“Uno está tan solo en su dolor…”
Discépolo
Hasta que por fin logró que toda la escuela lo llamara Carlitos. Cuando la maestra o los compañeros le decían Axel o Alejandro él ni siquiera volteaba la cabeza, hacía como si le estuvieran hablando a otro, únicamente respondía al nombre de Carlitos. La maestra se asustó y se lo contó a su abuela, que también se asustó, y entre las dos lo llevaron al psicólogo. Bastaron cinco sesiones de terapia para un diagnóstico concluyente: Carlitos no tiene nada, perdón, Axel no tiene nada, ni doble personalidad ni sicopatía alguna, nomás le gusta que lo llamen Carlitos. Como a Neftalí Reyes le gustaba que le dijeran Pablo Neruda; como a Iósif Visariónovich Dzhugashvili le gustaba que le dijeran Stalin; a él, que se llama Axel Alejandro, le gusta que le digan Carlitos. En la escuela, porque para el barrio de Fátima nunca ha dejado de ser el Negrito.
El Negrito no tiene madre, o sí tiene, pero no se acuerda de su cara y tampoco sabe bien por dónde anda. Los dejó a su hermano y a él con su abuela y se mandó a mudar; al DF, dicen. Su hermano tiene trece y anda en otra cosa. Su abuela está tan vieja que nomás se hace de noche y empieza a quejarse de que le duele la cadera o la cabeza. Su tío, el hermano de su mamá, también vive con ellos, tiene como veinte y no hace nada en todo el día. Como a la abuela la pensión no le alcanza lava ropa para afuera, y con eso más o menos llegan a fin de mes. El Negrito, que tiene siete, se la rebusca como puede.
Pasa más tiempo en la calle que en la casa, y a la tarde se sienta en la banqueta de la esquina a piropear a las chicas del barrio cuando pasan para la tienda. Adiós culito, les dice, o Adiós mamacita. Son sus clásicos. Ellas le contestan: Adiós Negrito, y cuando van de regreso para sus casas le dejan una paleta o una bolsa de papitas. Cuando no está en la banqueta es porque está a la vuelta, conversando con su novia en la puerta de la casa de ella, él espera en la esquina a que ella vuelva de la escuela y de ahí se van juntos. Cuando llegan a la puerta se quedan afuera charlando un rato, sin apuro, y al final se despiden con un beso.
Su novia está un poco mayor que él: tiene sesenta y dos, y es una maestra a punto de jubilarse. Soltera -o más bien quedada, como dice la abuela-, pero buena gente. Y buena novia, además. De lo primero que le pregunta al Negrito cuando lo ve, es: ¿Ya comiste?, y él siempre la misma respuesta: Sí mamacita, comí frijol. Ella entonces le da el postre: una fruta, una gelatina, un vaso de leche chocolatada… Toma mi amor, le dice, y le acaricia la nuca por encima del pelo.
El Negrito no podría decir cuánto tiempo llevan de novios. La escena de esta tarde, con la esquina, la banqueta, el caminadito medio chueco de ella y el guardapolvo blanco que se adivinan desde lejos, el sol en la cara, los autos estacionados…, todo ha estado ahí desde que él tiene memoria. Ella, en cambio, sabe con precisión matemática la cantidad de días que llevan de conocerse; se vieron por primera vez un lunes, cinco años atrás, poco antes de cumplir cincuenta y siete.
Al principio se sentaban los tres: Rogelio, ella y su mamá, en la sala, a tomar café y mirar la novela, pero cuando Doña Chelo murió ni Rogelio ni ella pudieron seguir la rutina. Lo intentaron; se sirvieron café, pusieron la novela y se sentaron como si Doña Chelito todavía estuviera. El primer día la escena no duró más de diez minutos, Rogelio empezó a mirar de reojo el sillón vacío y arrancó a llorar, un par de gotas discretas al principio y después con una amargura sobrecogedora. Asombraba ver a aquel hombre penando tanto por la muerte de su suegra, sólo que no era ese el motivo de su llanto. Rogelio no pensaba en la madre de Marta, pensaba en la suya propia, más vieja y enferma que doña Chelo antes de morirse, y su inminente orfandad le perforaba el corazón.
Una semana duraron así; a los ocho días exactos dejaron la sala y se pasaron a la puerta. Él la esperaba en la esquina del colegio y caminaban sin decir palabra hasta la casa de ella, sacaban un par de sillas y se sentaban en la entrada. Si llovía o si hacía frío se ponían del lado de adentro, pero siempre con la puerta abierta y mirando hacia afuera. Se hacían compañía hasta las siete y media; siempre a la misma hora aunque sin mirar el reloj, él se paraba despacio, como si tuviera las piernas dormidas. Ya me voy, Marta, no quiero dejar sola a mamá tanto tiempo, no está bien, ya sabes…, y se despedía con un beso en la frente.
