UNO
El Refugio
Los vidrios de la ventana de la cocina se empañaban gracias el vapor que despedía la pava calentando el agua en la hornalla para preparar el café de la mañana. En el enorme parque que se desplegaba frente a la casa, se observaba que la noche anterior había caído rocío, lo que se evidenciaba en la mesa y las sillas del jardín que estaban mojadas, chorreando gotitas por toda la superficie, al igual que los pisos que parecían respirar vapor de agua perlada . Los pajaritos picoteaban al resguardo del sol pálido y tenue de las siete de la mañana junto a la huerta que amanecía dispuesta a soportar el ardiente sol que se desataría en breve, en un verano caluroso, pegajoso, como todos los veranos de Buenos Aires.
Atormentado por una noche de poco sueño y mucho desvelo, Lucio abrió la ducha y se metió sin esperar que el agua se calentase demasiado. Ese baño de agua fría lo desperezaba y despertaba, lo destrababa del sueño y lo desprendía de las sabanas que aun se pegaban a su piel con las marcas que habían dejado durante la noche. El despertar de los sentidos se completaba con el aroma a café recién hecho que llegaba desde la cocina. Desde la misma ventana empañada, observaba todos los movimientos de afuera, si venia algún auto o alguien caminando, al viejo de la esquina quemando ramas y hojas secas, a los perros revolotear incesantes ante las bolsas de basura colgadas de clavos en los troncos de los árboles, a los caballos que pastaban tranquilamente en un baldío de enfrente. Hacía varios días que se escondía en aquella quinta del norte del conurbano bonaerense y la noche anterior había sido como tantas otras, pasándola sin poder dormir, sobresaltado y aferrado al 38 que tenía debajo de la almohada para ser usada al menor ruido que escuchara, imaginando que durante la noche una horda de policías y milicos le caían desde el techo y le rompían las ventanas para llevárselo, torturarlo y hacerlo desaparecer.
Mientras degustaba el café recién hecho después del baño, en la enjuta cocina de azulejos blancos corroídos por el tiempo, con mugre acumulada en sus juntas y sentado en una pequeña mesa redonda con dos sillas donde se sentaba a pensar desde que había llegado ahí, Lucio limpiaba su 38, lo cargaba bala por bala y lo dejaba reposar al lado de la taza, listo para ser usado mientras lo giraba con los dedos entre sorbo y sorbo. La soledad de la quinta le agradaba. Por un lado, nadie lo molestaba con preguntas indiscretas ni con panfletos políticos y propagandistas, o con urdir planes para atentar contra este o aquel milico o político, que a esa altura, ya lo tenían sumamente cansado y contrariado. No había televisión o radio ni teléfono. Se dedicaba más que nada a pensar y a trabajar en esa huerta que había cuidado desde que se refugió allí, era su cable a tierra para no volverse loco. No podía contactar a nadie, saber de su familia, moverse a comprar víveres, absolutamente nada más que esperar y aguantar. Cada tres días venia el Petiso con la comida, el agua, papel higiénico y alguna novedad de lo que pasaba afuera para enterarse de los acontecimientos que se daban en el país por aquellos momentos, después del atentado que había perpetrado unas semanas antes.
Lucio, durante estos momentos de reflexión y pensamientos en solitario que lo ahogaban desde la coyuntura de la garganta, recordaba cómo era El Petiso cuando cursaban juntos en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires a principios de los ´70 después de haber compartido los años de secundario en el nacional Buenos Aires. Compartían la cátedra de Semiótica con otros 50 y pico de alumnos que habían optado por una carrera con poca salida laboral y que terminó por llevar a muchos de ellos a ser desaparecidos por la dictadura militar o a ser empleados como asesinos por Montoneros contra el poder militar que a partir de 1976 se apodero del país para un “Proceso de reorganización Nacional”, como se autodenomino el golpe de Estado que derroco al Gobierno de María Estela Martínez de Perón.
El Petiso era un hombrecito que ni física ni ideológicamente, pasaba desapercibido en la facultad. Desde sus épocas del Colegio Nacional Buenos Aires, donde ambos habían hecho juntos la secundaria, ya se mostraba de ese modo. Mediría un metro cincuenta y siete, con una incipiente pelada que le tomaba toda la parte frontal de la cabeza, unas patillas muy largas y anchas que le llegaban casi hasta el mentón, camisa de cuello ancho, pantalones jeans tipo Oxford, y mucho pelo en pecho que le sobresalía por la camisa. Sus ideas revolucionarias atraían a muchos estudiantes, incluso a profesores ya que era un gran orador, un hombre de ideas muy firmes sobre el socialismo y que no se dejaba amedrentar por nadie y nunca se callaba. Lucio siempre estaba con él, en sus discursos, en el café de la facultad donde despotricaba contra todos y profería sus ideas de revolución socialista, siempre andaban pegados, como en el colegio. Entre clases teóricas y prácticas, el Petiso trataba de meter en la cabeza de todo el mundo su ideología acerca de los derechos de los trabajadores, de los sindicatos, de llevar a la clase obrera al poder para tener un país que sea gobernado por y para el pueblo, de una revolución, siempre hablaba de una revolución, era la constante en su pensamiento. El fue el primero en llevar a las manos de Lucio un ejemplar de la revista nacionalista “Azul y Blanco” dirigida por Sorondo, Curutchet y Abal Medina, a quienes conoció en el Nacional igual que a Lucio y que más tarde serian los fundadores del Comando Camilo Torres, antecedente directo de lo que después seria Montoneros, La Orga, o La Organización, del cual Lucio y El Petiso eran miembros activos.
Esas ideas sobre el socialismo, la igualdad, los derechos y la revolución socialista, hicieron mella en varios alumnos, quienes fueron de a poco cayendo en la red que tendía el Petiso por toda la Facultad, amparándose en Perón como aliado para lograr sus objetivos sociales y políticos. Ese fue uno de los errores más grandes de la Organización porque cuando Perón les da la espalda y no los reconoce como parte de su partido, todos debieron de pasar a la clandestinidad, como se encontraba ahora Lucio, en esa quinta llena de bichos y arañas, de soledad y café recién hecho, de papas, calabazas, tomates y morrones sembrados a destajo por cualquier lugar del terreno, sin nada que los organice, que los proteja o los defienda. Una clandestinidad que se llevaba del brazo con la soledad, por no poder saber si su novia había dado a luz, si tenía un hijo, si sus padres o sus hermanas y hermano estaban sanos y salvos o si habían ido a parar al fondo del río en algún vuelo nocturno de la muerte. La desesperación del no saber lo enfermaba día tras día, sin saber si escapar e ir en busca de respuestas por su cuenta, a sabiendas de ser atrapado, o con el riesgo de qué, además, toda su familia y amigos sufrieran las consecuencias de sus actos, heroicos para unos, aberrantes para tantos otros.
El Petiso había pasado el día anterior con los víveres y demás enseres por lo que hasta dentro de unos tres o cuatro días no tenía previsto recibir noticias de nadie. Mientras lavaba la taza de café, pudo ver por encima de la medianera una polvareda que seguramente levantaba un auto que se acercaba por la calle de tierra. Tomo el 38 y salió por la puerta lateral de la cocina y se refugió detrás de unos arbustos bastantes crecidos como para no ser visto y poder observar quien se estaba acercando, se tiró cuerpo tierra y esperó. Los únicos dos vecinos que vivían de forma permanente en las quintas vecinas, simpatizaban con la causa y, si bien se mantenían al margen, también mantenían la boca cerrada. Era gente humilde y de campo que preferían quedarse fuera de todo conflicto a recibir represalias. Tiempo después, Lucio supo que en realidad, estaban amenazados por el Petiso, ellos y sus familias, y que nada de su silencio tenía de cómplice ni nada tenía que ver con simpatizar con sus ideologías o su proceder para lograr los propósitos que perseguían. ¿Quién quería vivir en una guerra en medio de la paz que se respiraba por aquellos andariveles del norte del conurbano?
El auto se detuvo en la entrada y la tranquera se abrió, al mismo tiempo que Lucio se aferraba al revolver como única esperanza de defensa y de escape. El que llegaba era el Petiso, quien entro a las corridas bajándose de un Falcon que quedo en marcha con otro que venía al volante, a quien no conocía ni pudo identificar desde la distancia de su escondite. Salió él también corriendo a su encuentro, sorprendido de verlo llegar en tan poco tiempo desde la última visita.
- Agarra tus cosas rápido y volemos, alguien nos batió y tenemos que rajar Lucio, dijo el Petiso con voz desencajada. Estos gauchos hijos de puta seguro que abrieron la boca y ahora voy a tener que meterles plomo a todos, pero no hay tiempo. ¡Dale boludo, apuráte loco!
Lucio entró en la casa, agarró el bolsito con todas sus cosas que tenia siempre listo, según el protocolo para casos como este, y salió disparado para el Falcon donde el Petiso y el que manejaba los esperaban con armas cortas y largas.
- Se pudrió todo, me pasaron el dato recién que la quinta esta quemada, deben estar viniendo para acá. Nos buscan por todos lados, todo el mundo.
- Querrás decir que “me” buscan Petiso, a mi me buscan, mi cara esta en todos lados, a mi vieron, yo disparé, replicó Lucio con algo de rencor hacia toda esa situación y mirando hacia todos lados y al cielo a ver si todavía caían en helicóptero. ¿ Que sabés de Lorena?, escruto.
- Dale vos pelotudo, metele al acelerador, dijo El Petiso dirigiéndose al que manejaba y haciendo caso omiso a la pregunta de Lucio.-
Estaba como loco, desesperado solo de pensar que lo iban a agarrar, a torturar, a desmembrar y a desaparecer para siempre. El que manejaba era callado, de bigote espeso, mucho pelo negro y tez morena, parecía del interior pero como él no abría la boca, Lucio tampoco decidió hablarle. El Petiso sacó de un bolso uniformes de la policía federal y le pidió a Lucio que se ponga uno mientras el hacía lo mismo. Ahora que lo miraba bien, el que manejaba tenía mucha pinta de “tira” y no necesitaba el uniforme. Podía pasar tranquilamente por uno de civil. Hicimos unos cuantos kilómetros por un camino secundario de tierra que nos iba a sacar a la ruta 8, ya los dos vestidos de policías cuando nos detuvimos en una estación de servicio a cargar nafta y a comprar puchos en un kiosquito que estaba al lado. Habría dos parroquianos más en los alrededores conversando, observando como esos policías se bajaban de un auto de civil.
- Voy a mear Petiso, le dijo Lucio mientras él se iba a comprar las cosas al kiosquito y el otro tipo se quedaba apoyado en el auto mientras cargaban nafta.
Lucio, con su disfraz de Policía puesto, entró al baño y se percató mientras se bajaba la bragueta, de que se había dejado el 38 en el asiento del auto, pero en realidad no se preocupo tanto porque lo tenía al Petiso y al provinciano resguardándole la espalda. En ese momento, mientras se encontraba de pie frente al mingitorio escuchando el tintineo del líquido que golpeteaba contra el agua estancada en la base, se escuchó el estruendo de dos disparos y sintió la sangre y los sesos que volaba por detrás suyo y se incrustaban en las paredes de azulejos celestes roídos por la mugre, en su cabeza y sus brazos formando un cuadro abstracto de color rojo, manchándolo todo. Aturdido por el ruido y la situación, Lucio se dio media vuelta para descubrir al Petiso de pie, empuñando el arma que había disparado contra el que manejaba, que yacía en un charco enorme de sangre en el piso, con el arma todavía en la mano y la cabeza reventada.
