El joven que se peinaba de espaldas al espejo. Parte 1

El joven que se peinaba de espaldas al espejo. Parte 1

Paul Carax

17/12/2017

Creo que no existe peor sensación que despertarse con el sol en la cara después de una noche sin pegar ojo. Cuando mis párpados se separaron, no sin cierta dificultad, reuní la fuerza suficiente para mover mis músculos y me incorporé sobre la cama. Fijé la mirada en las fotos pegadas en las paredes. Las hice desfilar una por una, desempolvando los recuerdos que encerraban. Menudo desperdicio. Incluso deshacerme de ellas me provocaba somnolencia.

Me dispuse a ponerme las zapatillas de ir por casa, pero sólo encontré una. Me la calcé con la mayor de las dignidades y puse rumbo a la cocina. Me sorprendí de lo grande que resultaba mi piso de repente. Antes de entrar, un olor desagradable, pero no intruso, me recibió. Los platos se habían ido acumulado hasta tal punto que un leve movimiento de viento habría podido desencadenar un baile de trozos de porcelana sobre el suelo, cuyo estado, por otra parte, tampoco estaba para celebraciones, tal y como noté segundos más tarde en mi pie desnudo. Abrí el frigorífico y la visión desértica de medio limón en la rendija central acabó con mi apetito por completo.

Me dejé caer en el sofá. El reloj marcaba las doce y media pasadas. Las clases debían estar ya muy avanzadas, así que me propuse recuperarlas al día siguiente. Mentirme a mi mismo nunca había sido tan fácil.

Pasó por lo menos una hora hasta que, con la mirada perdida en el gotelé, me dormí. Quizá el término “dormir” no sea el más adecuado. No lograba descansar, ni mucho menos soñar. Simplemente era una buena forma de hacer pasar el tiempo. Estaba preguntándome en qué día de la semana estaríamos, cuando abrí los ojos. La penumbra rondaba la habitación. El reloj marcaba las ocho menos cuarto. Diciembre a esas horas ya se había llevado la luz, y yo estaba helado. Y hambriento.

Abrí mi armario, que se había convertido en un enorme cesto de la ropa sucia, y olfateé un par de camisetas buscando cuál de ellas emanaba un olor más tolerable. Acabé decidiéndome por una sudadera con una pequeña tacha de lejía en la manga izquierda. Estaba tan pasada de moda que nadie caería en la cuenta de que estaba manchada. Aunque me hubiese dado igual.

Cuando atravesé el portal y el frío me golpeó, recordé que a pesar de todo, aún era preso de la meteorología. Durante unos segundos me vi tentado de volver sobre mis pasos, encerrarme en casa y abandonarme entre varios kilos de mantas, pero tenía hambre, y la visión de medio limón presidiendo la nevera me ayudó a desplazar a un segundo plano aquel frío que ya empezaba a abrirse paso hacia mis huesos, empezando por agrietar mis labios.

Apuré el paso y en un tiempo récord, me deslicé hasta un garito de medio pelo situado al final de la calle Marqués de Viena. Me acerqué a la barra y me apoyé con desgana. Con la grasa que recogió mi manga habrían podido freír lo que fuese a pedir. Aunque seguramente aquello no estaba muy lejos de ser verdad. Me dirigí a la camarera, que parecía demasiado ocupada en masticar un chicle que se me antojó exageradamente grande, y pedí un par de hamburguesas. Cuando, pasado un rato, la misma camarera dejó caer un plato frente a mí, me pregunté qué habría pasado con las hamburguesas de la foto, y por qué se alejaban tanto a lo que pretendían que me comiese y, por supuesto, que pagase. Ni siquiera iban acompañadas por una ración de patatas, ni hablar de la fresca lechuga, el queso fundido y las perfectas rodajas de cebolla. En otras circunstancias me habría quejado. En estas, incluso si me las hubiesen presentado con un poquito de cianuro las habría devorado sin rechistar. Corrijo, sobre todo si les hubiesen puesto ese poquito de cianuro.

Un pequeño televisor rugía con un partido de fútbol. No recuerdo quién se enfrentaba, pero tenía a todos absorbidos.

Tomé asiento frente a la que, supuse, era la mesa más pegajosa del lugar, y no tardé en quedarme embobado con la visión que un gran ventanal me ofrecía del exterior, gélido. Miles de personas pasaban frente a mi, sin verme. Gente con un origen y un lugar al que dirigirse. A mi lado del cristal, bastaba un vistazo rápido entre los parroquianos para comprender que, como yo, la mayoría no tenían donde caerse muertos y seguramente habían olvidado de donde venían. O no querían recordarlo. Puede que aquel cristal estuviese dispuesto totalmente a propósito para separarnos y evitar que nos mezclásemos con ellos. Con las personas de verdad. Por un segundo, me pareció que hacía más frio dentro de aquel garito de mierda, que fuera. Dejé caer un par de monedas sobre la mesa, y me fundí entre la multitud.

Cuando abrí la puerta del piso, me recibió un vaho gélido mezclado con ese olor a cerrado que ya formaba parte de la atmósfera habitual. Puse a tope la estufa de aceite y me parapeté frente a ella envuelto en la primera manta que calló sobre mi cabeza al abrir el desván. La persiana, medio bajada, dejaba entrever la calle, llena de vida. Los árboles, galardonados con lucecitas de mil colores, se veían reflejados en el fino manto de nieve que cubría las aceras. Los comercios seguían abiertos, a la espera de las visitas tardías de aquellos despistados que aún no hubiesen terminado las compras navideñas, luciendo en sus escaparates preciosos belenes a modo de reclamo. Las familias paseaban, los enamorados desfilaban cogidos de la mano, y los ancianos recordaban tiempos pasados envueltos en bufandas marrones a cuadros.

Bajé la persiana y me abandoné a la oscuridad, que me acogió en su seno, no sin antes darle un dulce mordisco a mi corazón, que cada vez se hacía más pequeño.

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