Para abreviar; de ella sólo supe que era prostituta y que una madrugada de viernes, acorralada entre odios y envidias, pretendió escaparse de sus quehaceres y enamorarse como una rubia cualquiera. Fue el más ingrávido de mis amores, tan efímero que no duró ni un beso. No sé cómo se llamaba ni cuántos años tenía; no llegué ni a oír su voz. Lo que ocurrió entre nosotros fue puro amor. Sin necesidad de nombres, ni de cortejos, ni de histerias, ni de sexo. Puro amor, pero amor en todas sus facetas: amistad, hambre, ternura, concupiscencia.
Estuvo bien que al principio me tratara como a un cliente cualquiera, pero ella extendió la formalidad hasta niveles absurdos: habremos pasado juntos unas doce horas y me trató de usted casi todo el tiempo. Era morena, se llamaba Blanca, y todavía me trataba de usted cuando por la tarde, en la cafetería del centro comercial y delante de su amiga, me preguntó, con una curiosidad de lo más genuina: “¿Usted no se enoja si yo le doy un beso?”. Pero hijita de Dios. Si hasta se había puesto linda para mí, como si en lugar del cine la hubiese invitado a una parranda: pantalón claro bien ajustado para destacar la belleza de sus nalgas poderosas, una blusa estampada de colores chillones, unos zapatos de tacón sobre los que apenas podía conservar el equilibrio, una máscara gruesa de maquillaje para disimular la perfección cobriza de su cara; toda una piruja barata para quien la viera desde afuera; aunque desde adentro, desde donde sólo ella podía mirarse, se veía tan hermosa y sensual como ninguna otra mujer lo había sido jamás desde el principio de los tiempos. Más tarde me confesaría que apenas dos hombres antes de mí le habían puesto una mano encima. Ni siquiera hombres: dos chicos de su edad, que lo consiguieron no porque lo merecieran sino porque les aconteció estar ahí cuando (de una manera oscura y callada, venida desde adentro, aun antes de que el pensamiento lo convirtiera en palabras concretas) ella sintió que había llegado el momento de soltar un peso que durante cuatro años, desde los trece, venía cargando como si fuera una culpa. Un sábado en el baile se dejó emborrachar, y a la salida tampoco puso objeción cuando él, sin consultarle, le dio al taxista la dirección de la vecindad donde alquilaba una pieza húmeda y oliendo insoportablemente a ropa sucia. Recuerda que le dolió, que ni siquiera logró asomarse al placer, pero que le perdió el miedo de una vez.
Eso con respecto al primero; en cuanto al segundo dice no estar del todo segura, aunque quizá lo haya aceptado con la esperanza de que acabara con una tarea que el primero había dejado evidentemente inconclusa. Pero tampoco éste pudo.
El tercero le permitiría conocer el sabor de las caricias y los besos prohibidos, la penetración sin violencia en dos ocasiones con media hora de intervalo entre ambas, la primera de unos tres minutos, la segunda algo más generosa, pero sin pasar de los cinco. El tercero sería el primero en acercarla unos metros al destino que su cuerpo le reclamaba con urgencia. Pero ni de lejos cumpliría con la maravilla que le prometió en una cafetería de centro comercial.
Al cuarto le colgaban dos grandes bolas cubiertas con pedacitos de espejo que deshacían la luz blanca de los reflectores en millones de destellos multicolores y hacían que su cara se viera más radiante, más intensa todavía, con la cabeza echada hacia atrás y una flor hecha de dientes brotándole a cada minuto entre los labios. Por entonces no podía imaginarme que se tratase de una prostituta. Pudo haber sido una modelo o una bailarina, una estudiante universitaria hija de obreros, la más linda de un barrio humilde. La vi desde que entré al bar, y busqué instalarme en una mesa cercana para poder observarla, pero estaba todo ocupado y tuve que irme al otro lado del salón. Pedí una cerveza.
El antro no era más que un cuarto de unos diez metros de lado, de paredes negras y tan lleno de gente como seguro lo estaría cada noche de jueves. La única decoración visible eran las dos pelotas espejadas colgando del techo y propagando un sinfín de chispas cegadoras por todo el salón. El efecto era prodigioso: cien metros cuadrados que a la luz del día no podrían generar la menor emoción y que sin embargo al anochecer y llenarse de gente y destellos de colores, pasaban a transformarse en el escenario perfecto para que ella pudiera brillar.
