Eran tan buenos

Lo de esta mañana nos tiene atontados, ya no sabemos qué creer. Se supone que nos vamos a reunir a la tarde y alguien sugirió que en casa de Rodrigo, pero tal vez no sea lo más apropiado, mejor después vemos en dónde.

Lo de Mario de por sí es terrible, y pensar que ni siquiera pudimos despedirlo como Dios manda. Don Mario y doña Aurelia pidieron que lo velaran con el cajón cerrado, no porque estuviese desfigurado, al contrario, tenía la cara lisita y en paz como la mayoría de los muertos. Además, el traje negro con la camisa blanca y la corbata color vino le quedaba tan bien que mientras lo terminaban de arreglar, doña Bety Ávalos dijo: Nunca lo había visto tan guapo, y tenía razón, lo feo era el agujero en el costado de la cabeza, esa mancha seca, esa costra quemada que no había forma de tapar. Al final qué bueno que nadie lo vio así, porque vino gente de todos lados, de San Ramón, de San Diego, y siguieron llegando hasta la madrugada, con este frío que está haciendo. Mire que a nosotros no nos gustan los velorios, pero esto fue diferente, si hasta la comadre Tita estaba triste, y eso que a ella no hay quien la conmueva. A ver qué tal se pone esta noche.

Rodrigo fue un mar de lágrimas durante el velorio de Mario, se tapaba la cara para que no lo vieran, solito en un rincón por no dar espectáculo. A doña Aurelia se la tuvieron que llevar porque no daba más, y don Mario, qué corrección de hombre, sufriendo tan callado, tan propio, sin necesidad de andar mostrando que el muerto era suyo, un hijo suyo nada menos. Protestaron un poco cuando el más grande se los llevó a eso de las doce, pero hizo bien; los padres de Rodrigo tampoco querían irse. Hacía años que no se veía tanta gente en un velorio, y lógico, porque don Mario y doña Aurelia son gente conocida, y también Marito, quién no lo quería: guapo, alto, delgado como los Acuña, pero también con mucho de don Mario y de los López en general, salvo por Miguel, el hijo del hermano de don Mario, que se quemó la cara con agua hirviendo cuando era chico y al día de hoy no se sabe a quién se parece.

Marito sacó lo mejor de las dos familias, con esos ojos negros y esas manos. Lástima lo del vicio, que se vino a saber recién ahora, cuando no se puede hacer nada para ayudarlo. Se dice que llevaba semanas estando mal y que por el bar iba poco, menos mal que estaba Rodrigo para sacar adelante el negocio. No era justo, claro, porque en una sociedad se supone que tienen que jalar los dos parejos, aunque como dice doña Matilde, para Rodrigo era como su hermano, no lo iba a dejar en la calle. Todo por el vicio, qué bruto, y parece que ultimadamente también le había dado por el juego. Julia, la hija de Carranza —la más grande, la que tiene la nariz operada, la que trabaja en el banco—, contó que debía mucho y que si no pagaba en estos días lo iban a embargar. Según doña Elena por eso lo hizo, para no meter en más problemas a Rodrigo, porque de un momento a otro le iban a caer también a él. Además, vaya a saber si le debía solamente al banco porque si estaba enviciado, y dicen que sí, que mucho, entonces es probable que también le debiera a otra gente, que no van a salir ahora a reclamar ninguna deuda para no llamar la atención de la policía, pero que al muchacho lo tendrían amenazado eso es seguro. Uno de los empleados del bar estaba diciendo que vio cuando Mario discutía hace unos días con dos tipos en la parte de atrás del negocio, cerca de los baños. La semana antes Sandra se lo había cruzado en la calle a media mañana y dice que tenía unas ojeras que daban miedo. Se notaba que iba a terminar mal, pero qué lástima, tan buen chico.

