Suele decirse de ella que nunca anuncia su llegada; que no tiene forma ni imagen definidas, ni tampoco método de actuación que pueda ser detectado. Solo que cuando llega la hora se presenta sin más y sin que haya remedio posible. De nada sirve cambiar de planes; de nada intentar burlarla porque llegado el momento nos buscará y no se detendrá hasta encontrarnos. Entonces no habrá solución y será el fin porque ella, la muerte, es implacable.
Pero ahora sé que no siempre es así; que a veces se aproxima a paso lento y que siguiendo su rastro puede predecirse cuál será su siguiente víctima. Yo he seguido sus huellas sin que ella lo supiera. He visto con mis propios ojos cómo trazaba sus macabros planes y he contemplado los rostros de aquellos a los que pretendía llevarse, antes de que consiguiera hacerlo. Todos estaban vivos pero pronto podrían dejar de estarlo.
PRIMER DÍA
El coche, un SEAT Ronda bien cuidado, se encuentra estacionado junto a la acera de los números pares de la calle Luis Montoto. En su interior, a través de los cristales de la ventanilla, con la luz del alumbrado público puede verse cómo un tipo de unos cuarenta años, al parecer de mediana estatura y pelo castaño peinado hacia atrás, toma notas en una libreta. Parece tranquilo. Cada cierto tiempo dirige una mirada a su alrededor para cerciorarse de que no es vigilado y de que todo transcurre con normalidad, para terminar mirando hacia la puerta de la pastelería de la acera de enfrente. Tras unos segundos vuelve a escribir. Es de noche.
Son las siete de la tarde cuando el tipo pone en marcha el motor y decide alejarse. Tras recorrer varias calles de la zona, se detiene frente a un local de venta de electrodomésticos en la avenida Alcalde Juan Fernández y aparca en un lugar libre desde el que puede divisar la entrada. Allí permanece casi una hora vigilando la puerta, controlando el entorno y tomando notas.
Hacia las ocho pone el coche en marcha, toma la avenida Luis Montoto con dirección a Málaga y unos minutos más tarde estaciona en el aparcamiento exterior vigilado por cámaras. Durante unos segundos se inclina hacia su derecha; parece hurgar en la guantera del vehículo. Después se apea de él y lo cierra con llave. Camina cabizbajo, pero con paso firme. Viste traje de color oscuro, camisa clara sin corbata y zapatos negros. En su mano izquierda lleva un portafolios de cuero, mientras su mano derecha queda en el bolsillo derecho del pantalón tras haber introducido las llaves. Lo perdemos de vista cuando entra en el edificio. Termina su jornada y la nuestra. Al día siguiente, antes de las siete, los del turno de mañana regresarán a este mismo lugar para seguir cada uno de sus movimientos. Ésas son las órdenes. Nosotros volvemos a la oficina.
—¡Es él! ¡Estoy convencido! —exclama el inspector— mientras un juez no sepa del asunto, no puedo solicitar la intervención de su teléfono y por ahora no tenemos nada. Pero es él. No tengo ninguna duda.
Todos lo miramos sin atrevernos a pronunciar palabra. Los seis compañeros de atracos llevan más de diez días de vigilancia y el caso los tiene desquiciados. No han conseguido ninguna prueba a pesar del seguimiento constante, pero todo hace sospechar que el inspector puede estar en lo cierto. Al menos, el comportamiento del sujeto resulta muy sospechoso.
—Cuenta ahora a todos lo que pasó el día de que lo viste apostado frente a la joyería de la avenida Luis de Morales —ordena el inspector a uno de los agentes.
—Era por la tarde —comienza el agente aludido, intentando ordenar su relato—. Serían las seis. Al principio no le reconocí. Lo vi apoyado sobre la pared y me extrañó su actitud. Me acerqué a él y le pedí la documentación. Le pregunté qué hacía allí y me dijo que se había detenido para fumar el cigarro que tenía entre los dedos de su mano izquierda. Me extrañó que dejara su cigarrillo entre los labios para sacar su cartera del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta, con la misma mano. Le pregunté por qué no lo hacía con la derecha y me dijo que tenía una herida y que ese era el motivo por el que la protegía con un guante de látex que me mostró sacándola del bolsillo. Cuando leí los datos en su carné de identidad, recordé quién era. Le dije que creía que aún cumplía condena y me contestó que ya se encontraba en régimen abierto y que regresaba a la cárcel solo para dormir. Solicité información a la central y no tenía ningún asunto pendiente. Después le devolví su documento y se marchó. Eso es todo.