DOS
El Petiso Gonzalez
Fabián Ernesto Gonzalez había llegado a Buenos Aires desde el interior alrededor de 1940 en busca de una mejor vida que la que tenía en su Santiago natal donde su familia alquilaba unas parcelas de campo para dar sustento a 14 hermanos. Era analfabeto y muy bruto, de cuerpo fornido y andar cansino, manos grandes y pesadas y rasgos muy marcados en sus pómulos, pero muy predispuesto a trabajar y progresar en la gran capital. Con el poco dinero que traía se instaló en una pensión de Retiro donde había muchos paisanos de su tierra y de otras provincias que trabajaban en el puerto y en la construcción y, gracias a uno de ellos, en pocos días estaba hombreando bolsas de arena en el puerto de Buenos Aires. Cobraban jornales por realizar un trabajo muy duro y muy mal pagado que comenzaba a las cinco de la mañana y terminaba cuando caía el sol sobre el Río de la Plata, un espectáculo muy digno de ver según él mismo diría más adelante a sus propios hijos.
En 1946, Fabián conoció a Estela, una chica de clase media que trabajaba de administrativa en una de las empresas para las que él bajaba bolsas de los barcos y cargaba en camiones robustos que las distribuían en corralones a largo y ancho de la ciudad y la provincia. Estela había conseguido ese trabajo por su padre que era gerente administrativo en Arenosa C.O, la empresa para la que trabajaba Fabián. Ella pagaba, todos los viernes, los jornales a los obreros y el primer día que Fabián entro en la oficina y la vio, el flechazo fue inmediato entre ambos jóvenes. El encontraba cualquier escusa para ir a la oficina y ver a Estela con su pelo rubio lacio cayéndole de lado por sus hombros, sus labios carnosos y rosados que invitaban al deleite de la vista, su cintura ceñida y sus blusas con volados que tan bien delineaban su cuerpo esbelto. Ella, en los horarios de almuerzo, se iba con su vianda a los muelles y observaba disimuladamente desde lejos a Fabián trabajar como un toro, con su piel tostada y sus ojos verdosos, su pelo negro azabache todo revuelto por el incesante viento de la ribera y su torso marcado y sudado por el trajín de subir y bajar bolsas de arena. Fabián no podía creer que una mujer como ella se fijase en un tipo sin futuro como él, pero el amor no entiende de esas cosas.
No tardaron mucho tiempo en encontrar la forma de verse a solas y entregarse a las más terrenales de las pasiones, fusionando sus cuerpos en una lucha amatoria que en menos de cuatro meses se evidenciaba en una incipiente pancita en el cuerpo de Estela. Su padre puso el grito en el cielo cuando se enteró de lo ocurrido y hasta pensó en echarla de su casa y del trabajo para que se vaya con ese “negro provinciano analfabeto”, como él lo llamaba, pero su esposa había intercedido por su única hija, quien lloraba desconsoladamente en los brazos de su mamá, para ablandar a su marido y con el correr de los meses, este lo fue aceptando. Antes de que nazca el primer hijo de la pareja, Lisandro, el padre de Estela llamo a Fabián a su oficina de gerente administrativo de la empresa y lo sentó frente suyo.
- Mire Gonzalez, le dijo sin mucha vuelta y sin tutearlo como lo hizo durante el resto de su vida – Mi única hija no puede estar esperando un hijo de un obrero sin futuro. Acá necesitamos un ayudante en la administración para que haga trámites y ordene papeles. Pero usted no sabe ni leer ni escribir, así que ya mismo me empieza el colegio y me aprueba todas las materias o lo echo a la mismísima mierda a patadas en el culo y se olvida para siempre de Estela, ¿estamos?
Así fue como Fabián, tocado en lo más profundo de su orgullo por el mal trato que le daba su suegro, se inscribió en la nocturna y termino la primaria y más tarde, la secundaria, logrando el asombro de su suegro quien seguía sin aceptar a su nuevo yerno, a pesar de que en el fondo lo sabía una buena persona.
El 6 de Septiembre de 1947, Lisandro “El Petiso” Gonzalez venía al mundo de forma prematura y ahogado en gritos, llantos, y mucosidades. Midió treinta y dos centímetros y peso dos kilos cuatrocientos treinta y seis gramos. Sus padres, Fabián y Estela, ya se habían instalado en un departamento de la calle Perú, en San Telmo, que el padre de ella había comprado con sus ahorros unos años antes y que hasta ese momento, alquilaba para sacar rentas pero que ahora había pasado a manos de los flamantes padres. Desde muy chiquito, el Petiso era un niño inquieto y curioso, con ansias de moverse y tocar todo lo que pasaba por sus manos, de conocer los recovecos de la casa, lloraba poco y no le gustaba mucho que lo tengan a upa o usar chupete. Sus padres eran felices con el nuevo integrante de la familia y su abuelo, a pesar del rechazo que tenia por su yerno, adoró al pequeño desde el primer día y fue él mismo quién le puso el apodo de El Petiso que lo acompañaría el resto de sus días.
Durante sus primeros años, el niño paso una infancia tranquila y normal, entre pañales y mamaderas, encontrando lugares donde esconderse en la casa que sacaba de quicio a sus padres, mas a su madre, y que su abuelo celebraba, orgulloso, de la inteligencia de su nieto. En una oportunidad, lo buscaron durante más de treinta minutos en el diminuto departamento de techo altos y postigos de madera sin éxito y hasta salieron a la calle despavoridos, mirando las escaleras, el balcón y el zaguán de la entrada sin poder encontrarlo. Desesperados, y cuando ya habían llamado a la policía, el pequeño Lisandro salió de adentro de una alacena donde se guardaban las cacerolas grandes con su sonrisa habitual, gateando y mirando toda la escena como desconcertado por la cantidad de gente que se encontraba en su casa, al tiempo que su madre corrió a abrazarlo y besarlo mientras su padre Fabián gritaba muy enojado que esas no son cosas para un nene de 6 meses, que como va a descuidarlo de esa forma la madre y se armo una buena ese día en casa de los Gonzalez.
Desde entonces, Lisandro demostró una habilidad distinta a los chicos de su edad, un desarrollo temprano en muchos ámbitos, como cuando a los ocho meses comenzó a caminar erguido. Muchos pediatras lo atribuían a su diminuto tamaño, que el peso de su cuerpo es menor que el resto y por eso logra hacerlo con mayor facilidad, que esto, que lo otro, y otros simplemente decían que algunos niños caminan antes que otros.
En ese mismo año de 1947, en el seno de una familia acomodada, también nacía Fernando Abal Medina quien más tarde sería una influencia muy importante en la vida de El Petiso.
Cuando el padre de Estela tuvo una trombosis provocada por su adicción desmedida al cigarrillo, su yerno ya era un aventajado empleado administrativo en Arenosa C.O y, a pesar de la fuerte oposición de éste, Fabián fue elegido como su sucesor, puesto en el que había adquirido grandes conocimientos en el tema y en el manejo del sector, además de ser un empleado que también había trabajado en los muelles (o docks, como los llamaban muchos gringos) hombreando bolsas de arena. Lo que se dice un empleado con un conocimiento integral de todo el trabajo. El suegro de Fabián, lanzo una tremenda rabieta por la cesantía que le obligaron a llevar a cabo en su empleo pero mucho más por ser Fabián quien se había quedado con su puesto de toda la vida (años más tarde, Estela le confesaría a su esposo que en realidad su padre lo admiraba; admiraba su tesón, su esfuerzo, su inteligencia oculta detrás de su aspecto de bruto provinciano, pero que su orgullo jamás lo había dejado confesárselo personalmente).
El Petiso tenía en ese entonces once años y ya devoraba libros incesantemente, sentado en el umbral de la casa en la calle Perú, mientras su madre se ocupada de los gemelos, que tenían dos años y le demandaban mucho tiempo. Su abuelo, muchas veces le hacía una silenciosa compañía mientras él se encargaba de leer el diario ya que tenía mucho tiempo libre desde que lo habían jubilado a la fuerza por sus problemas de salud. Fabián y Estela, quien había dejado hacía ya varios años de trabajar en Arenosa C.O, querían que su hijo mayor fuera a un buen colegio, donde pudiera desarrollar esa inteligencia innata que tenía, esa avidez por aprender y conocer que le consumía las horas en libros de toda índole (le gustaba mucho leer León Bloy, un francés católico y extremista, entre otras cosas) y revistas de las más variadas. Fue así, y gracias a su gran capacidad e intelecto, que en 1960 El Petiso Lisandro Gonzalez ingresaba al Colegio Nacional Buenos Aires.
En el primer año del colegio, en medio de una cuarentena de alumnos, conoció a personajes que marcaron a sangre y fuego la historia política y social de nuestro país, y también marcarían la suya como nunca antes, nada, ni nadie había logrado hacerlo, como Abal Medina o Carlos Ramus. Entre sus compañeros estaban también Lucio Gelvez y Mario Firmenich, un pibe de Ramos Mejía que estaba metido en la Juventud Estudiantil Católica y que, junto al padre Carlos Mugica, realizaban obras como benefactores para los habitantes de la villa YPF, hoy conocida como la villa de retiro, la 31 o El Mercado. Firmenich, Abal Medina y Ramus fueron introduciendo a El Petiso sus ideas de izquierda y de cristianismo revolucionario. El centro de reuniones de la Juventud Estudiantil Católica (JEC) se encontraba muy cerca del Colegio y eso facilitaba las reuniones de sus miembros donde el padre Mugica realizaba su apostolado sobre la defensa de los pobres y la lucha popular. Para 1964, Carlos Ramus llego a ser el presidente de la JEC, la cual ya contaba con El Petiso y Lucio como integrantes. Algunos años más tarde, el padre Mugica diría: “para mí, muchos de los guerrilleros son pequeños burgueses que aprenden la revolución en un libro y no en la realidad”…
Esas palabras retumbarían en la cabeza de Lucio como los dos tiros que El Petiso le había metido en la cabeza al provinciano, un provinciano como lo fue su padre cuando abandonó Santiago para venir a caer en la capital de la locura desmedida.
TRES
La Trampa
- ¿Qué te quedas mirando ahí como un boludo?, dale metéle que nos caen– decía el Petiso mientras lo tironeaba de la manga y Lucio saltaba el cuerpo del provinciano que se ahogaba más en el charco de sangre que se alimentaba del chorro que salía del agujero que tenía en la parte de atrás de la nuca.
- Pero..pe… pero ¿qué paso? ¿Quién es? – decía Lucio todavía atontado por los ensordecedores disparos de la 9mm del Petiso.
- Es un infiltrado de la Triple A, nos enteramos hace poco y le hicimos la cama para hacerlo boleta, después te cuento!, dale ¡¡rajemos!!.
Salieron corriendo pero no en dirección al Falcon, sino hacia el kiosco donde un Renault 12 gris estaba estacionado en marcha con un tal Rebosio que hacía de chofer. Lucio se paró en medio de la carrera y se volvió sobre sus pasos para ir al Falcon a buscar su bolsito de cuero y la 38 que se había dejado en el asiento trasero.
- Dale Boludo ¿Qué haces? – gritaba desesperado el Petiso mientras lo tironeaba de la manga.
- Me deje el fierro y las cosas en el auto, tiene fotos de mi familia, tiene mis huellas y van a saber que fuimos nosotros.
- Ya lo saben Lucio, ya lo saben.
Sin saber en qué dirección o a qué lugar se dirigían, Lucio se sentó en el asiento de atrás del Renault 12 en silencio, apesadumbrado y preocupado por toda su familia. Sabía muy bien que los iban a ir a buscar a ellos en represalia y para usarlos como gancho para atraparlo a él. Tenía el revólver aferrado a la mano, y el bolso en la otra, vestido con su uniforme de policía salpicado de sangre y con la mente en blanco, donde lo único que resonaban eran las palabras del padre Mugica.
