Punto de reunión cosmopolita a donde acuden criaturas de diversas índoles. Moribundos, adolescentes enamorados, algunos no tan tontos; un niño de 10 o un recién nacido, vagabundos y residentes de condominios con las mejores vistas nocturnas. Se sientan a la barra misteriosos asesinos chocando codos con madres amorosas y con curiosos científicos. En las mesas algunos con miedo, quizás pavor; otros más con desconsuelo, desesperados, la mayoría solos. Otros llorando de felicidad o simplemente catatónicos, muchos sin saber que están, disfrutan del ambiente. Nadie indiferente. El lugar parece infinito por su oscuridad periférica. Un cantinero, alegre y seductor, empáticamente da una palmada a un anciano nostálgico mientras sirve a todos lo que le piden, a la carta, sin restricciones. La mayoría únicamente ordenaba compañía, preparada como fuese, pero bien cargada. Otros estaban ansiosos de embriagarse con silencio, se corría el rumor de sus efectos psicodélicos. Los más afortunados se conformaban con el asiento. El rítmico canto de conversaciones políglotas era tan suave, que solo se hacía presente con su ausencia. Y fue cuando al fondo, dirigimos la mirada y comenzó. En el escenario, la iluminación única cobija a los presentes, reconfortando a la mayoría. Sin presentación necesaria, ninguna podría estar a la altura si me preguntas; se desnuda ante el público jubiloso y emocionado, se desliza penetrando las pupilas dilatadas y permanece inerte, dando sentido al nombre del local. La gente contemplativa se olvida de la hora de llegada, más aún de la de partida, ante la majestuosidad y misterio, instantánea inolvidable. No puedo decir más, sería ofensivo y ridículo. Desde la primera vez, cuando la ingenuidad me lo permite visito el lugar, siempre criaturas distintas, siempre en busca de algo o de nada, por última o por primera vez, nunca vacío. En esa taberna, la de Luna, ahí puedes encontrarme.

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