—Y… No me dijiste nada ¡Joder! De un investigador se espera algo más… ¿no crees? No miraste sus bolsillos por si llevaba algún arma, no hablaste con el joyero por si le vio merodear por allí en los días anteriores, tampoco comprobaste lo de la herida de su mano…
El agente baja la cabeza. La buena reputación del inspector como investigador, hace que su criterio nos resulte incuestionable.
—¡Joder! ¡Es que…! —grita el inspector.
Rodea su mesa para tirar con fuerza del primer cajón, saca una cartera de bolsillo que se encuentra en su interior sobre unas carpetas y la exhibe con el brazo en alto.
—Para los que os incorporáis ahora —dice refiriéndose a nosotros seis—. Esta cartera —exclama balanceándola— era de un muerto. Está en mi poder desde que me la hicieron llegar. Una puta la encontró en la carretera de Utrera y la entregó a un coche patrulla. Los compañeros sospecharon que podía haberla robado a un cliente, pero al no existir denuncia de robo y no tener otras pruebas, se limitaron a agradecerle el gesto. Tenían la intención de devolverla a su dueño de forma discreta. Al comprobar la dirección del carné, se encontraron con que había sido asesinado unos días antes. El chaval tenía 32 años. Alguien llegó a la tienda de lámparas que regentaba en la avenida Menéndez Pelayo. Entró poco antes de la hora de cierre, lo cosió a puñaladas y le robó las ochenta mil pesetas de la venta. Por lo visto parece ser que el asesino se llevó también la cartera, pero después decidió deshacerse de ella.
—Y… ¿Qué relaciona la cartera con este tipo que vigilamos? —pregunto.
—Buena pregunta —responde, para continuar sin pausa—. Como ya sabéis, la carretera de Utrera pasa por Montequinto. Cuando pronuncié el nombre de la urbanización, el “investigador” —remarcó con sorna señalando al agente— recordó el incidente de la joyería, al tratarse de la misma donde vive este tipo. Desde entonces lo sometemos a una estrecha vigilancia desde que sale de la cárcel hasta que regresa; somos pocos para mantenerlo vigilado durante más de catorce horas diarias y solicitamos vuestro apoyo —dijo dirigiéndose a nosotros—. Seis caras nuevas, tres coches distintos… para eso estáis aquí… ¿De acuerdo?
—Entonces él —señalo al agente— no debería participar, al menos en primera línea. Si volviera a verlo, aunque fuera desde lejos, podría sospechar que está siendo vigilado.
—Tienes razón. Cuando el juez conceda la orden será el encargado de las escuchas telefónicas. Habrá uno menos en la calle, pero si llegara a despistarnos siempre tendremos la opción de esperar su llegada a la cárcel para iniciar la vigilancia al día siguiente. Que llegara a detectarte—dice señalando al agente— es un riesgo que prefiero no correr. Mañana continuaremos. Hablaré con el juez. Aunque las autoridades se resistan a reconocerlo por el momento, existen demasiadas similitudes con otros dos asesinatos con robo cometidos en los últimos meses. Pudiera tratarse del mismo autor. Estaríamos ante un asesino en serie. ¡Lo que nos faltaba en Sevilla! Ahora nos vamos a casa a descansar. Todos tenemos familia y no sabemos cuánto tiempo durará esto.
Murmurando, comenzamos a abandonar la oficina. Aprovecho un instante para hablar con el agente, antes de que éste se marche.
—Lo siento. No quería perjudicarte, pero hay demasiado en juego.
—No hay problema. Es mejor así. Alguien deberá permanecer atento a las escuchas. De ellas saldrá algo importante… seguro.
—Gracias por entenderlo. Hasta mañana.
Durante el trayecto, imagino el terror que debieron sentir las víctimas al comprobar que no le basta hacerse con el botín, sino que se trata de un sádico que disfruta matando. Qué pasa por la cabeza de alguien que no duda en matar a sangre fría para hacerse con algo de dinero. Un escalofrío me recorre la espalda.
No suelo comentar con mi esposa detalles sobre las investigaciones en curso, pero sí le hice saber hace unos días, que reclamaban nuestra colaboración para un asunto importante y que eso implicaría un cambio en mi horario de trabajo; tal vez más horas. Nos conocemos bien. Sabe que algo me preocupa y está intranquila. Procura que los niños no se percaten. Habla menos y yo también.
Aprovecho esos silencios para pensar en el caso y en cómo llevar a cabo nuestra hipotética intervención. Lo dejo en cuanto me asalta la idea de que podamos cometer un error e intento conciliar el sueño.
