Abro los ojos y me encuentro bajo un cielo demasiado azul, salpicado de nubes blancas que no se mueven, ni cambian de forma. Como si se tratase de un mural. El sudor que segundos antes reptaba por mi frente ha desaparecido, aunque siento que la cabeza me arde. No sé cómo puedo saberlo, pero algo me dice que esta especia de delirio viene patrocinado por la fiebre que me azuzaba antes de acostarme, asi que paso por alto mi estado físico, y observo el lugar.

Me encuentro en un prado infinito, bordeado de colinas verdes, maquilladas con flores de mil colores, como si un pintor caprichoso hubiese querido plasmar la postal perfecta. Hago ademán de levantarme, cuando una niña de unos cinco años, cuya presencia no había advertido, me brinda su mano junto con una gran sonrisa, en la que me muestra los dientes. Su pelo rubio se mueve al son de un viento que no existe, y unos ojos marrones con perlas verdes me invitan a aceptar su ayuda. Me levanto y, sin mediar palabra, la niña comienza a andar conmigo de la mano. No hago preguntas, ni me zafo. A decir verdad, no hay ningún otro lugar en el que quiera estar ahora mismo. Noto un leve movimiento en mi mano derecha, y al volverme, una segunda niña de ojos azules como aquel cielo radioactivo me ha tomado de la mano, y tira de ella. Su pelo, una catarata de tinta negra, se mueve junto con los saltitos de su portadora. Ambas niñas se miran, cómplices, y continúan en paralelo aquel camino hacia ninguna parte. Corren, se pellizcan, ríen a carcajadas, todo esto sin soltar mis manos. Me resulta tan agradable que pueden llevarme donde les plazca. Por primera vez, el camino se torna irregular. Delante de nosotros se alza una lámina de mármol, con una pequeña cruz en lo alto. El cielo, sin previo aviso, se ha llenado de nubes. La niña de ojos claros y pelo negro me dedica una última sonrisa, y desaparece. No impido su huida hacia las tinieblas, aunque me hubiese gustado. La niña de cabellos dorados, se acuesta en la hierba seca y, con una mirada me basta para entender que quiere que la imite. Me tumbo a su lado, y me abraza. Siento que conozco a aquella pequeña desde el primer día de mi vida, y de la suya, aunque no lo recuerde. Se deshace de mis brazos y me empuja suavemente hasta quedar de espaldas a ella. Quiero protestar, pero no logro articular palabra ni movimiento alguno, soy como una marioneta. Entonces posa sus manos sobre mi espalda, y la recorre con sus deditos con una ternura sin precedentes.

Cuando me vuelvo para corresponder su gesto, la niña se ha ido.

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