- “Somos aprendices, inexpertos, aprendimos la revolución en un libro y con habladurías, nos dejamos llevar por nuestra propia inexperiencia y nuestra inocencia de creer que podemos cambiar al mundo”, se repetía con la frente arrugada.
El Petiso le iba relatando como se dieron cuenta de que el provinciano, quien en realidad se llamaba Miguel Angel Contreras, era un agente de la Alianza Anticomunista Argentina, el grupo extremista y parapolicial más comúnmente conocido como la Triple A, que operaba con métodos no muy convencionales y más parecidos a los de la guerrilla clandestina que a la policía, durante aquellos años de sangre en Argentina. Se habían percatado de casualidad gracias a Reinaldo Rebosio, el cordobés que manejaba el Renault 12 y que tenía un hermano desaparecido al que habían arrancado de su casa en Río Tercero un grupo comando de la Alianza del cual formaba parte Contreras y al que Rebosio sindicaba como la persona que se llevaba a su hermano y al cual nunca pudo olvidar. La cara ancha y marcada, las cejas tupidas, las patillas y el pelo negro se le habían quedado grabados en su retina y en su cabeza.
Reinaldo, tras la desaparición de su hermano, había viajado a Buenos Aires en busca de cualquier dato que pudiera facilitarle información acerca de su paradero. Andaba merodeando por Constitución cuando le habían robado todo una tarde de frío y lluvia ante la mirada de varios peatones que nada hicieron por perseguir o detener al ladrón que se llevo el bolso con sus pertenencias y la plata para subsistir y comprar el pasaje de vuelta. Entre los transeúntes, pasaba de casualidad caminando El Petiso, con su saco marrón y su camisa desabotonada desde el cuello hasta la mitad del pecho, fumando un 43/70, cuando observo al ladrón que ya había alcanzado corriendo la otra esquina y al cordobés, desconsolado sentado en el cordón de la vereda. Si no hubiera estado en la clandestinidad y armado, seguramente su instinto de defensor de pobres lo hubiera llevado a correrlo hasta agarrarlo y masacrarlo. En cambio, se acerco a Rebosio y le ofreció dinero para que pueda pasar la noche y volverse a su tierra. A Reinaldo no le alcanzaron las palabras para agradecerle a ese hombrecito que no le llegaba ni hasta el cuello.
El cordobés, en lugar de irse al otro día a su provincia, se quedó merodeando la zona, masticando bronca, y para ver si el chorro volvía y poder vengarse, pero pasados unos días, lo que vio lo dejo helado del susto. En un café, del que ahora no recuerdo el nombre, observo sentados en una mesa del fondo al Petiso que lo había ayudado el día del robo conversando y tomando un café con el mismísimo Contreras, el responsable de la desaparición de su hermano. Atónito, con temores incesantes, sudando de los nervios, con un agujero en el medio de la boca del estómago, aguardo a que ambos salieran del café. Cuando lo hicieron, El Petiso se fue caminando en una dirección y el agente en otra y fue en ese momento que Rebosio lo abordó desde atrás, corriendo el riesgo de ligarse un tiro en medio de los ojos por hacer eso.
El cordobés se acerco y lo arrincono contra la pared para escupirle en la cara que si era milico, o cana o que mierda, y cuando el Petiso lo hizo callar apoyándole la .32 disimuladamente en las costillas, se calmó y escucho. Caminaron un rato en dirección al centro y cuando El Petiso lo convenció que lo que más odiaba en su vida eran milicos y canas, Rebosio le soltó toda la historia y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el provinciano era un infiltrado en Montoneros y que solo quedaba una cosa por hacer.
Parte del entrenamiento recibido por La Organización, donde algunos de los miembros habían tenido la posibilidad de ser formados militarmente en Cuba, se encontraba el espionaje. Firmenich y los altos mandos, al conocer la historia de Contreras, urdieron un plan que El Petiso, junto con Rebosio, quien a partir de aquel momento ingreso en La Organización como un miembro activo más, llevaron a cabo con apoyo a distancia de otra unidad que los seguía siempre de cerca.
En una reunión clandestina en una casa alquilada en Morón, la cual hacían pasar como casa segura ante los ojos del traidor, simularon que habían encontrado al autor de los disparos que había acabado con el comisario Osvaldo Villar Mendez, que los medios de comunicación sindicaban como miembro de montoneros, cuando en realidad la organización se desligaba de tal atentado y culpaba al ERP por lo mismo. El plan era buscarlo y entregarlo para demostrar que Montoneros no tenía nada que ver en el asunto.
Al término de la reunión, un integrante que había sido puesto específicamente para seguir a Contreras, lo observo como hablaba por teléfono desde una cabina pública y ahí fue cuando todos se dieron cuenta de que el plan había funcionado. Las coordenadas dadas en la reunión eran falsas, desviando a los de la Triple A al oeste del conurbano cuando en realidad Lucio Gelvez, el responsable de haber disparado al comisario, se encontraba en el norte, en esa quinta de enorme parque donde las gotitas de rocío bañaban todo por la noche y se esfumaban con el sol matutino.
Dos días más tarde, El Petiso y Contreras se encontraron en un lugar cerca de General Paz, como se había acordado en la última reunión. Contreras era el encargado de conseguir el Falcon y El Petiso, los uniformes.
- Antes de ir para Morón, vamos a pasar por una casa que tenemos en Escobar a buscar armas y un par de compañeros mas – le dijo El Petiso a Contreras cuando se subió al Falcon.
- ¿Cómo? ¿Se modificó algo del plan? ¿No íbamos a encontrarnos con el grupo en Castelar para ir después a Morón a buscar al tipo este? – respondió Contreras algo nervioso.
- ¿Qué te pasa a vos salame? ¿No sabés que acá la cosa funciona así? No podes saber todo, hubo un cambio ayer de lugar por seguridad, ¿Tenés algún problema vos con esto?
- No, para nada Petiso, sabes muy bien que yo estoy con la causa, solo preguntaba – respondió nuevamente tratando de disimular el nerviosismo que lo invadía repentinamente ante la noticia.
El Petiso masticaba rabia, y trataba de mantenerse lo más calmo posible. Pedazo de sorete hijo de puta, decía para sus adentros, no veía la hora de meterle un tiro en la cabeza. Desde ese punto de encuentro, se dirigieron a la quinta donde Lucio se escondía y así fue que el provinciano termino ahogado en su propia sangre en esa estación de servicio. El plan sirvió para limpiar al traidor, salvaguardar a Lucio y llevarlo a una locación más segura, ahora que sabían que le estaban pisando los talones.
CUATRO
Lucio Gelvez
La familia Gelvez estaba compuesta por Adriana, Héctor y sus 4 hijos, Lucio, Claudia, Gonzalo y Fernanda. Vivían en el barrio porteño de Agronomía desde que en el año 1943 Adriana y Hector habían contraído matrimonio. El era empleado de un banco extranjero, de una posición económica buena, lo que permitía que su mujer pudiera quedarse en casa con sus hijos y no tuviese la necesidad de trabajar. En esa época, es bien sabido que no existía la libertad que existe hoy y no se había dado todavía la libertad de la mujer que la lleva en la actualidad a optar por salir a trabajar a pesar de no haber necesidad económica en casos como estos, de estar liberada de las garras del machismo, o de una sociedad que promulga este tipo de estereotipo para la mujer. Si bien Héctor no era ni jamás fue un machista ni castrador, ni mucho menos violento ante la libertad de las mujeres, Adriana había elegido por su propia cuenta quedarse en casa con sus hijos y dedicarse de lleno a la familia, abandonando, sin ser cooptada por su marido ni por nadie, sus estudios y su trabajo en el registro civil.
Lucio tardo mucho tiempo en venir al mundo. Adriana no quedaba embarazada, si bien lo habían intentado en varias ocasiones, incluso desde antes de casarse. Visitaron médicos, hicieron algunos tratamientos, pero nada funcionaba y el primer bebe del matrimonio no llegaba. Una primavera del año 46, viajaron a las sierras de Córdoba por unos días para descansar del trajín del trabajo y fue durante esa estadía que, por fin, se engendraría el primer hijo del matrimonio. Fue así como en Agosto de 1947, venía al mundo el menudito Lucio Gelvez, el primogénito de la familia.
Su infancia transcurrió entre jugar a la pelota en la calle, ir a pasear por Agronomía con su madre y sus hermanos, o asistir a la escuela pública, donde cursó toda la primaria. Su círculo familiar era bastante apolítico y se encontraba apartado de todas las debacles sociales y políticas que se suscitaban en ese momento de la historia de nuestro desangrado país, o al menos eso creía él en aquella época en que ya estaba en el final de la primaria. El amor y dedicación que sus padres tenían por todos sus hijos, llevaron a Lucio al curso de ingreso del Colegio Nacional Buenos Aires donde, gracias a su tesón de estudio y su perspicacia, fue aceptado al finalizar el mismo.
Adriana y Héctor no cabían en sus cuerpos de felicidad porque su primogénito iba a ir al prestigioso Colegio, tan prestigioso como peligroso, tan peligroso como que durante los años que duró la cursada de la secundaria, su hijo fue acercándose a compañeros de la talla de Abal Medina o el Petiso Gonzalez, acudido a las citas revolucionarias de las reuniones del padre Mugica (que también provenía de una familia parecida a la de Lucio, en muchos aspectos), inmiscuyéndose en círculos de personas con pensamientos que a Lucio lo llenaban de admiración y de respeto y que lo fueron llevando a formar parte de un grupo que más adelante escribiría con sangre parte de la historia contemporánea de nuestro país. Lucio formaba parte de la antesala del revolucionismo, se encontraba en los albores de la formación de La Organización.
En alguna de esas reuniones que se hacían en la JEC, Lucio conoció a Lorena y desde el primer momento quedo impactado. Lorena era la prima de la novia de un amigo de Abal Medina, o de alguno de la organización, o algo así, que militaba con ellos y compartía sus ideales. Estudiaba ciencias políticas en la facultad, era un par de años más grande que Lucio y una fervorosa militante política. Abogaba por los derechos de todos los trabajadores, apoyaba los sindicatos, la libertad de expresión en todas sus formas, estaba en contra del sistema tajantemente, y pregonaba la formación de un socialismo nacional, era peronista hasta la medula y sentía un gran desprecio por el sistema. Esto se debía en parte, cosa que Lucio sabía muy bien, a que ella provenía de una familia de clase media que pudo pagarle buenos colegios, donde no te obligaban a pensar de una forma determinada, donde había material para trabajar, libros que leer, mucha más libertad que en las escuelas estatales, donde te dejaban desarrollar tus propios pensamientos y sacar tus propias conclusiones. Todos éran formados, leídos y por algo éran los que estábamos luchando contra el sistema, porque descubrieron que simplemente era una mierda. En sus cabezas se gestaba un cambio que creían posible. La mayoría de los militantes venían de casas de izquierda, con ideologías impostadas de alguna forma desde siempre en sus propios hogares, de casas peronistas o marxistas. Otros no. Ni Lucio ni Lorena contaban con eso. En sus casas no se hablaba de política, de desapariciones, secuestros, asesinatos y bombas, al menos ninguno de los dos jamás lo había notado. Habían descubierto todo ese mundo fuera de sus casas, Lucio en el Nacional, ya desde chico y Lorena, cuando fue terminando el secundario y se sumergió en el mundo universitario.
Se enamoraron bruscamente, se buscaban todos los días, iban a las reuniones juntos, discutían de política con todos, dormían juntos, no se despegaban y pronto se transformaron en uno solo. Salían a pasear por plaza San Martin, recorriendo los senderos repletos de hojas caídas de los arboles por la llegada del otoño, haciéndolas crujir a medida que caminaban, deambulaban por una ciudad hermosa que se estaba incendiando desde sus entrañas, desde lo más profundo de su coyuntura, de su ser.