SEGUNDO DÍA
A media mañana me dirijo a la oficina para consultar los expedientes de los tres casos. Busco un nexo de unión; algo que me lleve a la conclusión de que se trata del mismo autor. El inspector se me ha adelantado y me lo ofrece en bandeja.
—Los tres crímenes se cometieron a última hora, justo antes de cerrar. Los tres eran trabajadores de comercios… todos a una distancia parecida de la cárcel y los tres con suficiente tiempo para llegar a la hora en la que debe regresar. ¿Qué hace este sujeto que seguimos? Vigila los comercios de la zona, toma notas… Su historial delictivo es largo. Fue detenido hace seis años en Madrid e ingresó en la cárcel de Carabanchel. Ha pasado por varias prisiones. Cumple una condena de diez años por robo con intimidación, aunque tiene también otras acumuladas por robo y estafa.
El inspector saca un folio con anotaciones a mano.
—Observa esto —dice, mientras pone su dedo índice sobre el papel.
27/12/1994, primer asesinato. Botín: 300.000 ptas.
11/03/1995, segundo, dos meses y medio después. Botín: 500.000 ptas.
24/08/1995, tercero, cinco meses y medio después. Botín: 80.000 ptas.
—¿Lo ves? —insiste—. Si es él, han pasado tres meses desde su último golpe. No tendrá dinero y estará desesperado. Sé que pronto volverá a actuar. ¡Lo sé! —añade mientras cierra los ojos, inclina su cabeza, y con los dedos se frota la frente.
—Y lo hará a última hora.
—¡Exacto! —exclama repuesto. Y otra cosa: Es un psicópata asesino. Su comportamiento es de manual. Por lo tanto, si le concedemos la mínima oportunidad, no dudará en enfrentarse a nosotros. Así que si eres tú el primero en entrar, también debes ser el primero en golpear. Informa a los tuyos para que estén al corriente de lo que hay.
La conversación consigue aclararme un poco las ideas. Regreso a casa.
Son casi las seis de la tarde. Nuestros tres coches relevarán a los tres que han mantenido la vigilancia durante nueve horas ininterrumpidas. Nos dicen que a primera hora, el individuo entró en la misma cafetería donde suele desayunar a diario. Parece ser que le une cierta amistad con los dueños. Después estuvo recorriendo la zona, deteniéndose cada cierto tiempo frente a varios establecimientos. Hacia el mediodía entró en un bar para comer, y luego circuló por todas las calles adyacentes. Lleva más de media hora vigilando la pastelería. Ha realizado los mismos movimientos que en los días precedentes.
Tras permanecer detenido durante casi media hora más, se pone en movimiento; recorre varias calles, se dirige a la avenida Menéndez Pelayo, y detiene el vehículo en la acera de los Jardines de Murillo, frente a la farmacia ubicada junto al hotel Alcázar. Como siempre, su actitud es vigilante durante el tiempo que permanece estacionado, pero ahora hay algo extraño en su comportamiento: parece nervioso. Ha realizado una llamada telefónica y con frecuencia mira su reloj.
Después de casi media hora, vemos cómo se coloca unas gafas con cristales transparentes, despeina su cabello con las manos y enfunda su mano derecha en un guante de látex. Unas últimas instrucciones a mi compañero y a toda velocidad, dando un importante rodeo, consigo situarme en el exterior de la puerta del hotel para simular ser un cliente que espera.
El tipo se apea del vehículo y lo cierra; su mano derecha permanece oculta en el bolsillo de la chaqueta; el corazón me late a mil por minuto. Creo que ya eligió su próxima víctima. Cruza la avenida sorteando el tráfico para dirigirse a la farmacia que está a punto de cerrar. Cuando llega a la acera, una anciana se cruza en su camino y desde la puerta llama la atención del farmacéutico. Éste sale para evitar que la anciana deba subir los escalones y la atiende allí mismo. El sospechoso detiene su paso de forma brusca, da media vuelta y regresa acelerando el paso.
Mi corazón, poco a poco, recupera su ritmo normal. El tipo entra en el coche y golpea varias veces el volante con ambas manos. Coge el teléfono, marca y mantiene una conversación durante varios minutos. Parece más calmado. Se desprende del guante y de las gafas; con la ayuda del espejo retrovisor interior, vuelve a peinarse hacia atrás.
Regreso al vehículo y miro a mi compañero que también observa mi reacción. Su rostro está pálido y permanecemos en silencio. Esta investigación terminará por afectarnos a todos. Si algún día llegara a conocer a la vieja, le daría un fuerte abrazo.