Si fuera por ella se hubieran casado hacía tiempo, era a Rogelio a quien la idea de dejar solas a sus madres se le hacía una infamia. De noche, en el cuarto, Marta se acostaba en el oscuro a pensar y a fumarse el único cigarrillo del día. De juventud no le quedaba ni rastro, desperdiciada por completo, ¿y por delante qué? Rogelio estaba en su misma situación, o peor, porque él para colmo usaba a la vieja, o su responsabilidad de estar con ella, para esconder su miedo a salir a la calle, a vivir. A veces le ganaba la rabia. Un día me voy a cansar y le voy a decir que se acabó, que hasta ahí llegamos, a ver si no reacciona. No llegó a cumplir su amenaza. El domingo Rogelio tocó la puerta a las cinco, como cada día en que no había escuela, y aunque lloviznaba insistió en quedarse afuera, ni siquiera la saludó. Ya no voy a venir, Marta. No es por mí, es por mamá…
Por suerte todavía le faltaba preparar la clase, planchar la ropa, bañarse, acostarse, dormirse rápido que mañana es lunes, levantarse, volverse a bañar, secarse el pelo, vestirse, ir a la escuela, dar clases… ¡uf!, no más de pensarlo… El dolor vendría después, cuando llegara la hora de salir de la escuela y él no estuviera esperándola. Y aunque hubiera estado, de haberlo tenido cerca le habría caído a golpes, por pendejo. Terminar la relación después de catorce años porque su mamá tiene miedo de que ellos decidan formar una familia y la dejen sola, óigala usted, formar una familia, a los cincuenta y siete años… ¡hágame el favor! Estaba a punto de soltar el llanto cuando lo vio y la rescató de su drama: apenas una cosita sucia sentada en la banqueta, de no más de dos años. Se acercó despacio para no asustarlo y le preguntó: ¿Cómo te llamas? Negrito, contestó él con una claridad asombrosa a pesar de la r. En cambio, a ella las palabras se le trabaron en la garganta como si en vez de decirlas las estuviera escribiendo con la Olivetti de la escuela. ¿No quisieras ser mi novio, Negrito? Fue lo único que le salió.
No hace mucho estaba sentado en la banqueta cuando una chica tan linda como las que salen en la tele se le apareció por detrás y le pasó bien al lado, hasta se le paró enfrente, ¡y de espaldas!, mientras esperaba para cruzar la calle. Lo venció la tentación, qué se le va a hacer. Adiós culito, le dijo. Lo que no se esperaba era la reacción de la aludida: ¿Qué me dijiste?, lo encaró. De no haber estado sentado seguro se cae del susto.
– ¿Cómo te llamas?, preguntó ella, seria.
– Me dicen Carlitos, contestó él, serio también.
Dudó antes de contestarle. Estuvo a punto de decir Negrito, pero se frenó, tal vez entendiendo que se exponía a un acto de intimidad inapropiado para la ocasión. Además, se notaba que era extranjera, y dice la abuela que a esas no conviene darles mucha confianza.
Ella lo miró como quien está frente a una revelación: la cabeza grande –el cuerpo chico, más bien-, la mugre de la ropa, los ojos, profundos, las pestañas largas, el pelo duro, lo flaco, la impúdica seguridad que da el mucho trato con las mujeres…
El encuentro no duró gran cosa, pero él supo que ella iba a volver, tanto así que al otro día la estaba esperando. La vio venir desde lejos y dio vuelta la cara, haciéndose el distraído y para sacarse los mocos. Ella fue directo y lo saludó. Esta vez hablaron de todo un poco, de la escuela, de su abuela, de la feria, que ya casi estaba por terminar… Le hubiera gustado ir, para subirse a los juegos, pero a su novia le dan miedo y ¿con quién más podría ir? No era que no se animaba a ir solo, el problema era la paga…
Después de eso estuvieron tres días sin verse, pero al cuarto día él estaba sentado en la esquina esperando a su novia cuando de repente se le apareció ella por atrás, como la primera vez. Ni tiempo de limpiarse la nariz, caray. Estaba contenta, y aunque él también se alegró de verla después de tantos días, la verdad es que no andaba de muy buen humor. Viste culito, ayer terminó la feria, le dijo, y movió con el pie unas piedritas sobre el pavimento. Justamente de eso te quería hablar –lo interrumpió ella-. La feria ya terminó, pero los juegos se quedan hasta el domingo. Tengo unos pesitos guardados que ya no voy a ocupar. Si quieres vamos mañana, yo invito. Para qué le dijo, ni que le hubieran metido un cohete en el pantalón; se paró de un salto, se le abrazó a una pierna, sí quiero, sí quiero, sí quiero, y cuando ella quiso bajar la cabeza para darle un beso, él levantó los ojos y la frenó con una mirada que pareció llegar desde otro tiempo. Te quiero, le dijo, y era la primera vez que se lo decía a alguien.