Muchas veces, Lucio le pedía el fitito a su papa y se iban con Lorena al Rosedal, a tomar mate, a ver el mundo a través de ojos llenos de esperanza, del quien sabe que puede cambiarlo todo porque vale la pena, vale la pena vivir en libertad, poder decir lo que se piensa, poder ir a la plaza con tus hijos, o tus sobrinos o tus amigos y no estar agazapado detrás de un árbol por miedo al secuestro o tener que medir las palabras que se decían porque un desconocido podría ser un milico en busca de subversivos.
Tenían mucho en común, les gustaba la naturaleza, leer las novelas francesas de Balzac, Stendhal o la poesía de Baudeleire. Eran unos románticos en épocas en que se estaba gestando un caos que lo cambiaria todo, que destruiría todo lo conocido a su paso, donde su vida ya no sería la misma. En el fondo no dejaban de ser soñadores y bohemios que soñaban con un mundo mejor, para ellos y para las generaciones venideras.
En medio de toda esa efervescencia revolucionaria, de ese fervor de querer cambiar todo a toda costa, la llegada del amor suavizaba todo un poco para ambos jóvenes. Fue así como un día de mayo, Lorena le había dicho a Lucio que iba a ser papa. Estaba embarazada.
Una tarde, se cruzo con el Petiso en los patios de la ciudad Universitaria y este le dijo,
- A las ocho en lo de Rolo, es importante-.
- Yo también tengo algo que contarte, respondió Lucio desbordado de alegría por la noticia del reciente embarazo de Lorena, después nos vemos.
Jamás imaginó que, un tiempo más tarde, estaría huyendo en un mugroso Renault 12 junto a un Cordobés y al petiso, con su cuerpo lleno de la sangre de un psicópata que mataba y secuestraba gente, gente con familias, con hijos, con hermanas y hermanos cuyo único delito fue pensar diferente, y querer expresarse al respecto, querer tener un mejor porvenir, brindar un futuro lleno de paz y de amor a sus hijos, a su familia. Al menos así lo pensaba él, que equivocado estaba.
CINCO
Osvaldo Villar Mendez
En el Taller Ortigoza, uno de los centros clandestinos de detención dependientes de la policía federal, el retrato del comisario Osvaldo Villar Mendez ocupaba un lugar preferencial y destacado. La patota lo reverenciaba y veneraba casi como a un símbolo. Era un policía de raza que creía en el uso de la fuerza y la represión como métodos para someter y encauzar a los subversivos o a quienes ejercían la violencia en cualquiera de sus formas para atacar el orden establecido y aborrecían al sistema vigente. Villar Mendez asumía con total fervor y disciplina la tarea de cazar a todos aquellos que denostaban al sistema y se disponían a voltearlo, dispuestos a ser muertos incluso, con tal de defender su causa, la cual creían que era justa, lo mismo que el comisario.
El grupo represor de la policía federal comenzó a gestarse en 1969 aunque recién fue adquiriendo su forma dos años más tarde. El grupo que se formaba en torno a la figura del comisario conformó los cimientos de los que se conocería como la Alianza Anticomunista Argentina, quienes perseguían, entre tantos otros a “desbordadores urbanos”, a Lucio, a El Petiso, a Firmenich y a todo su núcleo de montoneros. Villar Mendez, inspirado en las “Force de Frappe” de De Gaulle, creó las brigadas anti guerrilleras, altamente calificadas y entrenadas para dar caza a todos aquellos terroristas que atentaban contra el sistema.
Con el aval del presidente Perón, aun mucho mas después del asesinato del sindicalista Jose Ignacio Rucci, Villar Mendez asumió su más cruel rol de perro de caza de guerrilleros con su grupo de patoteros de la federal que se dedicaban, entre otras tantas cosas, a allanamientos ilegales, torturas, desapariciones, asesinatos, contrabando de drogas, incluso, trata de personas. Decenas de activistas de derecha fueron incorporados al servicio del comisario y de su grupo represor, los cuales incluso llegaron a poner bombas con tal de sembrar terror y llegar a su objetivo.
Sin embargo, dentro de su ámbito privado, Villar Mendez era una persona totalmente diferente a los ojos de su familia. Tenía dos hijas, una que se encontraba en el secundario, asistiendo a un colegio de clase alta, privado, el San Roque, ubicado en la zona norte del conurbano bonaerense. La más pequeña, recién comenzaba la primaria en la misma institución y para sus vecinos, el era un intachable y honesto policía que se dedicaba a velar por la seguridad de todos los argentinos, arriesgando su vida todos los días.
Todas las mañanas, y cada vez que usaba el auto, el comisario revisaba que no le hubieran puesto una bomba para hacerlo volar por los aires, era rutina, siempre hacia lo mismo, todas las mañanas, antes de dejar a sus hijas en el Colegio. Muy de cerca, lo seguía un comando de civil que era su guardia personal y velaba por la seguridad e integridad del benemérito comisario, como él se suponía que lo hacía con los habitantes del suelo argentino que vivían amenazados constantemente por los embates de los guerrilleros y subversivos.
Al principio, se dirigía primero al comando, pero a medida que fue desarrollando sus fuerzas de exterminio de guerrilla, su rutina arrancaba en el centro de detención clandestino Taller Ortigoza, o bien podía comenzar con la supervisación de algún operativo especial, dependiendo de la importancia del asunto. Usualmente, comenzaba su recorrido por el Taller donde iba en busca de nueva información que pudieran proporcionar los detenidos después de una noche de tortura, escarmientos, simulacros de fusilamiento, ahogamientos y demás técnicas utilizadas por este aberrante grupo parapolicial. Disfrutaba el ver el estado de deterioro que presentaban los guerrilleros torturados, recordaba en qué estado se encontraban la noche anterior (sí, antes de volver a su casa, volvía a controlar como se encontraba todo en el taller) y comparaba con como amanecían. Algunos se orinaban encima o estaban desmayados en algún charco de sangre. Las muñecas cortadas por las sogas que llevaban alrededor y a través de las cuales elevaban a los detenidos y los dejaban colgando durante horas. Algunos, incluso, cabeza abajo. El taller no era muy grande, pero en los sótanos estaban las celdas de tortura, insonorizadas y casi a oscuras a no ser por una pequeña lamparita que se usaba cuando el detenido era torturado. En la planta baja, el propio taller disimulado y al fondo dos oficinas de administración. En la planta alta estaba la sala de “admisión” donde colgaba el retrato del Comisario Villar Mendez y, justo al lado, la oficina principal del jefe. Había en el techo 4 guardias armados, y dos más por cada piso, excepto el sótano que siempre tenía dos guardias adicionales. El arsenal, se encontraba en la planta baja, disimulado detrás de un chapón que tapaba la puerta de acceso.
El lugar era un fuerte en miniatura. Impenetrable, nadie podía escapar de ahí.
Osvaldo Villar Mendez torturaba, secuestraba y amedrentaba circundado por su grupo hasta a propios policías, algunos sospechados, otros que dudaban al ver las calamidades a las que eran destinados a hacer bajo el mando del súper comisario.
Cuando El Petiso le hablo del comisario por primera vez a Lucio aquella noche en lo de Rolo, se heló la sangre.
SEIS
La Gesta
La casa de Rolo, un integrante de la Organización donde se solían hacer muchas reuniones, era ideal para lo que se comenzó a gestar aquella noche de mayo de 1974. Al fondo de la casa, tras atravesar un jardín angosto y largo, había una especie de cobertizo donde Rolo dormía y, debajo, un sótano donde se realizaban las reuniones más secretas, donde se decidían acciones militares contra el sistema y contra los represores de la triple A. No había ventanas y estaba muy bien disimulado bajo el cobertizo. Rolo vivía con la madre, una mujer anciana que no sospechaba que los compañeros de facultad de su hijo eran parte de un movimiento político militar cuyo uno de sus primeros lemas era “Perón o muerte”, así como tampoco ninguno de los vecinos sospecharía al respecto de esa enjuta señora de pelo gris y rodete que recibía a los compañeros de facultad de su hijo con mucha amabilidad, creyendo que se juntaban a estudiar.
Con Abal Medina y Carlos Ramus muertos unos años antes y, tras el asesinato del sindicalista de la CGT José Ignacio Rucci, días después de que la fórmula Perón – Perón ganara ampliamente las elecciones de 1973, montoneros se fusionó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), de ideología marxista – leninista, lo que provoco que varios integrantes de La Organización desertaran hacia las filas de la JP Lealtad, quienes reconocían el único liderazgo de Perón. Con este hecho fueron perdiendo apoyo dentro de las filas peronistas y se encontraban cada vez más aislados políticamente, lo que aumentaba las incursiones armadas. Perón los llamó imberbes y estúpidos en un discurso dado enérgicamente en mayo de 1974 desde el balcón de la casa de gobierno mientas una parte de montoneros insultaba a María Estela Martínez de Perón.
Perón decía que aislarían a inadaptados y subversivos para lograr la victoria que debía ser también política, pero enmarcada dentro de la constitución.
Con este marco político y social, la reunión en lo de Rolo comenzaba con el ya autoproclamado orador del grupo, el Petiso González.
- Nos están dividiendo y cazando como a animales, cada vez mas compañeros están desaparecidos o tuvieron que exiliarse a otros países para no ser masacrados, ellos y sus familias, decía el Petiso enérgicamente, mientras todos los escuchaban.
- ¡A las armas!, gritaba uno enardecido
- Volemos el cuartel V, arrasemos con el arsenal de esos milicos hijos de puta, vociferaba otro.
La tensión en el aire se cortaba sola, mientras Lucio escuchaba y metía más información en su cabeza, que no paraba de girar ni un minuto, llenándose de temores y de bronca. Estaban siendo buscados y muy pronto tendrían que pasar definitivamente a la clandestinidad. Lorena le tomaba muy fuerte la mano recordándole la vida que crecía dentro de su vientre, cosa que Lucio no podía apartar de su mente. La felicidad de las primeras horas desde que se había enterado que iba a ser padre, se iba desvaneciendo a pasos agigantados.
Los paramilitares, con el comisario Osvaldo Villar Méndez a la cabeza, los estaban buscando a todos y era muy probable que la mejor opción para poder salir ileso de aquella cacería fuese el exilio. Entre vítores y discusiones la reunión se fue apagando hasta que quedaron los de siempre en el sótano de Rolo. En ese momento, fue cuando la verdadera reunión comenzó a gestarse.
- Lorena está embarazada, dijo sin preámbulo Lucio mirando directamente al Petiso. Todo esto está muy podrido, si nos agarran no vemos mas la luz del día, van a ir por nuestras familias, nuestros amigos, van por todo.
El Petiso se quedo mirando a sus amigos, a su amigo desde primer grado a los ojos sin saber si felicitarlos o darles el pésame.
- Vamos a tener que rajarnos todos a la mierda, ¿A dónde carajo estan Mario y los demás?, que mierda hacemos ahora, a ver decime, repetía Lucio agitadamente.
- Mario y algunos más estuvieron muy ocupados consiguiendo financiamiento para La Organización, armas y logística que tenemos a disponibilidad para poder actuar cuando sea oportuno, respondió El Petiso. Todo está organizado para dar el golpe y después irnos a México hasta que se calmen los ánimos y podamos reingresar al país.
- ¿El golpe? ¿De qué golpe hablás?, decía Lucio, con un nerviosismo y una ansiedad que nunca se le notaba, siempre era muy tranquilo y relajado, incluso hablando de muertos, tiros, bombas y política.