Son más de las ocho. El sospechoso se pone en movimiento; toma la avenida Luis Montoto con dirección a Málaga y unos minutos más tarde estaciona en el aparcamiento exterior del centro penitenciario Sevilla-1, para nosotros «Ranilla». Durante unos segundos se inclina hacia su derecha. Creemos que toca en la guantera. Después se apea y cierra con llave. Como siempre que regresa, camina cabizbajo, pero con paso firme. Lo perdemos de vista cuando entra en el edificio. Termina su jornada. Los compañeros del grupo de atracos realizarán los turnos de mañana, y antes de las siete volverán a este mismo lugar para vigilar cada uno de sus movimientos. Esas son las órdenes.
El inspector nos espera para ser informado. Mientras oye nuestro relato, toma notas y sonríe satisfecho.
—¡Lo sabía! ¡Es nuestro hombre! ¿Qué pensabais hacer de haber entrado en la farmacia? —pregunta intrigado.
—Atraparlo, confiando en que llevara encima todas sus “herramientas”. En eso habíamos quedado: yo entraría tras él para impedirle que actuara sin llegar a identificarme como policía, y mi compañero entraría después, solo en el caso de que yo solicitase su ayuda. Así, si no tenía intención de actuar, todo podría hacerse pasar por un equívoco que no le hiciera sospechar.
El inspector ya no sonríe. Parece preocupado, pero intenta disimular. Es lógico: un fallo en nuestra actuación puede equivaler a la pérdida de vidas humanas y él lo sabe. Yo también lo sé. Todos lo sabemos.
—Tengo buenas noticias —exclama exhibiendo unos papeles—. El juez autoriza la intervención telefónica. Al principio se negó. Después no quiso correr el riesgo de que fuera el tipo que buscamos y que se llegara a saber que a causa de su negativa a concederla, no pudimos impedir que volviera a matar. Se lo dije bien claro. Eso terminó por convencerlo. Mañana, podremos saber cuándo, a quién llama y de qué hablan. Ya está bien por hoy. Volvamos a casa.
Mientras conduzco no puedo dejar de pensar en el caso. El inspector es un gran profesional —quizá el mejor que conozco— el personal está motivado… ¿Qué puede salir mal? ¡Todo! ¡Todo puede salir mal! Prefiero no seguir con lo mismo y enciendo la radio. Mañana por la mañana visitaré la pastelería. Quiero conocer a la dependienta para mentalizarme de que resulta muy probable que su vida llegue a estar en mis manos; que dependa de mí que pueda seguir viviendo. Por mi cabeza siguen pasando a gran velocidad las escenas de la vigilancia. Resolveremos el caso y nadie más morirá. Eso espero.
Me dirijo a Montequinto; yo también vivo allí. Además, en la misma calle donde él vive con su madre, aunque no recuerdo que nunca haya llegado a verlos. Prefiero ocultar ese pequeño “detalle” para no ser apartado también de la investigación. En la carretera ya no están las prostitutas. Es tarde y hace demasiado frío, incluso para ellas. Mañana será jueves. Pronto llegará la navidad.
TERCER DÍA
Mientras prepara el desayuno, mi esposa me dice que esta noche he hablado en sueños.
—Y… ¿Qué decía?
—Murmurabas algo, pero solo entendía la última palabra: «¡Sangre!».
—No te preocupes. Pronto terminará todo.
—¿No vas a contarme en qué estáis metidos?
—Prefiero no hacerlo… si no te importa.
—¿Por qué?
—Porque creo que mi trabajo no debe afectaros.
—Nos afecta aunque no hablemos de él.
—¡Está bien! Debo salir un par de horas. Cuando regrese te contaré algo para que te quedes tranquila —respondo para ganar tiempo. Tiene razón.
—¿Dónde vas ahora?
—Cuando vuelva te lo diré también.
A pesar de temer que no será agradable, me dirijo a la pastelería; debo conocer la distribución interior del local, así como la colocación de las vitrinas. Deseo saber de cuánto margen de tiempo puedo disponer desde que él entre, hasta que lo haga yo. También me servirá para conocer a la chica y así calcular qué posibilidades tiene de defenderse por sí misma, llegado el caso.