Rodrigo tuvo que ir a declarar al Ministerio Público y nosotros lo acompañamos para que se sintiera apoyado, pero no nos dejaron entrar a todos a la oficina donde toman declaración. Éramos nosotros cuatro apoyándolo, y encima el abogado, la secretaria, el juez (que salió a saludar a Rodrigo y a darle el pésame), y hasta el intendente, un señor medio pelón de guardapolvo sucio y escoba en mano. Pasó algo gracioso con él; mientras nosotros nos acomodábamos lo mejor posible (para no perder detalle) y el abogado preparaba el trámite, Rodrigo —ya sentado y esperando que empezaran a preguntarle— levantó un libro que había en el escritorio y se puso a mirarlo; no que le interesara el libro, se entiende, sino por tener la cabeza en algún lado; no habían pasado ni ocho horas de que doña Bertita lo despertó para decirle lo de Mario; durante todo el día pareció un sonámbulo dejándose llevar del brazo. El caso es que cuando el intendente vio que Mario levantaba el libro, la cara se le puso roja y cruzó la oficina a los empujones hasta parársele al lado, y empezó como a reclamarle, a decirle que el libro era de él. Fue un segundo en el que nos pusimos realmente tensos, pensando que este señor se había enojado y sin darnos cuenta de su condición, porque es enfermo, tiene algún tipo de discapacidad, y no se le entiende bien cuando habla; se ve que con lo del libro se puso nervioso, pero cuando vio que nos estaba asustando a todos trató de arreglarla. Lo fuerte estuvo en que al darnos cuenta de la discapacidad del hombre fue como si nos llegara un alivio (el alivio de saber que no era una persona en su sano juicio reclamándole a otra en una situación tan delicada, tan proclive al conflicto), un alivio que habíamos deseado durante todo el día para disolver una tensión inaguantable de a ratos y que llegó del lugar más inesperado.

La que no pareció nerviosa con el incidente, sino más bien fastidiada, fue Normita, la sobrina de Gustavo Castro que se vino de la costa a trabajar de secretaria en el juzgado (y que se lleva muy bien con el juez, dicen). Lo que pasa es que Normita ya conoce a este señor, trabajan juntos pues, y además de acostumbrada ha de estar cansada de situaciones así, que si bien el señor no tiene la culpa porque es enfermo, tampoco ha de ser fácil tener que trabajar todo el día con él al lado. Palpebra no estés molestando ahora, por favor, algo así le dijo; con mal tono, la verdad. Palpebra; me acuerdo porque es un apellido que no es de acá, vaya a saber de dónde sería el pobre. Ahí fue cuando se vio el buen corazón de Rodrigo, que se apuró a decir Déjelo, Normita, está bien, y cuando fue a devolverle el libro el intendente no se agarró, quiso que Rodrigo se lo quedara. Terminó siendo una escena tierna al final, y Normita, ya más relajada, pudo tomar la declaración.

Se notaba que Rodrigo no daba más, que quería terminar con el trámite e irse de una vez a descansar, o a llorar más bien, porque aunque no dejaba que lo vieran y llevaba dos días sin salir del cuarto, bastaba con mirarle los ojos hinchados para saber. Lo de la declaración estuvo fatal, Rodrigo tuvo que contar cosas feas de Mario, cosas que todos sabíamos —no estaba diciendo ningún secreto—, el tema era oírlas en voz alta y que alguien las estuviera escribiendo para dejarlas asentadas en un expediente. Después, cuando fuimos a casa de Rodrigo a hacerle compañía (aunque él se metió en su cuarto, y lo entendimos), Silvia decía que eso es hipocresía, que había que tener el valor de decirlo en la cara y que por eso ella jamás anduvo comentando en voz baja. Lupita Sánchez le contestó que no siempre es así, que también hay que tener en cuenta a la familia, imaginate nomás a doña Aurelia yendo al mercado y que la puestera le diga ¿Así que su hijo es un drogadicto y un tal por cual?, eso tampoco se vale, y además si uno comenta no es que se esté metiendo en lo que no le importa, porque sí importa, cómo no te va a preocupar alguien que fue tu compañero de escuela, tu vecino del barrio, tu compinche de borracheras, tu amigo, carajo, qué clase de insensibles seríamos si nos enteráramos de que Mario se droga, o tiene el problema que sea, y nos quedamos cruzados de brazos.