Al día siguiente se pasaron toda la tarde en los juegos, después se fueron a cenar al centro. Regresaron en taxi hasta el barrio y él pidió que lo dejaran en la esquina de siempre. Ella siguió camino a su casa. No dejaba de pensar en las consecuencias de lo que había hecho, se había gastado casi todo lo que le quedaba y su padre ya le había dicho que no iba a mandarle un peso más. Ahora no podría irse, tendría que dejar la casa y pasarse a un cuarto, y conseguir trabajo urgente, porque si no ni para el cuarto iba a haber.
Rogelio tiene ganas de verla pero no le va a tocar la puerta por miedo. O por vergüenza. ¿Para qué, si ella no va a querer ni recibirlo? Y con justa razón, porque catorce años de novios se dicen fácil, pero la costumbre llega un punto en que uno no puede arrancársela de encima como quien se saca un suéter. Si a él le dolía, pobrecita de ella, ahora que ni doña Chelito le quedaba como consuelo, valga la redundancia.
A Marta no parecía afectarle tanto la ruptura. Ahí estaba el Negrito, que se encargaba perfectamente de llenar el lugar que Rogelio había dejado vacante: la esperaba a la salida de la escuela, la acompañaba a su casa de la mano, se quedaba un rato conversando en la puerta… Si para otra cosa no servía aquel grandulón, que por lo demás ya volverá solito cuando su mamá se muera y no tenga otra puerta a la cual ir a golpear. Cuando eso pase, Marta lo recibirá de regreso. Porque para entonces le habrá perdonado su estupidez, y por la sospecha de que no tarda en llegar el día en que el Negrito ya no quiera estar de novio con una vieja.
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Durante más de veinte años todos la conocieron como la Gitana. A eso de las tres de la tarde la Gitana salía de su casa y caminaba por la calle de tierra hasta la ruta, se paraba a un costado, y les hacía seña a los camiones que pasaban. Algunos frenaban, se estacionaban en la banquina y ella subía, para al poco rato bajar con sus buenos veinte pesos en la bolsa. A veces ni siquiera tenía que llegar a la ruta porque en la esquina de su casa ya encontraba pretendiente, así les llamaba.
Cuando todavía era Lucía, adolescente, tímida, bonita, de carne firme, su papá aceptó una bicicleta y una botella de caña y se la entregó a un viejo de apellido alemán que conoció en la cantina. El viejo se la llevó lejos, más allá de la ruta, a un rancho miserable rodeada de cabras y de monte, y de culebras que al principio no la dejaban dormir por la noche. La embarazó dos veces y le puso un almacén de abarrotes en la misma casa, para que los pocos vecinos de la zona llegaran de vez en cuando a comprar algo. El viejo nunca estaba, desaparecía durante días y regresaba hecho una cosa inútil, así que mejor que no estuviera.
Durante los meses de calor Lucía se sentaba en el patio hasta tarde y se espantaba los mosquitos con una rama mientras los chicos corrían y se revolcaban con los perros. Las vecinas llegaban a comprar algo y se quedaban conversando para descansar del sol. A veces pasaba un auto, y Lucía lo miraba hasta que ya se hubiera ido, la vista flotando con la polvareda en el aire. Afuera, en verano, a la sombra, la vida no era tan mala. La tristeza llegaba cuando el calor se iba. Por la tarde los chicos iban a la escuela y ya no daba como para estar sentada en el patio. Sólo un rato, a mediodía, el sol alcanzaba a entibiar, pero a esa hora estaba ocupaba preparado la comida y las cosas del colegio. Después de comer, la única opción era quedarse metida en la tienda y mirar la postal fija del frío en la ventana. Como las vecinas dejaban de llegar, se hacía compañía con la radio, sentada a un lado del brasero. Vaya a saber cuál fue el resorte, un día Lucía juntó todo lo que había en la caja del almacén y se compró un vestido, barato pero alegre, y unos zapatos altos, con los que al principio le costó caminar. Lo que no le gustó fue la pintura de labios, se siente como si tuviera grasa de lechón en la trompa, pensó, y se rió con ganas. Encontró unas argollas rojas de plástico ordinario que el viejo le regaló cuando se casaron, y las usó para remplazar los dos pendientes de oro, recuerdo y herencia de su madre. Se soltó el pelo y salió a la calle. Al principio caminó escondiendo la cara, como si alguien fuera a juzgarla, pero enseguida aprendió que la vergüenza es como la caña, que primero quema y hasta parece que no te deja respirar, pero en seguida después si una se la aguanta hace sentir fuerte y valiente.