Después de aparcar mi coche en un lugar apartado, contacto con el resto del equipo de vigilancia, para que me confirme que se encuentran alejados y para que me comuniquen de inmediato, si el tipo se dirige a este lugar. Voy a pie hasta el obrador. Cuando entro no hay nadie. Tres metros desde la puerta de entrada hasta la vitrina frontal de unos tres metros de longitud. Formando ángulos rectos, una vitrina en cada uno de sus extremos con escaso espacio para saltar entre ellas. Al fondo, una cortina oculta de la vista la estancia anexa. A la derecha, entre la vitrina y el escaparate a la calle, un hueco de medio metro de anchura sirve de paso. Fácil para ocultar el cuerpo con rapidez, si acaso la asaltara al cerrar.
Termino mi croquis mental cuando aparece la chica. A mis casi cuarenta, me parece una niña; calculo que no tiene ni veinte años. De un metro setenta de estatura, delgada, morena, guapa y sonriente.
—¡Buenos días! —exclama manteniendo su sonrisa.
—¡Hola! —respondo mientras intento reprimir mi angustia, imaginando que un puñal se hunde en su espalda.
Veo que su sonrisa se desvanece, mientras su bata blanca comienza a teñirse de rojo por la sangre que brota de su garganta. Sus ojos parecen saltar de sus cuencas y su rostro es ahora una mueca de terror.
Me recuerda al apuñalado que, tirado en el suelo, empujaba hacia adentro las tripas que salían de su barriga.
Llevo a mi boca la palma de mi mano y salgo a la calle a la carrera. No consigo llegar a la calzada. Mi desayuno completo está en la acera, frente a la puerta. La chica sale del mostrador para ofrecerme una gran tira de papel que acepto y, supongo que asqueada, regresa al interior.
Cómo le digo que nunca debería salir de detrás de las vitrinas para atender a un extraño. Cómo le explico que hacer eso puede costarle la vida; que si lo hace, debe tener siempre a mano un cuchillo con el que poder defenderse.
Para ella, solo porque pensamientos así rondasen por mi cabeza, yo sería el psicópata.
Arrojo el papel mojado a la papelera de la acera y vuelvo a entrar.
—¿Una larga noche? —pregunta con amabilidad.
Evito mirarla a la cara. La sangre ha desaparecido de su ropa, no se me ocurre qué contestar y me limito a sonreír. Que piense lo que quiera.
—No he podido evitarlo… disculpa —respondo mientras intento recuperar la compostura.
—No se preocupe. Arrojaré unos cubos de agua para limpiar la entrada.
—Gracias. ¿A qué hora cerráis?
—Sobre las nueve de la noche.
—¿No cerráis a mediodía?
—¡Sí! De dos a cinco.
No creo que llegue a actuar a última hora de la mañana. Busca el dinero de la venta diaria, coger todo lo que pueda encontrar, y su refugio inmediato en la cárcel. Pero no podemos dejar nada al azar. Los de la mañana deben ser advertidos.
Saco la cartera y le pido media docena de palos de nata. Me despido y tras comprobar que aún no ha salido a la puerta, recorto un trozo del papel del envoltorio donde figura el teléfono; voy hasta la papelera de antes, retiro el papel mojado y tras introducir el paquete que me entregó, lo oculto debajo, lo empujo hasta el fondo y me dirijo a mi coche intentando no volver a vomitar. Regreso a casa.
Al llegar, mi esposa me observa en silencio, esperando que cumpla con lo prometido antes de salir. No puede esperar más.
—¿De dónde vienes?
—De visitar una pastelería. Estamos siguiendo a un tipo que creemos que está planeando un asesinato.
Me mira guardando silencio.
—Se supone que entrará en uno de los comercios que vigila antes de que cierre, y que matará al que se encuentre allí para robarle el dinero.
Sigue en silencio. Sé lo que significa. Es una invitación para que siga hablando.
—Está cumpliendo condena, pero pasa el día fuera de la cárcel y solo regresa para dormir. Creemos que ya ha matado antes, pero al no tener la certeza, aún no se ha hecho público. La pastelería es uno de esos negocios que suele vigilar.
En un intento por contener su ira, sus ojos se achinan y aprieta la mandíbula. Conozco esa expresión. Sé que ahora vendrá un reproche.
—No debería comentarlo ni siquiera contigo.
—Y… ¿Por qué vosotros? ¡Ese no es vuestro trabajo! —afirma subiendo el tono.
—Sí es nuestro trabajo. Temen que el sospechoso termine por descubrirlos; son pocos y de ahí que decidieran pedirnos apoyo.
—¿Apoyo? ¿Llamas apoyo a dejaros las tardes que es cuando se supone que ese asesino actuará? —grita a punto de llorar.