Lo único que había cambiado en los últimos días era el hecho de saber que en 9 meses sería padre y que los milicos en busca de subversivos y guerrilleros viniesen a terminar con todo eso, con toda esa ilusión que lo desbordaba por dentro. Sentía miedo a pesar de ser muy consciente que, desde un principio, no formaba parte de un club de lectura, sino de una organización armada que estaba dispuesta a dar la vida por la causa. Solo que nunca habían tenido más acción que algún que otro atentado para distraer a comandos que ejecutaban opositores y represores o haber realizado algunos desmanes, participado en reuniones de esas que el gobierno tildaba de “subversivas”, nunca nada parecido a lo que se gestó aquella noche.
- Hablo de hacer volar por los aires el Taller Ortigoza, centro de detención clandestino a cargo de la policía federal y del hijo de mil puta de Villar Méndez, respondió sin titubear el Petiso. Nuestra inteligencia lo ubica en el barrio de Flores, sabemos la ubicación exacta y tenemos un infiltrado en el grupo de patoteros del comisario que nos hizo un mapa del lugar, proporciono la cantidad de detenidos que hay, el arsenal, y todo lo necesario para que actuemos. La cúpula ordeno que se derribe ese centro ilegal de detención y me asignaron la tarea.
Todos los presentes, Rolo, Lucio, Lorena, Agapito, Garzón, Estelita, Adrian Ruiz y Paco Mendizábal se quedaron atónitos mirando al Petiso después de lo que había dicho.
- Pasado mañana me reúno con Lucio nuevamente y él le vas a estar pasando la información y las tareas que les corresponden a cada uno de ustedes. Cuando terminemos, esta todo preparado para que nos vayamos del país. Están los pasaportes de todos y todo está arreglado, dijo el Petiso mirando al resto del grupo.
Dos días después, en un bar de mala muerte por la zona de Bernal, Lucio y el Petiso se reunieron para ultimar detalles de la operación. Mientras el Petiso hablaba en voz baja, oculto bajo unos anteojos de marco grueso, Lucio se mostraba pensativo y a la vez dubitativo respecto del paso que iban a dar.
- ¿Que pasa Lucio?, le preguntó el Petiso, te noto raro desde el otro día, ya estamos metidos en el baile y no podemos bajarnos del tren. No te podes acobardar ahora.
- Nada Petiso, no creo que reventar el Taller de Ortigoza vaya a ser una solución a nada, más bien creo que nos va a jugar en contra. El ortiva de Villar Méndez va a ir detrás de todas nuestras familias, van a masacrarnos, a despedazarnos, torturarnos y nos van a tirar al rio, atados a un pedazo de concreto.
- ¿Y qué propones? ¿Qué desertemos? ¿Qué desistamos de todo el tema y que nos maten los nuestros por desobedecer órdenes directas? Acordate del código….
- No, replicó Lucio, lo que propongo es, además de volar el taller, cortarle la cabeza a la serpiente.
- ¿A qué te referís?
- A que hay que matar al comisario Villar Méndez, solo así vamos a ganar tiempo para poder salir del país antes de que se den cuenta de quienes fuimos los del atentado y puedan re organizarse, dijo Lucio ante la mirada incrédula del Petiso.
SIETE
Hasta Pronto
Lucio y El Petiso volvieron a reunirse dos días más tarde, después de recibir instrucciones acerca de la modificación del plan original, que incluía la eliminación del comisario Villar Méndez. Lucio mismo se había ofrecido a terminar con la vida del represor paramilitar y solo ponía una única condición: que Lorena se exilie del país antes del atentado. Desde que se entero del embarazo, sumado a toda la situación en la que se encontraban, lleno de rencor hacia propios y ajenos, Lucio quería terminar con todo aquello e irse a otro país, a poder vivir la vida junto a Lorena y el hijo que ambos estaban esperando. Por supuesto que lo de que Lorena se exilie antes del atentado no se propuso como una imposición, sino más bien que fue diagramado bajo una dialéctica manipuladora y persuasiva que resulto dando buenos frutos. Bajo ciertos argumentos referidos al embarazo de Lorena y a ciertos “problemas” del corazón que la afectaban desde el nacimiento, Lucio y el Petiso consiguieron el permiso, los papeles y el exilio de Lorena antes de tomar acciones militares, todo aprobado por la cúpula. Marchar a una misión de esa índole con un compañera embarazada y con problemas de salud, sería más un problema que una ayuda.
La primera acciones que se llevaron a cabo fueron las de inteligencia, que realizaban 3 compañeros que seguían al comisario Villar Mendez a una distancia discreta, bajo determinados disfraces ya que habían sido entrenados en ese arte en el extranjero, algunos decían que en La Habana, pero nunca nadie lo supo en realidad. Así, gracias al seguimiento, el grupo supo del ritual matutino del comisario, de cómo revisaba su auto antes de salir, de las dos hijas del matrimonio, sus edades, amigos, las instituciones a las que asistían, sus tareas extracurriculares, sus gustos, colores preferidos, sabían todo sobre su familia. Con la inteligencia en las manos, Lucio y El Petiso trataban de dilucidar la mejor forma de llevar a cabo el ataque. En lo que se refería al atentado al taller de Ortigoza, todo estaba preparado ya de antemano, la forma, el comando, las armas, tenían los planos del interior del centro clandestino de detención para llevar a cabo la tarea sin que ningún compañero detenido saliera herido, ubicación del arsenal, todo estaba dispuesto. Solo restaba coordinar ambos ataques, que deberían de ser simultáneos para que las comunicaciones entre el taller y el comisario sean imposibles de realizarse, de rastrearse y les de el tiempo suficiente para huir del país mientras los milicos ataban cabos y comenzaban la búsqueda de los subversivos responsables.
Villar Méndez salía de su casa en San Isidro sobre la calle Mármol, cercana a la plaza Pueyrredón todas las mañanas junto a sus dos hijas, quienes se ubicaban en la parte trasera del Falcon azul al tiempo que un custodio se sentaba en el lado del acompañante. A menos de 50 metros, un Renault los seguía con otros dos custodios y ambos vehículos estaban armados y comunicados a través de handies. Realizaban un trayecto de 12 cuadras hasta el Colegio San Roque tomando por la calle Eduardo Costa al principio para luego tomar por Andrade hasta llegar a la puerta de la parroquia donde estaba el colegio de sus hijas.- Al llegar, ambas niñas besaban a su padre en la mejilla y se despedían de él mientras el custodio las acompañaba hasta la entrada ante la mirada atenta de Villa Mendez y de los otros dos custodios que escrutaban el exterior y los alrededores.
Al dejar a las niñas en el Colegio, ambos coches seguían por Andrade hasta Urquiza y dese ahí doblaban a la izquierda hasta Avenida Del Libertador para luego seguir su trayecto hasta la capital.
Lucio consideraba que deberían de interceptar al represor por la calle Urquiza, antes de llegar a Avenida Del Libertador y masacrarlo ahí mismo para luego tener una vía libre de escape por Libertador, donde otro coche los estaría aguardando para hacer el transbordo y perderse en dirección opuesta, hacia el norte de la provincia de Buenos Aires, llegar a una casa segura y por la noche, huir del país. Al mismo tiempo en que el comisario Villar Mendez seria acribillado a tiros, dos grupos comandos rescatarían a los detenidos ilegalmente en el taller de Ortigoza para luego hacerlo volar por los aires. Todo estaba en marcha.-
Dos días más tarde, en una confitería de Palermo chico, Lucio y Lorena tomaban un café con leche y medialunas en lo que sería su despedida. Ella viajaría a México por la tarde con una identidad falsa y su embarazo, que no se percibía aun en su cuerpo, se mantenía en secreto. En el DF la esperaban compañeros exiliados que la recibirían, y le darían una nueva vida fuera de una Argentina en llamas, en una guerra interna que la estaba desangrando, que estaba acabando con la vida de muchos jóvenes que jamás llegarían a formar parte del futuro por el que luchaban contra las huestes de los represores y señores ávidos de poder que los perseguían, aniquilaban y se apropiaban de sus propios hijos. Lucio aportaría su granito de arena para que no se salieran con la suya para luego reunirse con su gran amor y el hijo que ambos esperaban. La ilusión de regresar a una Argentina libre y en paz, siempre se mantuvo viva.
Lorena y Lucio se abrazaron en un mar de lágrimas, en una despedida con sabor amargo, mientras El Petiso aguardaba en el coche que la llevaría a la clandestinidad.
- No es una despedida mis amigos, es un hasta pronto, les dijo mientras Lorena subía al coche que la alejaba de Lucio.
OCHO
El Atentado
Aquella calurosa mañana de finales de Octubre, Pilar y Nieves Villar Mendez, tomaban el desayuno que su madre les había preparado café con leche y tostadas con manteca y mermelada, mientras su padre terminaba de ajustarse la corbata amarilla y ponerse el saco color marrón claro. La taza de café humeaba sobre la mesada de la cocina mientras los custodios revisaban el Falcon del comisario en la puerta de la casa de San Isidro. Era un ritual que se repetía todos los días de la semana. Victoria de Villar Mendez preparaba el desayuno de todos los integrantes de la familia mientras ella se hacía unos mates, cambiaba a las nenas para el colegio y su marido se alistaba para salir a cumplir con sus labores diarias de cazador de personas subversivas que atentaban contra la paz y la moral de una Argentina en la que cabían un solo tipo de gente, según la óptica de los Villar Mendez y de tantos otros como él. Un represor con status.
La casa de los Villar Mendez se distribuía en dos plantas y se ubicaba sobre la calle Mármol, en pleno San Isidro. Al frente, disponía de un jardín con petunias y gladiolos que contrastaba con la fachada grisácea de la casa, sobrecargada de molduras grecorromanas y de estilo. Una puerta de madera imponente, pintada de blanco, con herrajes negros y bajo un alero que se apoyaba en dos columnas con igual molduras grecorromanas, era la entrada principal. A su lado se encontraba un garaje que prácticamente no se utilizaba con tales fines, sino que se usaba mas como un deposito de herramientas, bicicletas, muebles en desuso y recuerdos familiares abarrotados en cajas de cartón. Villar Mendez, tenía un mueble de unos dos metros por uno donde también resguardaba información sensible con identidades de supuestos subversivos, sus familias, direcciones, posibles contactos, estudios y demás datos. Usualmente, ahí resguardaba la información de los casos que seguía en el momento, así no tenía necesidad de trasladarse a la jefatura de policía en busca de dicha información.
Al traspasar la entrada principal, había una suerte de zaguán donde se observaba un paragüero y, colgados de la pared, retratos familiares. Los padres de Villar Mendez en una postal de Mar del plata de mediados de los años treinta, fotos de cuando Pilar era una beba recién nacida, otra de Nieves y algunas fotografías mas de remotos familiares que ya se encontraban más de 6 metros bajo tierra o en algún nicho sucio y polvoriento del cementerio de la Chacarita. Un perchero de metal completaba el cuadro del zaguán. Al dejarlo atrás, a la derecha, se observaba un desnivel de 3 escalones que daba al living comedor, con una gran mesa de caoba y sus respectivas sillas, seis en total, para cuando venían visitas. Sobre la misma, un mantel doblado por la mitad con sus lados cayendo por encima de los bordes y una fuente con frutas, que descansaba sobre su centro.
Enfrentado al living, ya en el nivel normal de toda la casa, una puerta daba acceso a la cocina en donde ahora los Villar Mendez desayunaban apaciblemente, como todas las mañanas. Al lado de la puerta, una escalera llevaba al piso superior, en donde se repartían 3 habitaciones y un baño que daban a una especie de sala común, que las conectaba a todas entre sí. Para la época, la casa del comisario represor era muy moderna y distaba de las casas tipo chorizo, muy comunes en los barrios residenciales.