Su mesa quedaba bastante lejos de la mía y no podía ver gran cosa: su sonrisa, su pelo suelto sacudiéndose de un lado a otro, y eso siempre y cuando nadie más alto se interpusiera entre nosotros. Estaba acompañada por un tipo bastante feo y se restregaba contra él sin rastro de pudor. Quise entender la situación, pero estaba demasiado lejos para captar detalles. Rellené las piezas faltantes y obtuve el siguiente resultado: Son amigos. A ella le gusta bailar provocativamente, pero sólo viene a eso, a bailar, el problema es hacérselo entender a esta jauría. En cambio el gordo no le va a hacer nada, no sería capaz ni de pedirle un beso. Con él sí puede bailar, frente a él puede abandonarse a la música sin miedo, sin precaución.
En la parte de atrás del salón había un espacio con mesas y sillas más cómodas, iluminado de manera más tenue, y separado del resto del bar por una frontera de puertas de cristal. Allí había menos gente, una barra de bebidas y los baños, un par de meseros atendiendo sus cosas y las muchachas yendo y viniendo en un corredor social que iba desde la entrada de la puerta de cristal hasta la entrada del tocador; parecían una fila de hormigas.
Un centenar de hormiguitas laboriosas concentradas en una tarea que no admite distracciones, una hilera de frenéticas y diminutas fuerzas desplazándose en direcciones opuestas e impulsadas por el mismo gran propósito, una intensa actividad entrañas adentro, el deseo bullendo como un hormiguero en primavera, y ella sin saber para qué, de que sirve estar contenida en un cuerpo de hembra joven y hermosa, qué razón puede existir en su deseo (esa sensación que aún no coagula en palabras y sin embargo tan presente), si está condenada a reprimirse. Porque las chicas pobres deben al menos ser decentes; y no sólo serlo, también parecerlo, porque si de pronto se le ocurre usar ropa ajustada o se le pasa la mano con la pintura, ya nomás por eso es válido suponer que se revuelca con cualquiera. Entonces no son las apariencias las que engañan, son los prejuicios.
“Fue mi tercera vez”. Lo dijo mirándose las uñas, como para evitar que pareciera una confesión. Si me lo hubiera dicho en la cafetería, o en el taxi mientras íbamos al hotel, o en esa misma cama incluso, pero antes. Cuando recibí la información ya era tarde, como las cinco de la mañana. A esa hora, después de todo, su comentario me dolía. Nunca hasta entonces se me cruzó la idea de que quizá yo pudiera ser especial para ella.
Debí de haberlo intuido, en el restaurante, cuando me trajo el plato de comida y la mano pareció temblarle, cuando rechazó dos veces mi invitación a salir. Me decía que la dueña le tenía prohibido relacionarse con los clientes. Terminé de comer y pagué la cuenta. “Ya no soy tu cliente”, le dije, “ahora, ¿vas a ir conmigo al cine esta tarde?” Pero ella insistía en que no. Sentí que me desgastaba en un forcejeo menor, y resolví la pulseada de una vez. “Te veo a las siete en el centro comercial”, le dije, como dándole una orden, y salí.
Llegó a las siete y media, hecha una callejera y masticando chicle. Venía con una amiga y preguntó si no me molestaba que nos acompañara. Por supuesto que no, qué otra cosa iba a decirle. Ya no entramos al cine, no pusimos a recorrer tiendas, los tres, rodeados de señoras que colgadas del brazo de sus maridos (aburridos, amargados) hurgaban entre las ofertas de la Gran Noche de Liquidación. Blanca y su amiga preferían las carteras y los zapatos, me enseñaban cosas horribles con entusiasmo infantil, dando saltos y grititos de sorpresa, mientras las mujeres a nuestro alrededor se esmeraban en mostrar el desprecio que tales conductas provocan en las damas bien educadas. Saliendo de un local, Blanca se me colgó del cuello y me habló al oído: “¿Vio cómo nos miraban esas viejas? Habrán dicho qué hacen estas dos gatas con un extranjero. Pero bien que las pendejas se quedaron torcidas de la envidia.”