—Ellos llevan dos semanas haciendo mañana y tarde. Por qué piensas que nosotros trabajamos siempre de tarde, si no es porque nos consideran más indicados para enfrentarnos cuerpo a cuerpo a un tipo así.
—Un tipo que puede matarte. ¿Es que no piensas en tus hijos? ¿En mí? —sus palabras son como una súplica.
—No le resultaría fácil… créeme. Es lo malo y lo bueno de que nos consideren la puta élite —respondo con una sonrisa cargada ironía.
—¿La élite? ¿Para que te maten?
—¿No te gustaría saber que alguien como él no anda suelto por las calles?
Me mira como suele hacerlo cuando la respuesta a mi pregunta resulta tan obvia, que no merece ni siquiera ser contestada y es lo que hace. Solo le falta decir: «tú eres idiota».
La comprendo.
Hacia las cinco de la tarde salgo de casa. Antes de hacerlo beso a los niños y a mi esposa. Suelo hacerlo siempre desde hace años, cuando presiento peligro. Dicen que cuando alguien se enfrenta a la muerte, en los últimos instantes de vida, recuerda a sus seres queridos. Si algo así me ocurriese, es lo que deseo recordar.
Al llegar a la base, mi compañero me espera. Tras recoger mi material, salimos para entrevistarnos con los que mantienen vigilado al tipo, para que nos pongan al corriente. Después, los ocupantes de los otros dos vehículos recibirán instrucciones.
El semblante de los que mantienen la vigilancia esperando el relevo, cambia en cuanto nos ven aparecer y tras el preceptivo saludo nos informan. Largarse de allí les supone un alivio.
—Media hora después de apostarnos para esperar su salida, el individuo salió de la cárcel con el portafolios en su mano, montó en su vehículo y se puso en movimiento. Va vestido con la misma ropa que ayer. Tras un corto recorrido aparcó y se apeó del coche para introducirse en el mismo bar de siempre. Después salió y como siempre: vueltas y más vueltas, vigilancia de los comercios de la mañana, toma notas… Nada de particular. No ha usado el teléfono. Nos marchamos para redactar el informe. Ya sabéis que el jefe lo quiere de inmediato.
—Está bien. Nos hacemos cargo del servicio. Cuando queráis…
—Buen servicio —nos desean antes de marcharse.
¿Qué sería un «buen servicio»? Pienso. ¿Que no actúe? ¿Que lo haga y termine detenido aunque haya víctimas? O que con víctimas o sin ellas resulte muerto. Ni siquiera yo lo sé.
Sospecho que el matrimonio del bar donde desayuna debe saber algo. También está el otro bar donde suele comer. Cuando la gente frecuenta los mismos bares, siempre suelen surgir conversaciones. Sería interesante saber de qué hablan. ¿Sabrán los dueños que es un recluso? O por el contrario pensarán que se trata de un trabajador más, que desayuna antes de comenzar.
El tipo se encuentra frente a una pequeña tienda de comestibles en El Juncal. Su actitud es la de siempre. Parece tranquilo. ¿Qué piensa conseguir ahí, el muy desgraciado?
—¿Crees que el asesino? —pregunta mi compañero, interrumpiendo mis pensamientos.
—El inspector está convencido y yo también. No sabemos a ciencia cierta si habrá cometido los asesinatos anteriores, pero está claro que no planea nada bueno. Solo falta que se decida por alguno de los comercios que vigila y lo sabremos.
—Son demasiadas casualidades.
—También pudiera ser que el autor de los anteriores sea otro, y que este tipo lo conozca y sepa cómo actúa. Incluso que trate de imitarle en todos sus detalles, para que sea el otro el que cargue con todo. Ya sabes lo que se dice por ahí: «las cárceles son las universidades del crimen».
—Lo malo es que lo sea o no, decida actuar mientras le vigilamos y no podamos impedirlo.
—¡No jodas! ¡Ni te ocurra pensarlo! —respondo, aunque yo sí que lo he pensado más de una vez.
—Imagina que a última hora entra en uno de los locales que vigila y se encierra con la persona que esté allí, sin que podamos actuar a tiempo. La mata, le roba y sale. Aunque le detengamos después… Por otra parte, imagina que se dispone a hacer alguna comprobación y tú entras convencido de que va a actuar —insiste mi compañero.
—Ahí se terminaría todo, pero nunca averiguaríamos la verdad. Pero… ¿Cómo podemos saber lo que está sucediendo si no entro para averiguarlo?
Esa pregunta me la hago a menudo y no encuentro respuesta. Sin embargo, su rutina nos ofrece mucha información. Ignora que observamos cada uno de sus pasos y que sabemos que antes de actuar realiza un macabro ritual: se coloca las gafas, se despeina y se enfunda el guante en su mano derecha, por lo que la mantiene oculta. Ése es el motivo por el que lleva el portafolios en su mano izquierda.
—Si esto no sale bien, se cargan al inspector. Lo sabes ¿no? Ya lo tienen en el punto de mira con lo del “niño Kiko” —dice para tirarme de la lengua.
No caigo en su trampa. Prefiero guardar silencio.
—Si yo fuera tú y tuviera la oportunidad, me lo cargaría —reflexiona en voz alta sin mucho convencimiento.
Lo miro. Ya sabe lo que pienso. Desde luego, no pienso hipotecar mi futuro con algo así. Siempre ocurre igual: por algún motivo, el malo, una vez muerto, ya no eran tan malo. Los interesados hacen aflorar lo positivo si es que tenía algo, y si no, lo inventan para que el vivo no pueda seguir viviendo en paz. La prensa se hace eco del dolor de sus familiares y habla de la violencia policial, reclamando justicia. Es lo que vende. Los familiares de sus víctimas callan, como si el tema no fuese con ellos. Saben que por mucho que digan, el muerto seguirá muerto y con eso les basta. Si tengo que hacerlo, lo haré, pero ni siquiera mi mano izquierda sabrá la verdad.
—¡Se mueve!
El coche circula a poca velocidad. Entra en la rotonda de la avenida de La Paz y regresa en sentido contrario por la avenida Alcalde Juan Fernández. Odio las rotondas. Algunos delincuentes las usan para saber si son seguidos. Basta con dar varias vueltas y comprobar qué vehículo circula detrás y realiza la misma maniobra absurda. Este parece que no sospecha. Sigue a su ritmo hacia Ramón y Cajal, gira a la izquierda y toma San Francisco Javier, hasta Luis de Morales. Gira a la izquierda por Luis Montoto. Se dirige a la pastelería.
—Creo que le apetece un pastelito.
—No estarías tan gracioso si tu novia trabajase allí —respondo.
Lleva media hora vigilando el local, cuando saca su teléfono y después de marcar lo aproxima a su oreja. La conversación dura apenas dos minutos. Al instante suena mi móvil y respondo a la llamada.
—¡No te lo vas a creer! —exclama mi compañero al otro lado de la línea.
—¡Cuéntame y veremos!
—Ha llamado a la pastelería diciendo que en unos minutos llega desde Málaga y que se pasará por el obrador. Que es el jefe de compras de una cadena de hoteles, a la que pertenece uno muy famoso de Sevilla. Le ha dicho también que quería hablar con un responsable para cerrar un acuerdo importante. La chica le ha contestado que se lo dirá a su jefe para que le llame en cuanto le sea posible. Él le ha dicho que quiere tratarlo con urgencia. ¿Qué te parece?
—Que está intentando ganarse la confianza de la chica para tenderle una trampa. Le va a hacer creer que puede hacerles ganar mucho dinero.
—¡Eso es!
El sospechoso sonríe. Ha lanzado el anzuelo y parece satisfecho. Toma notas en su libreta y al finalizar se despeina, se coloca las gafas y tras salir del coche atraviesa la avenida para dirigirse local. No hay peligro. Solo desea presentarse para que la chica lo conozca. Entra, estrecha su mano y después de unas palabras, sale. Pone el coche en movimiento y recorre en unos pocos minutos la distancia que le separa de la cárcel. Como ya es habitual, parece manipular la guantera; sale del vehículo, lo cierra con llave y se dirige a la puerta del centro penitenciario. Nosotros nos marchamos a base. El inspector espera.
Tras un breve relato del que el inspector toma notas, antes de despedirnos, nos comenta que mañana «el gordo» desayunará en el bar e intentará entablar conversación. Llevará una grabadora por si el tipo hace algún comentario interesante para la investigación.
«El gordo». Lo conozco. Un tipo normal, si es que puede considerarse normal a alguien que, sin ser policía, se arriesga a ser descubierto mezclándose con todo tipo de animales para ayudar en las investigaciones.
Nos despedimos.
Siento que, al igual que el sospechoso, yo también me encuentro en régimen abierto a pesar de no haber cometido ningún delito, ya que apenas regreso a casa para dormir.
CUARTO DÍA
Mientras prepara el desayuno, mi esposa me comenta que, de nuevo, mi sueño ha sido intranquilo; que parecía sufrir convulsiones. Lo cierto es que me siento tan cansado como si no hubiera dormido.