Eran las siete y cuarenta de la mañana, cuando Pilar, Nieves, su padre y el custodio subían al auto para dirigirse al Colegio San Roque. Un poco más atrás, casi en la esquina, otro coche los seguía de cerca con dos policías de civil, como todas las mañanas. Hicieron el recorrido habitual hasta el colegio que mostraba una fastuosa entrada principal. Otrora un convento de monjas enclaustradas, ahora se dedicaba a la educación primaria y secundaria mixta con un jardín maternal que había iniciado sus actividades hacía dos años, al cual asistía la pequeña Nieves Villar Mendez. El comisario, además de respetado por su cargo, era un cristiano devoto que asistía junto a su familia a las misas de los domingos en la iglesia del Colegio y era un gran benefactor de la institución, a la cual ayudaba con generosas donaciones. Una pantalla perfecta para tapar sus actividades ocultas de torturas, asesinatos y desapariciones de opositores al régimen reinante.
Unas cuadras más adelante, sobre la calle Urquiza, dos coches, un Ford Torino azul y un Fairlane, estaban estacionados con una diferencia de 50 metros cada uno. En el Torino se encontraban Lucio, el Cordobés, (de quién no se tuvo registro de su nombre y nunca se lo llego a identificar más que con ese apodo) y Laura Estinfale, armados con SFM Tromba para lanzar las granadas de mano SFM-4, LG 22, y revolver calibre 38. En el Fairlane, El Petiso Gonzalez, con el Gordo Rebosio, y dos comandos más, también con Trombas para lanzar granadas, ametralladoras y fusiles, se parapetaban detrás de los amplios asientos del coche de fabricación norteamericana. Miraban a través de los espejos laterales del coche, a la espera del comisario y de su guardia, quienes no tardarían en doblar la esquina por la calle Urquiza.
Lucio temblaba por dentro, mientras sostenía agazapado en la parte trasera del vehículo el SFM Tromba, cargado y listo para disparar. Lo único que lo mantenía con calma, era el saber que Lorena ya se encontraba en el Distrito Federal, lejos de toda aquella barbarie. Recordaba a sus padres y a sus hermanos, sus primos, sus tardes de verano trepado a los árboles cuando era chico, inocente, ajeno a todo, dispuesto a jugar y a divertirse. Nunca imaginaria que aquel Lucio de pelos desgarbados y ojos marrones, iba a estar a punto de realizar aquello que tenían planeado con mucha minuciosidad.
Por el espejo, mientras su mente lo trasladaba a aquellos años felices e imaginaba un futuro para la infancia de su hijo tan feliz como había sido la suya, divisó al Falcon del comisario que doblaba la esquina y se adentraba en la calle Urquiza, seguido por el coche de la custodia. Cuando el comisario Villar Mendez paso al Fairlane, este aguardo que se acercara mas el coche de los custodios y salió al paso, atravesándole en la calle y no dejándolo ni avanzar ni poder divisar el Falcon del represor, quedando en medio de ambos. Al mismo tiempo y mientras Villar Mendez volteaba para ver de qué se trataba esa violenta frenada, el Torino le cerró el paso por delante. Lucio y su comando descendieron del auto, lo mismo que El Petiso y los demás del Fairlane mientras, ante la incrédula mirada de los condenados que ni siquiera atinaron a reaccionar, abrían fuego. Las granadas impactaron de lleno contra ambos vehículos mientras sus ocupantes descendieron aturdidos y fueron recibidos por una ráfaga de fuego. Lucio, logro impactar con su 38 en el cuello, la cara, las costillas y una pierna del comisario que ya se encontraba chamuscado por el impacto de las granadas y cayó muerto en el acto. Todo duro no más de 2 minutos, ante la mirada de los pocos transeúntes que se encontraban en el lugar. El Petiso y su comando corrieron hacia el Torino, se subieron y arrancaron en dirección hacia a Avenida Del Libertador, donde se perdieron entre los civiles que circulaban a aquella hora de la mañana.
“…prácticamente en simultaneo a estos hechos, un taller de reparación de automóviles, llamado ORTIGOZA, volaba por los aires en el barrio porteño de Flores. Sin todavía mayor información acerca de si este atentado está o no relacionado con la muerte violenta del comisario Villar Mendez, diferentes fuentes afirman que el taller disimulaba un centro clandestino de detención de la triple A. Hasta el momento, nadie se ha adjudicado los atentados y se desconocen el número total de víctimas fatales. Seguiremos informando…”, repetía el noticiero del mediodía por la radio y la televisión, anunciando la muerte del Jefe parapolicial.
NUEVE
La Huida
Mientras seguían a bordo del Renault 12, con el uniforme de policía manchado de sangre, sin su arma calibre 38, la misma que le había volado los sesos al represor parapolicial Villar Mendez, lo único en lo que podía pensar Lucio era en Lorena y en su hijo. Sabía que habían ido a buscarlo a casa de sus padres, habían tirado la puerta abajo, maltratado a su familia, vecinos y amigos, pero por suerte no se habían llevado a nadie, según lo que le contaban, no habían desaparecido a nadie, aunque su casa paterna seguía bajo estricta vigilancia. El Petiso le había contado sobre el allanamiento ilegal y también que Lorena estaba en perfectas condiciones en México, esperándolo muy ansiosa.
Después del atentado al comisario, las cosas se habían complicado bastante ya que uno de los testigos, un transeúnte que pasaba fortuitamente por el lugar de los hechos, había reconocido en unas fotos a varios de los que estaban, entre ellos a Laura Estinfale y había proporcionado datos para que se elabore un identikit de Lucio que se le asemejaba en casi su totalidad y ya circulaba por todos los canales de televisión y dependencias policiales del país, así como también en controles fronterizos y aduaneros. Todos habían pasado definitivamente a la clandestinidad con la esperanza de poder ser sacados del país cuanto antes. Fue así como terminó en la quinta de Escobar a la espera de un traslado que le permitiese escapar a Mexico. Pero todo seguía muy complicado.
- ¿A dónde carajo vamos Petiso?, preguntó Lucio sumamente alterado.
- Te vamos a llevar a otro lugar, nos están buscando incansablemente, tienen pasos cerrados, rutas nacionales y provinciales con retenes, es un quilombo todo esto, esto todo muy podrido, respondió El Petiso.
- ¿Y cuando mierda voy a poder ir a ver a Lorena? Necesito verla me entendés?!
- Claro que te entiendo compañero, estamos haciendo lo posible para sacarte cuanto antes.
- ¿Y vos? ¿Qué vas a hacer? ¿Cuándo te vas?
- Lucio, yo me quedo acá, no voy a irme, no voy a dejar la causa. Si tengo que terminar en el fondo del rio, así será amigo mío, así será. Rebosio me cuida las espaldas, dijo mirando al compañero. Ningún hijo de mil puta represor va a venir a decirme que tengo que pensar o que no tengo que decir, prefiero luchar para que eso no pase, o morir en el intento. Nadie va a venir a silenciarme de ninguna forma, más que matándome.
No sabía muy bien cómo explicarlo, pero Lucio tenia la misma sensación, esa de que terminaría torturado en una celda o en el fondo del rio De la Plata. Todo el hecho había tomado tal relevancia, que era prácticamente de lo único que se hablaba. Se tergiversaban las cosas, se presentaba a la imagen del represor Villar Mendez como un benefactor, un sujeto impoluto, de bien, con su linda familia, destruida por culpa de mal vivientes, de subversivos asesinos que querían desestabilizar el orden establecido, jamás se lo nombro como creador y regente del grupo parapolicial de la triple A, responsable de masacres, desapariciones, torturas. Para la gente común, el era todo lo que está bien en un comisario. Todo eso salió a la luz años después, mucho tiempo después de haberse tapado la verdad.
Frenaron en un paso a nivel y se metieron con el coche detrás de unos vagones en desuso que había al costado de las vías y que les permitió esconder el Renault 12 detrás. No sabía que tren pasaba por ahí, o que ramal era o cerca de que estación se encontraban, y ni siquiera le interesaba saberlo. Se sentía abstraído en sus pensamientos, en los que solamente cabían Lorena y su hijo, México y la libertad. Lucio se volvió a cambiar de ropa al igual que el Petiso, se quitaron el uniforme policial, hicieron una pila con la ropa, el Petiso le dio un 32 corto a Lucio, prendieron fuego la pila y salieron nuevamente a la ruta en dirección a la capital federal. A esa altura, ya deberían de estar buscando el Renault 12, alguno de la estación de servicio debería de haber hablado con la policía cuando llego a levantar el cuerpo de Contreras y sus sesos esparcidos por los azulejos del baño y seguramente habían reconocido su rostro en el identikit.
Rebosio tenía un auto guardado en algún lugar de Boulogne, donde seguirían camino a capital todo por adentro, por las calles menos transitadas, pero primero deberían de llegar hasta ahí y hacer el cambio de vehículo.
Al pasar por el frente del cuartel ubicado en la Av. Rolón, Lucio sintió tal temor que apretó su 32 tan fuerte entre sus manos que le dejaron la marca en la palma de la empuñadura del arma. El Petiso observaba el transito y los espejos retrovisores del auto sin cesar, también con una alteración que era indisimulable y contrastaba con la tranquilidad y parsimonia que mostraba Rebosio al volante del auto. Increíblemente no había ningún reten a la altura del cuartel, lógicamente, ningún miembro de las fuerzas de seguridad creía posible que los prófugos subversivos iban a pasar cerca siquiera de ninguna instalación militar. Doblaron en una calle diagonal de nombre Fátima, hicieron unos quinientos metros más y estacionaron el auto en un costado de la calle. Lucio y el Petiso se quedaron dentro del Renault 12 mientras Rebosio descendió del mismo y camino unos cincuenta metros más, hasta un portón de chapa con un candado, que abrió con una llave que sacó del bolsillo interno de su saco. A los minutos, ya estaba saliendo marcha atrás del galpón un Falcon color verde que dio la vuelta a la manzana, se estaciono al lado del Renault 12, donde Lucio y El Petiso hicieron el transbordo para luego perderse por las casi desiertas calles del barrio, siempre en dirección a Capital Federal.
Lucio seguía como en un trance del que no podía salir, como en una ensoñación, incrédulo de lo que estaba viviendo. Descreído de que él era el protagonista de esta historia, que era un asesino, un prófugo, un miliciano subversivo, que iba a escapar de contrabando a México, que iba a ser padre, lejos de su familia, de sus amigos, de todo lo conocido que había en su vida, sin saber cuándo podría regresar a su tierra, incluso si algún día podría hacerlo. Sin embargo, estaba convencido que lograría su cometido, que lograría escapar airoso de toda aquella situación y poder salir del país que lo perseguía y estigmatizaba por ser uno de los que se atrevían a combatir en lugar de quedarse callado, y obedecer parsimoniosamente hasta que todo se solucionara de alguna forma. Estaba muerto de miedo, pero con las esperanzas intactas. El saber que Lorena estaba a salvo, era lo que le daba las fuerzas necesarias para seguir.
Siguieron en el Falcón unos kilómetros más hasta llegar a la altura de San Martín. Increíblemente, La Organización, tenía un departamento como casa segura muy cerca del INTI, del Gasómetro de la Avenida Constituyentes, muy cerca además del centro atómico, donde estaba infestado de militares. Según El Petiso, este era un lugar ideal, nadie iría a patrullar cerca de la casa segura ubicada en aquella locación. Un camuflaje perfecto. Rebosio los dejo a ambos a unos doscientos metros del lugar, donde descendieron y siguieron a pie para evitar cualquier tipo de imprevistos o inconvenientes, entremezclándose con los transeúntes que deambulaban por aquellas tempranas horas, hasta que llegaron hasta el departamento. Una vez adentro, El Petiso se despidió de Lucio, quien se fue al encuentro de Rebosio una vez más, y todo quedo como cuando estaba en la quinta de Escobar, bajo la misma modalidad. El Petiso volvería con noticias y víveres hasta que de una buena vez, pudieran sacarlo del país para que pudiera encontrarse con Lorena. No veía la hora de que todo aquello suceda.