La envidia se obtiene mezclando amor y odio: amor por algo que se desea fervientemente y odio por no alcanzarlo. Algo tenía esa chica que inspiraba el amor y el odio en la misma proporción, a tal punto que el resto de las mujeres del mundo (aquel mundo atomizado, ruidoso, hedonista, carnavalesco, de brillo impostado) se aguantaban las ganas de mear con tal de no pasar a su lado. Las niñas decentes del pueblo, las universitarias, las hijas de Fulano, las novias de Perengano, todas sin excepción rabiando de envidia, todas quietas sin despegar las rodillas, todas viendo para otro lado. Y los novios igual, tratando de ignorarla, los muy cobardes, para evitarse el disgusto y el codazo.
Yo besaba la botella de cerveza casi con ternura mientras la observaba, bailando feliz y rodeada por un enjambre de seres humanos que, aun cuando parecían divertirse, daban la impresión de estar actuando para fingir una misma pena compartida por todos. Era cuestión de sustraerse al sonido, a la mezcla de música y gritos, imaginarse frente a una película muda, concentrarse en los gestos, y notar que todos a su alrededor no hacían más que sufrir, porque ella, antes incluso que el deseo, tenía la facultad de despertar el dolor en quienes la rodeaban. Mientras bailaba, mientras escurría las manos sobre el cuerpo de aquel tipo horrible y bajaba sensualmente hasta casi acariciar el piso con su sexo, parecía no enterarse de que el sufrimiento brotaba de su cuerpo y se propagaba en todas las direcciones como una epidemia.
Pese a los privilegios de que era objeto, o precisamente a causa de ellos, el gordo a su lado debió de ser quien más sufría. Se trataba de un anfibio anuro de cuerpo rechoncho y robusto, de color moreno, ojos saltones, extremidades cortas y piel de aspecto verrugoso. Probablemente no hubiera una sola mujer dentro del bar a la que el tipo no le provocara repugnancia.
Su ropa interior, no obstante, resultaría ser de un gusto exquisito. Lo supe pasadas las cinco de la mañana, cuando se vestía para irse. Me acomodé en la cama, prendí un cigarro y me puse a ver cómo hacía deslizar piernas arriba una delicada pieza de encaje morado en la que hasta entonces no había reparado. Ahí aprendí que las mujeres odian que las vean cuando se están poniendo los calzones; está permitido mirarlas antes de que se los quiten, cuando ya se los quitaron y mientras se los están quitando, pero nunca debe un hombre observar a una mujer mientras ésta se está vistiendo; es algo que les fastidia tremendamente. Ella se dio cuenta de que yo no le sacaba los ojos de encima y reaccionó enseguida. “Qué tanto me miras”, me dijo, y me fulminó con la mirada, aunque por fin dejaba de tratarme de usted. Prendí el televisor buscando refugio mientras se le pasaba el berrinche. Recordé lo que me había dicho, que fui el tercero, y volvió a dolerme, inexplicablemente. Me la imaginé unos años atrás, todavía adolescente, echada en su cama de cara al techo, con los brazos detrás de la cabeza y soñando con ser la reina de la Feria, coronada por el gobernador, con su novio mirándola desde abajo del palco oficial, un buen chico, de su casa –y con buen carro porque yo no me subo a una lata–, un güero alto y guapo que esa misma noche le quitara su virginidad con la suavidad y el cuidado de quien quita un cuchillo de las manos de un niño. Y sin embargo, vea nomás lo que le tocó: un par de vagabundos pobretones como ella y para terminarla de regar yo mismo. Ella entiende hoy el porqué de su suerte: por negrita, por gatita, por su horma de sirvienta barata según ellos, que cuando van al restaurante la miran de reojo si la tienen de frente y cuando se va no le despegan la vista del culo. Ella los conoce, en la calle ni la saludan mientras que en el baile, cuando están borrachos, se escapan de sus novias para vigilarla con quién está y le pasan al lado aunque sea para rozarle el brazo. Niños bien… bien pendejos.
Terminó de vestirse y salimos a la calle a conseguir un taxi. Amanecía. Caminamos esquivando charcos de lluvia en silencio, cada uno por su lado, como desconocidos. Una sola frase dijo antes de irse, y otra vez evitó mirarme: “Tienes la edad de mi papá”.
Llegamos a la esquina, apareció un taxi y se fue.
A través del cristal se despidió de mí sin mover los labios; el semáforo estaba en rojo y yo parado en mitad del asfalto, frente a la camioneta. Sentado detrás del volante, el gordo le sacudía el brazo y la insultaba. Puta de mierda, le gritaba, te voy a meter un tiro por la panocha para que se quite lo puta. Una música insoportable de bombos y trompetas salía de las bocinas y hacía palpitar el vehículo como si se tratara de una bestia tripulada por otra bestia. Me exponía a que el tipo se saliera de sus cabales y pisara el acelerador, pero en ese momento no me importó, estando allí parado lo único que contaba para mí eran esos últimos veinte segundos de amor. También ella se la estaba jugando; mucho más que yo, de hecho. Y para reafirmarlo me sopló un beso de despedida, que fue para mí la señal, la suya. Me hice a un lado justo cuando la luz pasaba del rojo al verde. Las ruedas chillaron contra el piso, el motor rugió con furia.
Pensé que ese era el final de nuestra historia, que mi intento por seducirla había fallado y que se alejaba de mí para siempre. “Hice lo que pude”, me consolaba. Lo cual era cierto: antes de irse logré arrimarla contra una pared y besarla de verdad, alcanzando a despertar el deseo en ella, acariciándola discretamente por debajo de la blusa, buscándole el ombligo con mi pulgar derecho mientras que con mi otra mano atraía su cabeza hacia mí y le hablaba al oído, que se despidiera de su amiga y viniera conmigo al hotel. Pero ella no quería, o sí quería pero de verdad no podía, y yo insistiendo, no sé qué cosas llegué a prometerle. Hasta que me rendí, le di un último beso, le solté las manos, y la vi bajar las escaleras detrás de su amiga. Todavía me quedé unos minutos en la cafetería, dejando pasar el tiempo y la decepción, hasta que bajé también yo y salí del centro comercial con la idea de caminar hasta el hotel y dar la noche por perdida. Eran más de las once.
Al pasar por el estacionamiento noté que seguían ahí, seguramente esperando un taxi; fingí no verlas y doblé para el otro lado. No llevaba ni veinte metros andados cuando oí que alguien me chistaba y el roce agudo de los tacones contra el cemento del piso. Di la vuelta y ahí estaba, apenada, como nerviosa.
–Mi amiga vive cerca de su hotel. Vamos los tres en el taxi y yo lo pienso en el camino.
Cuatro horas después (y vaya a saber en qué se nos fue tanto tiempo; hablando de mí, supongo), ella acomodaba su cabeza en el hueco de mi axila y desde allí me miraba como esperando algo, un pedido indescifrable pero que ahí estaba, como una súplica, brillándole en los ojos. Empecé a hablar sin demasiada conciencia de lo que decía.
Anoche casi me matan. Fui al bar de aquí a la vuelta y conocí a una chica, aunque decir que la conocí es mucho porque no llegué ni a saludarla. Primero estaba lejos, no podía distinguir del todo lo que ocurría en su mesa, pero noté que bailaba junto a un tipo bastante desagradable. Me imaginé que serían amigos y que ella aprovechaba para moverse así sabiendo que él no se iba a propasar. Después se fueron a la parte de atrás, a un costado de los baños, y yo con ellos. Teniéndolos más cerca y con menos gente alrededor me percaté de lo que pasaba en realidad: ella era una chica de compañía y él su cliente. Un mafioso, un narco lo más seguro, muy feo, parecía un sapo, y portándose como el patán que era, tronando los dedos en el aire y haciendo que los meseros corrieran a rellenarle la copa de champán o a prenderle el cigarro. Eran dos parejas en la mesa: el gordo, ella, y uno que parecía ser el secretario del gordo con su respectiva chica, una callejera cualquiera.
