Dary que sonaba muy rara y en un tono muy alto. Salió de la sala, recorrió el pasillo que daba a la calle y antes de bajar la pequeña escalinata que se asomaba a la avenida vio que Dary estaba forcejeando con sus dos tíos que no lo dejaban entrar.

—Está muy borracho, Francisco, cómo va a entrar así…

Dary los empujaba y les gritaba que tenía que ver a la señora bonita y ellos seguían conteniéndolo. Al fin la abuela intervino y le dijo que si se calmaba podía entrar. Él empezó a serenarse y a asentir con la cabeza. Laura María lo esperó en la puerta cuando vio que venía hacia ella, con el corazón en la mano y las lágrimas listas por fin para salir de esa profunda fosa adentro de su garganta donde parecían enredadas en marañas de espinas. Dary se tambaleaba un poquito, pero iba en su dirección y cada vez estaba más cerca y a ella se le iba a estallar el pecho. Dary, Dary, Mami se murió, pero la operación fue un éxito. Dary, Dary, Dary…

A él le costó un poquito subir las escaleras y cuando por fin logró alcanzar la puerta pasó por su lado sin mirarla siquiera. Onduló hasta la sala y ella lo siguió sin hablar, hasta el féretro donde Dary soltó un llanto desesperado y ronco contra el vidrio. Laura María no sabía que Dary pudiera llorar ni que su llanto se pareciera más al bufido de un toro que al llanto. Y a lo lejos se oye el bramar de los toros, ay de los toros que pelean en los playones, esa canción también le gustaba y sabía que la había compuesto Jorge Villamil. Se llamaba Luna roja, y todo eso lo sabía porque lo había investigado para una tarea de música. En todo caso, la que más le gustaba entre todas las cantantes era Victoria Andrade y Laura María quería ser exactamente como ella cuando estuviera grande.

Al cabo de un rato, cuando Dary estaba casi en silencio, ella se le acercó y lo tomó de la mano.

—Dary, ¿quién es ella? —le preguntó señalando con la boca el ataúd.

— No es nadie. Es una maldita muerta de mierda.

Esa noche en su cama sí lloró, bajito para que nadie la oyera y segura de que era la última vez. Mejor que todos pensaran que no tenía sentimientos. Lloró por Mami que ya no iba volver a sonreír ni a cantar las canciones de Sarita Montiel ni a bailar pasodobles con ella en la sala con todos los muebles corridos para que pudieran dar muchas vueltas. Por Dary, Dary-toro, que bramaba a lo lejos, Dary-Jaguar, perdido en la selva comiendo animales muertos. Pero sobre todo por Mami y por su dedo en el que se había llevado para siempre la huella de Francisco.

Para el funeral le pusieron el abrigo de cuadritos grises y rojos, y ella quería advertirles que no podía ponérselo porque era el de ir a París en diciembre, porque sería invierno y porque había que llegar al aeropuerto bien abrigada. Sin embargo, no dijo nada. Se lo puso llena de rabia porque no quería estrenárselo para el funeral de una maldita muerta de mierda.


Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS