3 de agosto de 2020 a las 11:32 pm

3 de agosto de 2020 a las 11:32 pm

Alberto Pacheco

12/08/2020

En el hospital las noches siempre son blancas; la luna tiene forma alargada como un cigarro brillante y está al alcance de un basquetbolista. Mi padre reposa en ese lecho de color azul y quedo a su cuidado, tal y como lo profetizó hace 5 años cuando inicié mis estudios en Enfermería profesional, sabio como siempre, visionario eterno, casi todo lo que prevé sucede con la precisión de un arquero.

Un delicado verso se desliza en mi mente, muy probablemente inspirado en la escena tan poco deseada por todos los allí presentes:

“Te añoro en lo íntimo del recuerdo, ese que se consume en mi pecho, entre latidos y besos que llevan tú nombre, yo te nombro, y te pienso.”

Cito que es de Margie Valentin y no mío, pero que acorde ha sido… porque mis pensamientos tratan de sacarme de la crisis haciéndome volar por la ventana, llevándome ante una chica a lo lejos de mí. Un parpadeo de esa luna tubular me transporta a la habitación donde pasé mis universitarios días y donde escribía versos hacia tan solo unos meses, ignorando por completo a donde irían a dar, ni la forma en que mi corazón recibiría los embates de marzo y abril.

Alguien, solo Dios sabe quién, ejecuta un reproductor musical en alguna parte del pasillo del hospital, una melodía triste y pesada ejecutada por las manos sobre un piano se hacen sonar. Me parece que aunque la tonada, que identifico muy bien, no es propicia para sonar a la 1 de la mañana en una sala de cuidados intermedios: «Opus 7» de Dustin O’halloran. Es casi como si les dijeran en medio de los sueños a los pacientes:

-“Estimados, se van a morir”-

Una araña de color marrón se columpia en la esquina, justo al lado de la ventana a través de la cual salí volando en mi arco astral hacia la chica que mencioné antes. Sus patas parecieran emular movimientos de llamamiento. Cuando más centro mi atención en ella se detiene, asciende y se pierde por la ventana que ya crucé hace mucho rato. El piano ralentiza, mi padre se da vuelta, mis ojos se funden en el imploro de darles horas de sueño…

-“Licenciado… ya debe marcharse, vaya descanse un poco y vuelva”-

Un sol con complejo de ratero se introduce por la ventana por la cual ya regresé; mi padre despierta por la voz de la enfermera que me ha hablado. Me pongo en pie, tomo conmigo la libreta donde escribo todo esto, un nuevo verso me viene a la cabeza:

“Tiemblo, al compás del reloj que marca tú norte, y me pierdo en el horizonte, que besa tu firmamento, estoy viva, y a la vez muero porque no te tengo, porque no me tienes…”

Si la voz de Margie es tan bella como su poesía debe ser la segunda voz más melódica que existe, porque la primera me arrulla en esas noches antes de quedarme dormido y si no la oigo con ese porte de mujer que tiene, no me puedo dormir.

-Iré a casa un momento Padre, volveré en un rato, te amo-

Ahogadamente por los fármacos me responde: 

-Vaya, te amo hijo-

Los pasos hasta la casa son como ecos en la calle solitaria por la pandemia, rebotan en las paredes como balones en cancha de cemento. Ni un solo caminante o alma transitante en la ciudad española de Comayagua. 

9 horas después…

Hace un momento estaba sepultando a mi progenitor, en un nicho sobre mi abuela y mi tía Cristina… y tras naturales suspiros, esta noche vuelvo a mi habitación…

A la mañana siguiente

5 de agosto de 2020 a las 8:24 am

Dormí profundamente, agradecido por toda una vida aprendiendo de él… toca seguir el legado.

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