Justamente, lo que mató a Mario fue que no lo supiéramos antes, porque así nadie pudo ayudarlo, dijo Lupita Rojas, la hija de Gloria. Y hay que ver cómo es la gente, porque Lupita es de las que opina que cada uno es responsable de lo que hace y que tenemos que aprender a resolver nuestros propios dramas, pero cuando estuvo a punto de cerrar la florería porque no tenía para pagar la renta fue a pedirle prestado a Doña Lolita, y eso lo sabemos porque doña Lolita es tía de Maricarmen y ella misma nos contó. Además, Lupita nunca dio una ayuda en su vida, que no se haga ahora la samaritana. Pero eso sí, basta que alguien se muera para que todos se crean con altura moral para opinar, por eso ni vale la pena amargarse. Ahí está Lupita, cuando habló de ayudar nadie abrió la boca, pero nos miramos de reojo y más de uno casi suelta la risa.

A mí me parece que hay de las dos, que todos queríamos a Mario y que sí nos importaba lo que pudiera pasarle (al menos yo en estos tres días cada vez que oí hablar del tema siempre fue con preocupación y respeto) pero tampoco podemos negar que nos gusta un poquito el chisme; aunque muchos no lo aceptan, así es.

Durante el velorio, por ejemplo, todos estuvimos muy tristes porque a todos nos dolió, eso no se niega, y sin embargo, cuando fuimos a la cocina a buscar café, estaban conversando don Pancho Pérez y Camilo, el hermano más chico de don Jaime, y se quedaron callados apenas nos vieron; lo único que alcanzamos a escuchar fue …una pobre india…, como si hiciera falta más para saber que estaban hablando del ese asunto tan feo de don Mario. En su momento fue muy comentado porque el chiquito tardó un par de días en fallecer, y la misma preocupación por saber si se salvaba o no hizo que todo mundo se enterara de lo que había pasado: no se puede hablar de un niño atropellado sin mencionar quién lo atropelló y el estado de borrachera en que se encontraba cuando lo atropelló. Para colmo el auto quedó incrustado contra el poste de la luz; y dicen que cuando don Mario se bajó, tambaleándose, todavía quería alegar que no era su culpa, que una combi lo había chocado por detrás, cuando todo el mundo vio, porque eran las dos y media de la tarde, cómo se subía a la banqueta y le pasaba por encima a la señora que venía de traer al niño de la escuela. A la señora no la lastimó, pero el muchachito quedó muy grave y murió a los dos días. Nosotros éramos chicos, pero nos acordamos; la señora quiso reclamar pero como era una pobre india le dieron dos pesos y le dijeron que más le convenía quedarse callada. Y ahora la muerte de Marito parecía decirle a don Mario: ¿Vio como todo se paga?, usted le quitó el hijo a esa mujer, ahora Dios le quita a usted el suyo, en la flor de la vida.

Porque lo que sí, don Mario es un excelente padre, siempre le dio a Marito y a los otros una educación de lo mejor, y siempre fue un hombre de trabajo del que jamás se dijo que le haya robado a alguien. ¿Y doña Aurelia?, de ella no puede decirse una palabra porque lo que aguantó esa señora en su vida no tiene nombre, y aun así, de qué le sirvió haber sufrido tanto si como pago iba a recibir la muerte de un hijo. Igual que Rodrigo, pobrecito, que tampoco tenía culpa de nada, y no sólo perdía a su mejor amigo de toda la vida sino que a él mismo le tocaba acompañarlo en su última noche y no poder evitarle la muerte.

Justo anoche comentábamos —después de que Bertita no nos dejó entrar— lo culpable que debía de sentirse Rodrigo por no haberse dado cuenta de lo que Mario estaba por hacer. Por eso no quería salir del cuarto, creemos nosotros, por eso lloraba tanto. Rodrigo era quien más cerca estaba de Mario, o sea que si alguien tenía posibilidad de ver lo que estaba pasando y evitar lo que pasó, ese era Rodrigo. Que no es hablar mal de él, cuidado, sólo que también es razonable preguntarse ¿cuándo empezó Mario a estar mal?, ¿cuánto tardó Rodrigo en darse cuenta?, y concretamente, ¿qué hizo para ayudarlo? Ninguno de nosotros tiene derecho a levantar el dedo y acusarlo, pero habría que ver cómo se sintió Rodrigo por dentro, de qué manera se respondió él mismo a esas preguntas.

Algo de remordimiento había en su encierro y en su llanto, las pruebas están a la vista. Otra cosa: para cuando Mario se pegó el tiro, o antes, para cuando Rodrigo llegó a su casa, los dos estaban borrachos. ¿Qué tanto tuvo que ver el alcohol con la decisión de Mario?, esa es otra buena pregunta. Según dijo Rodrigo en el juzgado él no quería tomar, pero Mario llegó ya con algunas copas cuando el bar estaba cerrando y estaba contento, de buen humor, siendo que los días anteriores se lo había visto muy acabado, esa es la palabra, acabado. Como Rodrigo lo vio de tan buen ánimo le aceptó un trago para poder conversar con él, puesto que cada vez que había intentado tocar el tema había sido para pelea. Parece que iba a aprovechar para aconsejarlo, enterarse bien de cuál era el lío en el que estaba y ver cómo se lo podía ayudar. Ahora, ¿qué tan buena ayuda es para una persona alcohólica sentarse a tomar con ella? Es muy difícil, muy difícil.

Aparte, no podemos opinar porque solo conocemos una parte de la historia, la cuestión con la droga, lo que le debía al banco (que dice Julia que era como un millón de pesos), y que estaban estos delincuentes buscándolo para cobrarle algo, no sabemos qué. Y ahí arranca lo que no se sabe: ¿cuánto realmente debía?, ¿a quiénes?, ¿y lo del banco?, ¿en qué se había gastado un millón de pesos, él, soltero, sin supuestamente otro gasto que la renta, la comida, pongámosle alguna que otra salida, siendo que es el dueño del bar que mejor trabaja en el pueblo desde hace años, y que seguramente recibe un buen dinero de ganancias a fin de mes? Uno no pasa de ser un chico correcto y exitoso a ser un adicto acosado por mafiosos de la noche a la mañana, algo hubo en el medio, algo lo hizo cambiar. Aquí hay algo que nunca vamos a llegar a saber. Aunque si bien se mira es mejor así, tampoco tiene caso estarle rascando para ver qué aparece, hay que respetar la memoria de los que ya no están y aceptar las cosas como son, en fin.

Mientras conversábamos llegó doña Bertita y nos contó que la noche en que Mario se mató, Rodrigo estaba tan borracho que se cayó sobre la mesita de la sala y casi rompe todo. Eso ya lo sabíamos de propia boca de Rodrigo porque lo contó durante la declaración, cuando le preguntaron si sabía a qué hora llegó a su casa y él dijo que sí, que había llegado a las tres y diez. Se tropezó en la oscuridad, tiró lo que había sobre la mesita y cuando doña Bertita —que se había despertado con el ruido— vino a recoger lo que se había caído, agarró el reloj y dijo: Mire nomás la hora que es, son las tres y diez de la mañana. Eso contó Rodrigo mientras declaraba, y doña Bertita lo confirmó, dice que llegó bastante tomado y que tuvo que llevarlo a su cuarto y acostarlo. Al otro día pasó temprano doña Flor, que iba para el mercado, y le contó a Bertita que había visto a la policía en la casa de Mario, que preguntó y que le dijeron que el chico se había pegado un tiro. Fue Bertita la que despertó a Rodrigo para decirle, no le dijo lo que le había dicho doña Flor, lo del balazo, sino únicamente lo de la policía, que fuera a ver qué pasaba. Así fue como se enteró Rodrigo. Durante la declaración también supimos que Mario se mató a las cuatro de la madrugada; se lo preguntó el abogado a Martita, y ésta incluso agregó el dato de que una vecina fue la que avisó a la policía.

Qué horrible, pensar que no llegaba ni a treinta años. De chico fue muy callado, andaba todo el día pegado a Rodrigo, en la escuela, en el barrio, y después cuando se hicieron grandes igual, bastaba ver a uno para saber donde estaba el otro. Cuando se fueron a estudiar a Puebla y cuando pusieron el bar, inseparables siempre. Y ahora esto. Más que pobre Mario, pobre Rodrigo, pobrecito de verdad.

El entierro fue al otro día, y el panteón estuvo parecido al velorio: medio pueblo, casi las mismas caras de la noche anterior, y eso que lloviznaba, y había neblina, y otra vez esa tristeza tan grande como pocas veces se ha visto en una muerte de por aquí, ese silencio tan respetuoso como si se hubiera muerto el obispo en vez de uno de los chicos del pueblo. Si había que referirse a algo se hacía en voz muy baja, al oído del interesado, como por ejemplo cuando Paulina le preguntó a Lucero si sería cierto que había dejado una nota de suicidio y Lucero le contestó: No que yo sepa. Así es como nos fuimos enterando de algunos detalles, porque Rodrigo no hablaba con nadie, como será que no quiso ir a quedarse unos días a la casa de sus papás. Desde que se supo lo de Mario no buscó salir del cuarto, dice doña Bertita que los últimos dos días ni comió. Por supuesto que también hubo chismes de los que nunca faltan, porque las malas lenguas se afilan en el yugo ajeno, y desde el grupo del fondo nos llegó el rumor de que pudo no haber sido un suicidio, que si andaba enredado con mafiosos y les debía plata que tal vez se cobraron de otra forma. Qué baja puede ser la gente. Lo peor es que estaban haciendo ese tipo de comentarios casi en la cara del juez, que llegó con los del juzgado para saludar a la familia pero se quedaron atrás, porque el cura ya había empezado a hablar y no quisieron interrumpir. Estaba el abogado que acompañó a Rodrigo en la declaración, Normita, y hasta el intendente, con el mismo guardapolvo sucio. Cuando el cura terminó la oración de a uno se fueron acercando a los papás de Mario para dar las condolencias, y este señor Palpebra parecía que buscaba a Rodrigo con los ojos, capaz que para reclamarle el libro. Como estábamos un poco lejos, nosotros nos quedamos comentando algo de lo que se oyó en el entierro. En general se repetía lo que ya sabíamos: que Mario tomaba y se drogaba, que jugaba, que le estaba debiendo al banco y a unos tipos peligrosos, que las últimas dos semanas lo habían visto nervioso, o peor, como desesperado.

Lo que no sabíamos es que quien avisó a la policía fue doña Asunción, que comparte la pared de su cuarto con el cuarto de Mario, y que dijo que el balazo se escuchó a las cuatro y dos minutos, que lo vio en el reloj eléctrico de su buró (una baratija china de lo más corriente que ella se piensa que es la octava maravilla tecnológica). No salió porque hacía frío, pero dice que cuando llegó la patrulla y se armó todo el relajo se asomó a la puerta y le preguntó a un poli que estaba parado en la entrada de la casa de Mario qué pasaba. Se suicidó el muchacho de aquí, se pegó un tiro, dice que le dijo. Parece que lo encontraron en la cama, con la mano colgando hacia afuera y el revólver en el piso.

Saliendo del panteón nos pusimos de acuerdo para ir a casa de Rodrigo a ver cómo seguía y tampoco logramos que saliera del cuarto, así que nos quedamos tomando café y conversando, para que de alguna manera supiera que lo acompañábamos. Estábamos en la cocina y sonó el timbre, doña Bertita fue a ver quién era y volvió pálida: En la puerta hay un señor que dice que es del juzgado y que busca a Rodrigo, pero casi no se le entiende lo que dice. Oír la primera parte de la frase nos asustó, la segunda nos hizo sentir aliviados, como en la oficina, y otra vez debido a la misma persona: Palpebra. Parece que sí estaba buscando a Rodrigo en el panteón. Bertita lo hizo pasar y lo sentó en la sala; nosotros le dijimos que no fuera a molestar a Rodrigo por eso, que le dijera al hombre que venga otro día, pero no nos hizo ni caso.