DIEZ
Al borde del abismo
El departamento era muy chico, una sola habitación, con una cocinita integrada al comedor y al living, todo muy pequeño, lo que algunos agentes inmobiliarios llamarían acogedor. Había una sola ventana que daba al pulmón del edificio, todo muy interno y apagado. A Lucio poco le interesaban las comodidades de su refugio, aunque prefería la quinta de escobar, por la tranquilidad y la paz que ofrecía y por la lejanía de locura de la ciudad que también lo ponía nervioso. El escuchar por la ventana el deambular de toda la gente, sin saber quién podría estar vigilándolo, porque sabía perfectamente que Montoneros tenía gente vigilándolo las 24 horas, a pesar de no poder comprobarlo, lo alteraba aun mas todavía.
La primera noche, después de cenar unos fideos con aceite que había en la alacena, se sirvió un vaso de whisky Criadores, también oportunamente dejado en el departamento, se sentó a la mesa de madera con un anotador y se dispuso a escribirle una carta a Lorena y a su hijo, bajo la promesa de entregárselas personalmente ni bien tuviera la oportunidad. Sentía un dolor inmenso en su alma por no poder estar junto a su mujer, en lugar de estar escondido a metros de un destacamento militar, dentro un departamento mugroso y pequeño, solo, con poca luz, y con medio país buscándolo. De a ratos, se le iban las esperanzas de poder escapar con vida de todo aquel embrollo en el que se hallaba metido, pero las recuperaba a medida que avanzaba en la redacción de la carta a Lorena.
En ella describía sus sentimientos encontrados por lo que había tenido que hacer para pelear por un país libre, por pelear por el libre albedrio, una forma de pensar que no sea cooptada por ningún gobierno ni ninguna institución. Le repetía una y mil veces el amor que le tenía, lo mucho que la echaba de menos, como ansiaba la llegada al mundo de su hijo, pero jamás hablaba específicamente del operativo que lo llevo a tener que estar encerrado en aquel departamento, aunque Lorena sabía perfectamente el por qué.-
Mientras escribía y tomaba su tercer vaso de whisky, Lucio se fue adormilando hasta que finalmente cayó fulminado del cansancio sobre la inerte mesita del comedor, sobre las hojas de papel manuscritas.-
El Petiso salió a paso ligero del departamento luego de asegurarse que Lucio estaba ya instalado y con las instrucciones bien aprendidas. Rebosio lo esperaba con el Falcon en marcha a media cuadra, se zambullo dentro y salieron a fondo, tratando de alejarse lo más rápido del lugar. El Petiso Gonzalez sabía que el cordobés Rebosio era de confiar, un animal incondicional, al que había ayudado en la búsqueda y captura del asesino represor de su hermano, le había dado un lugar donde vivir y un lugar en la Organización, un nombre dentro de la misma, formaba parte de un grupo y sentía una gran pertenencia al mismo. Después de la tragedia, logro volver a sentirse alguien. Además, veía al Petiso como su salvador, como alguien a quien respetaba y a quien jamás traicionaría, a sabiendas de que podía ser capturado y torturado para sacarle información. Eso no le interesaba mucho, ya no tenía nada que perder en este mundo y jamás iba a delatar a su salvador y al salvador de la memoria de su hermano secuestrado y fusilado por las fuerzas opresoras.
- Vamos a lo de Rolo, tengo que juntar unos papeles y tenemos que terminar de definir cómo vamos a sacar a Lucio del país, ya deben estar los pasaportes, dijo El Petiso mientras se encendía un 43/70.
- Ok, vamos para allá. ¿Lo van a sacar de la misma forma que a Lorena? ¿O tienen pensado algo diferente?, respondió el cordobés.
- Eh… si si, igual que Lorena.
- ¿Qué pasa Petiso? Algo no anda bien…
- Rebosio… – dijo con solemnidad El Petiso – a Lorena le perdimos el rastro el día que la íbamos a sacar del país. Lo último que sabemos es que fueron interceptados por un reten policial, presentaron los papeles falsificados y no se lo creyeron, les dieron vuelta el auto y encontraron propaganda y armas, y se esfumaron, chau, desaparecieron. Se los chuparon cordobés. No lo puedo entender, yo creo que alguien hablo, pero de eso solo sabíamos Lucio, vos Rolo y yo, y sabes que de vos no desconfío… ¿O debería?
Rebosio, con el rostro inmutable, se quedo con la mirada perdida en el horizonte mientras avanzaba con el Falcon, como si la noticia no lo hubiera sorprendido del todo, pero lo hubiera afectado profundamente. Sabía al igual que todos, el amor que Lucio sentía por Lorena y que todo lo que había hecho era para salirse de una vez por todas de la Organización y poder irse del país a disfrutar la vida con ella.
- Lucio…¿lo sabe?, respondió haciendo caso omiso a la pregunta de la desconfianza.
- Mierda! ¿Sos pelotudo? Claro que no lo sabe, ¿Cómo carajo voy a contarle algo así? se volvería loco, podría empezar a los tiros, tratar de ir a buscarla, a rescatarla, puede comprometernos a todos, a toda la operación, es un riesgo muy grande para correr.
Rebosio, con la misma expresión de nada, pero que denotaba una inquisidora mirada, tal vez un poco triste, no dijo nada al respecto.
- Sé perfectamente lo que Lorena representa para Lucio, cordobés, no creas que no lo sé, soy perfectamente consciente de todo. Fui testigo de ese amor desde sus albores, desde que comenzó y es por eso que me callo la boca, por ahora. Tenemos a la gente de inteligencia movilizada a ver si se enteran de algo, a donde la llevaron, tal vez la dejen libre de un momento a otro y ella no puede ni sabe como contactarse con ninguno de nosotros, solo sabe de la casa de Rolo, el único lugar conocido para ella que todavía no fue reventado, todavía tengo esperanzas de que aparezca con vida, ella y el bebé.
- Pero en el fondo, ¿es muy posible que nunca más volvamos a verla, no? ¿Ni que Lucio conozca a su hijo, o se reencuentre con ella como cree?, atinó a decir Rebosio como para acotar algo, como para ponerle un sonido, unas palabras al rostro rígido que mostraba al volante del Falcon.
- Es muy probable que ninguno de nosotros salga con vida de todo esto, nosotros que somos los que ponemos el pecho, estamos al frente de las operaciones en la calle, nosotros que reventamos arsenales, conseguimos armas, secuestramos gente, nosotros que peleamos por la libertad, que peleamos para que ningún milico hijo de puta venga a matar a nuestros hermanos, a nuestras familias, nosotros somos los que vamos a terminar en el fondo del río, en una fosa común, o como NN en algún cementerio perdido en medio de un pueblo de mierda de cualquier provincia. Lo único que podemos esperar, es que la suerte este de nuestro lado. Vamos para lo de Rolo, dale.
A medio camino de la casa de Rolo, el Petiso hizo frenar a Rebosio en un teléfono público de Entel que se encontraba a mitad de cuadra. Surco los bolsillos del jean con la mano izquierda, saco unas monedas y abrió la puerta del auto.
- Pará Fabián, le dijo Rebosio, dejame que bajo y llamo yo de Rolo, quedate en el auto.
- ¿Qué decís? Te crees que soy un cagón yo? – replicó visiblemente ofuscado el Petiso.
- Dejate de joder, deja de hacerte el todo poderoso, te estoy cubriendo las espaldas como vos lo hiciste conmigo, si queres bajate vos, me chupa un huevo la verdad.
- Dale cordobés, anda, estoy muy alterado con todo lo que pasa, le dijo El Petiso tras un breve silencio.
Rebosio descendió del Falcon, mientras el Petiso esperaba en el asiento del acompañante en marcha, con el arma cargada y empuñándola sobre sus piernas, como estaba acostumbrado a hacerlo.
A esa altura, se sentía acorralado, si a la casa de Rolo la habían reventado los milicos, no tenían ya lugares a donde refugiarse, hacía semanas que no tenían noticias de nadie de la cúpula mayor, no recibían instrucciones y se encontraban a la deriva, con pocas armas, logística y sin financiamiento. Le había mentido a Lucio sobre Lorena, sobre el departamento seguro, que en realidad pertenecía a un tío suyo que había huido a Uruguay y desde ahí no sabía a dónde, pero que no estaba marcado. No pertenecía a Montoneros. Le estaba mintiendo también a Rebosio, y se sentía solo y cansado de esa guerra que, sabía, estaban perdiendo. Miraba por los espejos del coche, observando a todos los transeúntes que pasaban, los otros vehículos estacionados cuidándole las espaldas a Rebosio, a quien veía discar en el teléfono de Entel el número de la casa de la madre de Rolo, después de colocar las monedas en la ranura. Por la expresión, se percataba de que sonaba y nadie atendía, lo que lo inquietaba aun más. Al cabo de pocos minutos, le hizo señas al cordobés para que deje todo y vuelva al coche, cuando frenó de golpe un Torino azul del cual descendieron tres “tiras” con las .45 en la mano apuntando a Rebosio al grito de alto, otros dos se acercaron al Falcón, pero rápido de reflejos, El Petiso se paso al asiento del conductor y comenzó a los tiros desde la ventana mientras huía a toda velocidad, llevándose por delante una bicicleta que pasaba por el lugar, sin tener que lamentar ninguna muerte. Los policías de civil desistieron de seguirlo, prefiriendo asegurarse la captura de Rebosio antes que perder a ambos. Ahora sí, El Petiso Fabian Gonzalez, se encontraba solo y a la deriva.
ONCE
La Caída
Habían pasado más de cinco días sin noticias de El Petiso o del cordobés. Nadie de
montoneros se había contactado con Lucio. En su encierro, se dedicaba a escribir
cartas y a redactar minuciosamente los pormenores de su propia historia, desde su
infancia pasando por todos los estratos que lo habían llevado a terminar en aquel
inmundo departamento. Se sentía tan desesperanzado que imaginaba que jamás
saldría de aquel lugar con vida y que, mucho menos aun, lograría encontrarse con
Lorena y con su futuro hijo. Redactaba incesantemente su ingreso a la Organización
desde sus primeros años, como se fue adentrando en la misma, sus tareas y
responsabilidades, de que fue formando parte y de que no, como si se anticipara a
responder a un juicio futuro sobre su propia persona. Diagramó, incluso, en una
especie de boceto sobre como era la quinta de Escobar en donde se refugió hasta
hacía unos pocos días.
Se estaba quedando sin comida, sin dentífrico, sin papel higiénico y no tenía noticias
de nadie. En la parte superior del placard del cuarto, encontró una radio que estaba
averiada y la desarmo en varias ocasiones para ver si podía hacerla funcionar. No tenía
ningún tipo de conocimiento en electrónica, pero de alguna forma, logró reconectar
un cable que aparecía suelto al parlante y la radio cobro vida, con una señal muy mala,
pero al menos lograba sintonizar una estación de radio local. Se lo pasaba todo el día
tratando de pescar alguna noticia relacionada con su situación pero no aparecía nada
en la radio. Mientras tanto, seguía con la redacción de “sus memorias” como le
gustaba llamar a todo eso que venía escribiendo, sin ningún destinatario en realidad,
aunque interiormente sabía que lo estaba escribiendo para su hijo, para que algún día
pudiera conocer la historia de su padre, si es que tenía la suerte de venir al mundo.
Para aquel entonces, desconfiaba incluso de si Lorena había llegado o no sana y salva
a Mexico. Desconfiaba de todos, de su propia sombra, y lo embargaba una paranoia
que no podía controlar. Se sentía solo en extremo, una soledad abrumadora más aun
por no saber nada de nadie, por no poder salir a la calle por sus propios medios, sin
nadie a quien recurrir. Lo peor era que no podía comunicarse ni siquiera con su
propia familia.
