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Pablo Gabriel

27/12/2017

No me interesa ver su cara, no quiero saber sus emociones, ni cuantas pestañas o pecas -si es que las tiene- pueblan su cara. Si sonríe, nunca lo supe porque no me fijé. Qué le hace bien, qué le hace mal, qué lleva puesto… nada de eso veo. Aunque haya luna llena, sea la noche más estrellada, el viento esté a favor y la copa desborde, no me importa en lo absoluto. ¿Por qué? Porque no importa si hay luna llena, no ilumina tanto como lo hizo una vez su sonrisa. Y aunque el cielo esté estrellado, no puedo recordar lo que se siente la inmensidad, cuando aprendí a verla en cielos nublados y de la mano de una de esas estrellas.

El viento ya no hace bailar mis ojos al compás de la nieve. Cómo podría brindarla en voz alta, si las emociones no caben en palabras. Las mañanas se tornaron simples; la noche es larga, más larga sin ella. ¿La cama era así de grande? ahora las damas en ella no traen el sabor a poesía. Las sabanas me susurran su nombre por la noche. «Donde está» «Por qué la dejaste ir» . El apetito no encuentra lugar en la oscuridad; las agujas del reloj me marcan la hora de ayer. Se respira distinto desde que no está.

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