Ese el problema con Bertita, que siempre se creyó la madre de Rodrigo. Tiene de qué agarrarse, porque la relación con la familia viene de lejos, como será que cuando don Rodolfo y doña Celia llegaron a vivir aquí Rodrigo estaba bebé y Bertita ya venía con ellos. Entre doña Celia y Bertita se dicen comadre, pero entre don Rodolfo y Bertita no se dirigen la palabra y eso por lo menos da para sospechas. Una vez, hace mucho, se habló al respecto en una reunión que hubo en casa de uno de nosotros; en esa ocasión —y muy en petit comité— alguien aseguró, dando nombre y apellido de quien se lo había contado, que doña Celia era estéril y que Rodrigo era en realidad hijo de don Rodolfo y de Bertita. Rodrigo no llegaba ni al año cuando se mudaron para acá, y para entonces doña Celia era la madre y Bertita la nana, pero quién sabe. Aun si se tratara de una mentira fabulosa, les quedó perfecta: Rodrigo desde chiquito fue la cara de don Rodolfo y a doña Celia no se pareció nunca, la frialdad entre don Rodrigo y Bertita, el cariño de Rodrigo hacia Bertita (más que a su propia madre, podría decirse), el hecho de que cuando se fuera a vivir solo se la llevara con él. Vamos, podrá ser un invento, pero tanta coincidencia llama la atención. Ahora mismo, con lo de Mario, Rodrigo bien pudo ir buscando consuelo a su casa, estar cerca de su mamá en un momento tan difícil, y no quiso, prefirió quedarse con Bertita, y hasta resulta que ella terminó decidiendo sobre él.

Dejó a Palpebra sentado en la sala y se fue a golpearle la puerta a Rodrigo, qué iba a querer Rodrigo ver a Palpebra, pero ella aprovechó para meterse al cuarto de metiche, y después salir diciendo que Rodrigo no quería ver a nadie más que a ella. Y mientras tanto Palpebra, otro metiche, muy discapacitado y sin embargo fisgoneando con la cabeza para todos lados, hay que ver lo que uno tiene que aguantar en momentos así. En seguida volvió Bertita entusiasmada, y nos dio la noticia de que Rodrigo estaba mucho mejor, que ya pidió algo de comer, y que le diga al señor Palpebra que vuelva mañana, que todavía no termina de leer el libro.

Madre santa, eso es lo que estaba haciendo Rodrigo en su encierro: leyendo, para no pensar, para no sufrir. Y evidentemente le estaba haciendo bien. La verdad, era para sentir gratitud hacia Palpebra, al fin y al cabo un imperfecto desconocido, un pobre trabajador de limpieza con retraso mental logrando lo que un montón de nosotros no conseguía: hacer que Rodrigo se sintiera mejor en medio de todo ese dolor. Qué ternura cuando Bertita le dio el mensaje de Rodrigo, la cara del pobre Palpebra, lo contento que se fue.

Sabiendo que Rodrigo se sentía mejor es que nos fuimos tranquilos cada quien a lo suyo. Estábamos cansados, todo fue tan rápido, enterarnos de lo de Mario, esa tarde ir al juzgado y por la noche al velorio, al entierro a la mañana siguiente y a la tarde a casa de Rodrigo. Estábamos rendidos, nos fuimos todos temprano. Ayer tuvimos que volver al trabajo, porque la vida sigue, lamentablemente así es, así que quedamos en encontrarnos por la noche para ir a ver cómo estaba Rodrigo. Y qué tal que Bertita no nos dejó pasar de la puerta, habrase visto. Nos dijo que Rodrigo había vuelto a ponerse mal y que por favor lo dejáramos descansar. Pero lo decía con una autoridad, una antipatía… ¿Pasó algo?, le preguntamos. No —contestó—, a la tarde pasó el señor del libro y estuvo conversando con él en la sala, no quisieron café y Rodrigo me dijo que los dejara solos. Yo me metí a mirar la novela en mi cuarto y me quedé dormida. Dijo también que cuando se despertó se asomó a la sala y no había nadie, que entonces salió al patio, miró para arriba, y vio la luz prendida en el cuarto de Rodrigo. Pero si está luz la prendida es porque no está descansando, protestó uno de nosotros desde atrás, y Bertita poco más nos cierra la puerta en la cara.

En ese momento nos dio tanto coraje que salimos mentando madres. Esta criada se tomó muy en serio el papel de madre de Rodrigo, dijo Moi, encabronadísimo, y sin embargo pobre Bertita, lo que es la vida, fue ella la que lo encontró esta mañana. Salió al patio a buscar la escoba para empezar a limpiar y lo vio colgado de la ventana con una sábana.

Todavía no salimos de la conmoción, lo de Mario hace apenas tres días y ahora esto, estamos atontados, no sabemos qué pensar. Se supone que nos vamos a reunir esta la tarde y alguien sugirió que sea en casa de Rodrigo, pero tal vez no sea lo más apropiado. Ya veremos después en dónde.

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