A sus padres, les escribió también, lleno de culpas por lo que habían tenido que
soportar, por sentir que los había defraudado en todo, por hacerlos sufrir por su
silencio y su ausencia. Imaginaba que ellos lo creerían muerto o desaparecido para ese
entonces, y la angustia que lo invadía lo desgarraba por dentro. Se le había terminado
el whisky y prácticamente no podía pegar un ojo en toda la noche.
En su relato, recordaba la maravillosa infancia que sus padres le habían
proporcionado, a sus hermanos que tanto echaba de menos, a sus abuelos, los
domingos con los primos y la mesa larga con los ravioles, en el centro de la mesa
humeantes, caseros, recién salidos de las manos mágicas de su abuelo. Los barriletes
con papel mache y caña, pegados con engrudo y la cola de tela que le hacía su abuelo,
y que remontaban después de almorzar en la casa de tropezón. Recordaba los
partidos de fútbol en el campito y escribía: hijo, ojala algún día podamos jugar juntos
al futbol o ir a la cancha a ver a River. Las lagrimas le desgarraban el rostro pero nada
detenía su ligero escribir, desprolijo, con una letra titubeante y serpenteante, pero
con un contenido muy fuerte. Era el legado que quería dejar, para su hijo y para toda
su familia porque cada minuto que pasaba, lo convencía aun más de que todo estaba
terminado, ni El Petiso había aparecido, a lo mejor había caído en manos de los
represores.
Al cabo de una semana sin noticias, sin comida, bebida, sin más hojas donde plasmar
su historia y sin que la radio diera ningún tipo de noticia acerca del atentado al
comisario o de sus asesinos, Lucio tomo una decisión. Guardó en una caja de zapatos
todo lo que había escrito esos días y lo coloco debajo de unas gruesas frazadas en el
fondo de lo alto del placard. Se coloco unos anteojos de grueso marco que encontró
en una mesa de luz y, con la barba ya crecido de varios días, se decidió a salir a la calle,
al menos a comprar algo de comida y para tantear el terreno, a ver si podía divisar
quien de montoneros lo estaba vigilando, porque todavía seguía con la idea fija que lo
hacían.
Se zambullo a la calle, luego de bajar los tres pisos por la escalera y mirando con suma
paranoia para todos lados. Camino unas cuadras hasta llegar a una almacén donde un
señor robusto y de vientre prominente lo atendió detrás del mostrador. Compro
algunos fideos, una botella de vino barato, café y azúcar, ya no le quedaba dinero,
pero con aquello, sobreviviría unos días más. A lo mejor el Petiso aparecía y solamente
se había retrasado un poco a causa de toda la situación. Se dirigió a un teléfono
público que había a mitad de camino, saco unas monedas de la camisa que todavía le
quedaban y disco el número de la casa de Rolo. Nadie atendió. Volvió sobre sus pasos,
caminando ligero y mirando para ambos lados, sin voltear hasta llegar al portal del
edificio. Una vez adentro, se sintió a salvo de nuevo, no diviso nada raro y eso era,
precisamente, lo más raro de todo. A lo mejor, nadie más que el cordobés Rebosio y el
Petiso sabían del departamento, lo que seguía siendo sumamente inquietante. Por
primera vez en varios días, después de cenar y bajarse la botella de vino, Lucio se
quedo dormido profundamente.
Al rayar el nuevo día, con el sol saliendo aun tímido sobre el horizonte fue cuando
ocurrió todo. Un estruendo lo despertó de golpe. Aun aturdido por el efecto del
cansancio y del vino de la noche anterior, Lucio trato de manotear el arma que tenía
en su mesa de luz solo para darse cuenta que antes de dormirse la había dejado en la
mesa del comedor. Era tarde. Cinco individuos entraron al departamento portando
armas, lo golpearon fuertemente y lo colocaron contra la pared.
– Entregáte Gelvez, se termino todo, dijo uno de ellos, mientras el resto no
paraba de gritarle y de apuntarle con las armas.
De fondo, en un tono casi indetectable, como tímido, se escuchaba la radio
anunciando el abatimiento a manos de fuerzas policiales de unos de los integrantes
del comando que ejecuto al comisario Villar Mendez y su custodia. Lo describían como
un hombre de pelo negro, tez oscura y acento provinciano, según testigos,
probablemente cordobés.
ABRIL, AÑO 1999
Banco Nacional de datos Genéticos
La duda me había surgido hacía un par de años, cuando cursaba ciencias
políticas en la universidad de Buenos Aires, en sociales. Fue a través de una
compañera que tuve en una cátedra en la que nos toco compartir grupo para
un trabajo de investigación antropológica. Honestamente, nunca antes se me
había pasado por la cabeza dudar de mis orígenes ni mucho menos de mis
padres, aun sabiendo que había nacido en el año 1975, en los albores de lo
que fue más tarde el golpe de estado del ́76.
Julieta, mi compañera, nacida en el mismo año que yo estaba muy
enganchada a ese periodo de la historia argentina y un día como tantos otros,
café de por medio en el bar de la facultad, nos quedamos charlando. Me
cuenta que una compañera suya de la secundaria y muy amiga de ella, se
había enterado que era hija de desparecidos y que sus padres fueron
expropiadores y que eso a ella, particularmente, la movió mucho en aquel
entonces.
– ¿Pensás que vos también sos hija de desparecidos?, le pregunte.
– La verdad que no, somos 4 hermanos nosotros, todos muy iguales, hay fotos
de todos desde recién nacidos, sería muy improbable que fuera así, me
respondió. ¿Y vos? Como sabes que tus viejos son tus viejos?
– Jajajaja, me reía yo, porque son mis viejos Julieta, le espeté.
Con el tiempo, nuestras charlas fueron por diferentes temas y se hicieron cada vez
más frecuentes fuera de la cursada y al final, como todo lo que comienza como una
inocente amistad, Julieta y yo terminamos a los besos y nunca más nos pudimos
separar.
Al poco tiempo nos fuimos a vivir juntos, los dos éramos de familias de clase media,
pero nuestros padres nos ayudaron un poco al principio porque celebraban nuestro
amor y bendecían la relación. Unos meses después de mudarnos, fuimos de mis
padres a buscar unos libros y algunas cosas que tenían guardadas en un altillo en el
garage y entre mates y bizcochuelo, nos pusimos a mirar fotos viejas, de mis viejos,
mis tíos, mis primos cuando eran chicos, mías de cuando era bebé y el tema resurgió
cuando volvimos a casa.
– No vi ninguna foto de tu mama con la panza, ni vos de recién nacido, me dijo.
– Jajajaja – mi risa volvió a salir recordando aquella primera charla sobre el
tema, cortála Juli, nos soy hijo de desaparecidos.
– ¿Y por qué estas tan seguro?
– No lo se, lo siento así, mis viejos son un amor, como van a ser expropiadores.
– En esa época, había mucha gente que quería adoptar y no podía, pueden que
no sean expropiadores, pero también puede que no sean tus padres.
Esas palabras retumbaron en mi cabeza durante varios días. Julieta había sembrado la
semilla de la duda en mí y, honestamente, me puse a atar algunos cabos. Era cierto
que no había fotos mías de bebé, o de mi mama embarazada, se habían perdido, me
dijo en aquel momento, se incendiaron en un baúl de madera que tenían hace mucho
tiempo, nada de eso se salvo, era lo que obtuve por respuesta.
Unos días más tarde fui a tomar mate con mi mama y al segundo, mientras se
devoraba una tostada con queso y mermelada, le pregunté sin anestesia:
– Mama, ¿soy adoptado?
Por como se le atraganto la tostada en la boca y el ataque de tos que le dio a
continuación, no necesite más confirmación que eso. Sin embargo, ella me dijo que sí,
con los ojos llenos de lágrimas y pidiendo perdón a cada momento por no habérmelo
dicho antes y por habérmelo ocultado durante tanto tiempo.
Me dijo que me habían adoptado cuando tenía tres meses, que les habían dicho que
mi mama biológica era una chica del interior adolescente y de buena familia a la que
su padre había obligado a dar en adopción el hijo que llevaba en su vientre, fruto de
un amorío con un peón de estancia. Los dos lloramos a mares, nos abrazamos a más
no poder, pero yo me quise ir antes de que vuelva mi papa del trabajo, no sabía cómo
enfrentarlo a el, que era muy severo, así que huí, corrí a contárselo a Julieta. Ella me
hablo del banco datos que tenían las abuelas y madres de plaza de mayo para
encontrar a hijos de desaparecidos y, tras unas cuantas semanas de juntar fuerzas y
coraje, me decidí y me presente. Me hicieron el estudio de ADN y quede a la espera
de los resultados y las comparaciones.-
Los resultados fueron inapelables. Mi padre era Lucio Gelvez, montonero
desaparecido por la triple A y mi madre, Lorena García Ruiz, secuestrada, torturada,
obligada a parir y desaparecida. Mi abuela paterna había dejado su ADN hacía algunos
años y murió sin conocer el paradero de su nieto apropiado. En la televisión, los
noticieros daban la primicia de la aparición de otro nieto en la fundación de Abuelas y
el día de la presentación oficial, me sentí muy incomodo por como las cámaras de
televisión y flashes me enfocaban como si fuera un bicho raro, quería que todo
terminase y no le soltaba ni un momento la mano a Julieta, que jamás me dejo solo.
Cuando todo regreso a su cauce normal, nuestras vidas volvieron a ser lo que eran a
pesar de que yo nunca volvería a ser el mismo, tocaron el timbre de mi casa.
– Diegoooo, te buscan, dijo Julieta que abrió la puerta.
Un hombre muy entrado en años, con una calva muy prominente, y escaso pelo en los
lados, de muy baja estatura, se encontraba de pie en la puerta de mi casa.
– ¿Sos Diego Valenti?, me pregunto sin siquiera decir hola, o buenas tardes.
– ¿Quién lo pregunta?, respondí de mala gana. A esa altura de mi vida, con lo
que había tenido que pasar los últimos meses, no me sentía con ganas de ser
políticamente correcto.
– Yo conocí a tu papa y a tu mama, a los verdaderos, a los de sangre, a Lucio y a
Lorena. Tengo algo para vos – dijo, sacando un sobre de adentro de un bolso
que descansaba junto a sus pies en la vereda. Tus viejos fueron héroes sin
reconocer en nuestra triste historia, compañeros y amigos de verdad, de esos
que se cuentan con los dedos de una mano. Dieron su vida para que vos y los
de tu generación puedan vivir en un mundo más justo, en una Argentina libre.
Te iban a poner Mateo, tu papa, lo único que quería la última vez que lo ví, era
reunirse con tu mama, y verte crecer feliz y a su lado, lo lamento mucho
Mateo. De verdad.
El Petiso me entrego el sobre, se despidió sin aceptar la invitación a entrar en la casa y
su silueta se perdió para siempre al doblar la esquina. Doblado de la emoción y el
dolor que se diseminaba por todo mi ser, una vez más dentro de mi hogar, abrí el
sobre papel madera que me dejo el visitante. En él, estaban todas las cartas que mi
padre había escrito en sus últimos días en el refugio del departamento del tío de El
Petiso Gonzalez y ahí, plasmada en su puño y letra, conocí mis verdaderos orígenes, la
historia que me ocultaron durante años y que hubiera permanecido en el anonimato
de no ser por haber conocido a Julieta en la universidad y de haberme hecho el
estudio de ADN. Me llevó muchos años procesar todo esto, mis hijos conocen sus
orígenes, su verdad, y la de sus abuelos desaparecidos. Ahora que me decidí a contar
toda la historia, el mundo también.
Mateo Gelvez, Octubre de 2003.-
OPINIONES Y COMENTARIOS