—¿Solo el café? ¿No desayunas? ¿Vas a salir?
Demasiadas preguntas.
—Sí. No tengo hambre. Volveré pronto. No te preocupes.
He decidido conocer el interior de la tienda de electrodomésticos y se lo digo. Ella acepta, no de muy buen grado. Lo sé porque ni siquiera me mira. Lo está pasando mal. Cuando todo esto termine buscaré una forma de recompensar su paciencia.
En algo más de quince minutos aparco cerca de la tienda y espero con discreción, para entrar al mismo tiempo que una señora mayor. La tienda es amplia y está bien iluminada. El único empleado atiende a la señora mientras me dirijo hacia el fondo. Allí encuentro las lavadoras y una puerta. Imagino que se trata de una especie de oficina que incluso podría disponer de caja fuerte. De ser así, allí deben guardar el dinero de las ventas. Pudiera ser un almacén o también ambas cosas. Unos minutos después la señora se marcha y el empleado se me aproxima.
—¿Puedo ayudarle?
Se trata de un tipo de unos cincuenta años, delgado, y calculo que medirá alrededor de un metro setenta. Parece ágil, aunque la palidez de su piel revela que no practica deporte. Si no fuera sorprendido, creo que optaría por huir por los pasillos; eso me concedería más tiempo.
—Busco una lavadora. La que teníamos ha muerto. Estaba mirando precios, pero prefiero que sea la mujer la que escoja el modelo a su gusto.
—Los tenemos muy buenos —dice acompañando sus palabras con una sonrisa.
Me parece una persona de trato muy amable. No me gustaría que sufriera ningún daño. Siento náuseas con solo imaginarlo en el suelo, ensangrentado, con la cabeza reventada a golpes.
—¿A qué hora cierran? —consigo preguntar.
—A las dos.
—Y ¿por la tarde?
—Abrimos de cinco a nueve —responde con la misma la sonrisa.
No sonreiría tanto si sospechase la verdad. Si supiese que yo no necesito ninguna lavadora, sino que un tipo pretende acabar con su vida y que yo soy uno de los que deben impedírselo.
—¿Tiene una tarjeta con el teléfono? Por si mi esposa quisiera hacerle alguna consulta.
—¡Por supuesto! —exclama, mientras me entrega una que saca del bolsillo.
—Gracias —respondo al tiempo que simulo leerla.
El horario de tarde puede ser el motivo por el que aún no se decide. Muy avanzado para su regreso. No podría actuar a última hora, de no ser que consiguiera entrar un poco antes, atacar y cerrar él mismo. Es una posibilidad a tener en cuenta, al igual que el horario de cierre tras la jornada de mañana.
—En unos días volveré con mi mujer. —digo alzando el brazo a modo de despedida, mientras me encamino hacia la salida.
—Aquí estaremos.
Salgo de la tienda. Al menos esta vez no tengo nada dentro que vomitar. Estudiando el exterior creo que por la proximidad de la rotonda le resultaría complicado estacionar cerca sin llamar la atención. Aparcaría en el mismo lugar desde el que suele vigilar la entrada, a unos cien metros, y se aproximaría a pie. Eso me concedería suficiente tiempo para llegar hasta la puerta y entrar… supongo.
La gestión ha sido rápida. Antes de regresar a casa pasaré por la oficina para estudiar lo que tenemos. Quiero conocer más a fondo a este individuo; quiero entrar en su mente. Deseo saber cómo piensa un asesino.
SINOPSIS
Basada en hechos reales. Una historia contada desde las entrañas del propio narrador, que formó parte del desarrollo de la investigación, así como de su sorprendente desenlace. Las extrañas circunstancias que rodean la aparición de la cartera de un joven comerciante que fue asesinado, y la similitud de ese crimen con otros dos asesinatos recientes, hacen sospechar a las autoridades que un asesino en serie actúa sobre el gremio de comerciantes de la ciudad. Por ese motivo optan por no desvelar la aparente relación entre los tres asesinatos. Un hecho casual hará que toda la investigación se centre en un solo sospechoso. Tras un mes de vigilancia constante, las pruebas obtenidas no resultarán definitivas. Cuando los agentes comienzan a dudar, un vuelco inesperado hará que todo se precipite. Una novela que desvelará los vericuetos de la investigación que culminó con la detención del único asesino en serie documentado, que haya actuado nunca en la apacible ciudad de Sevilla, donde se desarrolla la acción.
OPINIONES Y COMENTARIOS