Ella no dejaba de restregarse contra el gordo pero sin estar allí, quién sabe dónde pero no ahí, no con él. Yo no podía quitarle los ojos de encima. Y de repente fue como si saliera de un trance, como una sonámbula que se despierta en un lugar que desconoce y en una actitud inexplicable, y dejó de bailar, me pareció que su cuerpo se tensaba, como presintiendo un peligro, y miró para todos lados hasta que sus ojos se encontraron con los míos y permaneció congelada un instante, hasta que me sonrió, como si me reconociera de lejos, desde antes. Es raro porque de alguna manera yo lo estaba esperando, en el fondo de mí sabía que era cuestión de tiempo hasta que su mirada se cruzara con la mía y quedáramos prendidos el uno del otro. Y no es que me crea un galán, ya estoy grande para esas cosas, fue más bien como estar asistiendo a un maravilloso error en el curso natural de mi vida, como un evento de otra dimensión proyectándose en esta debido a una falla de sistema, no sé si me explico.
El caso es que retomó el baile, ahora sin dejar de mirarme, haciéndolo exclusivamente para mí. Jugamos a sonreírnos, a coquetearnos descaradamente, hasta que uno a uno se fue dando cuenta de lo que pasaba entre nosotros; los meseros, que con la expresión de la cara parecían augurar una desgracia inminente; su amiga, que un par de veces le tironeó la ropa para llamarle la atención; el secretario, y por supuesto también el gordo, que por más borracho que estaba no hubo forma de que no se enterara, y en cuestión de segundos empezó a enojarse, a gritar, a jalarla de los pelos. Después sacó un puñado de billetes y los tiró sobre la mesa, estaba que bufaba, y se la llevó a los empujones. Pagué la cerveza y los seguí. Cuando crucé la puerta se estaban metiendo al auto: el gordo al volante, ella a su lado, y los otros dos atrás. Me apuré a llegar al semáforo de la esquina y me paré a la mitad de la calle. El tipo arrancó fuerte, como si fuera derecho a atropellarme, pero frenó unos metros adelante. Ya no parecía un sapo, era un toro, y yo un torero a media avenida. Pero no era con él mi asunto, sino con ella, que me miraba del otro lado del vidrio y me desafiaba. El semáforo seguía en rojo. El gordo le sacudía el brazo y la amenazaba, y yo sabiendo que si terminaba de perder la paciencia iba a pisar el acelerador sin importarle que yo estuviese delante. Pero ahí me quedé, que pasara lo que tenía que pasar. Y pasó: la luz se puso en verde, me hice a un lado, el gordo sacó el coche escarbando y se fueron.
– ¿Cuándo dice que fue eso? –me preguntó tras unos minutos de silencio incómodo.
– Anoche –le contesté.
Sin apuro se apartó de mí y se sentó en el borde de la cama, dándome la espalda. Creo que se miraba las uñas.
– Usted fue el tercero – dijo.
Y yo, como un estúpido: – ¿Perdón?
– Que usted es el tercer tipo con el que me acuesto.
En su voz había más coraje que tristeza, pero también dolor. Despacio, como quien toma una decisión muy seria, se agachó para levantar los calzones y se paró de espaldas. No había notado hasta entonces lo linda que realmente era. Estuvo parada frente al espejo con los brazos a los lados y el calzón colgándole de una mano, olvidándose de mí, alejándose hasta perderse. Un gallo cantó del otro lado de la ventana y pareció despabilarla, recordándole la tarea de vestirse. Yo la observaba, sus movimientos firmes, la expresión de su cara, como de fastidio, y de pronto los ojos encendidos de rabia y la pérdida de toda formalidad. Qué tanto me miras, imbécil, el calificativo dicho sin palabras, pero con todo el cuerpo, con el gesto, con la mirada. Busqué el control remoto y me refugié en la tele.
Terminó de vestirse y salimos a la calle, la madrugada estaba fresca después de la lluvia. Caminamos algunas cuadras, yo pensando en el día siguiente, en que el autobús salía a las once (de regreso al hotel podría dormir hasta las nueve, bañarme, hacer la maleta, desayunar), cuando por el bulevar vi venir un taxi y le hice señas para que parara. No nos despedimos. Sentí que me rozaba la mano y miré hacia abajo, pero sólo se trató de un encuentro accidental, desprovisto de amor y de toda intención. “Tienes la edad de mi papá”, me soltó la condenada, rezumando venganza. Subió al taxi y se fue.
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