Una carreta con dos caballos cruzó la calle y el cochero, un viejo parecido al suyo, tiró de la rienda y frenó cuando la vio venir. La esperó en la esquina, Parecés gitana vos, le gritó, y le hizo una seña para que subiera. Para cuando volvió del monte había dejado de llamarse Lucía.
La Gitana salía todas las tardes, cuando los chicos estaban en la escuela, y se subía al primer vehículo que la invitara, sin discriminar. A veces se la llevaban lejos, otras veces paraban el auto o el camión ahí nomás, en el primer árbol que encontraban. Con los años se volvió una rutina aceptable. Tuvo clientes fijos que la buscaron un par de veces a la semana, tuvo otros que le hablaron de amor y le prometieron un futuro para sus hijos. Ella nunca quiso relacionarse con ninguno más allá de lo que el trabajo le exigía, por eso tampoco daba nada al fiado: tarifa única de veinte pesos, por adelantado. Seguía siendo honesta, pero se volvió cínica. Se quitó la costumbre de agachar la cabeza frente a cualquiera y en cambio adquirió el hábito de gritar, tanto fuera para reclamar por una injusticia como para pedir prestado. Se hizo amiga de Sonia, una profesora de secundaria de su misma edad e igualmente condenada por su marido a vivir en aquella intemperie. En las tardecitas, cuando la Gitana ya había vuelto de su paseo y los hijos hacían la tarea en el comedor, ellas tomaban el té y conversaban como si tuvieran algo en común.
Una tarde la Gitana llegó llorando a la casa de Sonia y estuvo chillando a moco tendido casi una hora. No hizo falta preguntarle, Sonia le despegó el pelo de los ojos e hizo lo que pudo para consolarla. No es nada, mañana seguro aparece alguno. Hoy porque hace frío, y está medio lloviznando, pero mañana vas a ver que sí. Era la primera vez que volvía sin sus veinte pesos, y sería la última también: la Gitana acababa de morir y ella, Lucía, apenas tenía cuarenta años.
Para entonces hacía mucho que sus hijos se habían ido, aunque todos los domingos la visitaban sin falta, como quien va a misa. Siempre supieron, y nunca le reclamaron. Al mayor le fue muy bien; se recibió de ingeniero y enseguida hizo fama. Se casó con una chica de la ciudad y tuvieron una hijita preciosa. La mamá no quería, pero al final aflojó: se llama Lucía, como su abuela.
Lucía esto, Lucía aquello, Lucía más allá, que el pelo verde, que la mariguana, a ellos todo les molesta. Okey, dejemos los vicios, pero se pasan: ¿cómo puede joderles que hable con su abuela? Que no está bien de la cabeza, claro, porque ellos están muy cuerdos. Mamá sobre todo: que tal vez no sea una buena influencia, hay que oírla… Pero después de todo está bien, tiene razón la abuela, ¿qué clase de castigo es que a una la manden a estudiar a Europa a los diecisiete años? Hasta para eso parecen idiotas.
Roma estuvo bien, incluyéndolo a Renzo, porque a su lado aprendió el italiano, viajó, se relacionó con artistas, vamos, dejó de ser una chiquita recién salida del campo. De la temporada de fiesta tampoco se arrepiente. Pero qué pasa, es así, uno empieza a experimentar cosas nuevas, cosas fuertes, el placer empieza a estirarse, se estira, se estira, y uno sigue tirando para ver hasta dónde llega, pero es igual que una banda elástica, cuando se corta porque ya no aguanta más pega un latigazo que duele. Bueno, un latigazo es una forma de decir, porque es bastante más largo que eso, es un malestar serio que puede llegar a durar días. Ahora, cuando la resaca se va y vuelve la inquietud, ahí está uno otra vez tirando del elástico. Finalmente ha de ser eso, adicción a tirar del elástico para ver cuánto aguanta. Esa adicción, junto con alguna otra, también se la debe a Renzo. Mamá diría que qué se puede esperar de un artista, de un pintor, y sí, esta vez hay que darle la razón, al menos todos los que ella conoce son iguales. Sin embargo, qué curioso, no fueron los cuatro años con Renzo los más reventados de su carrera. Después vendría Barcelona, y eso sí que estuvo peor, porque estando con Renzo más o menos entre los dos se controlaban, o sea, si uno se pasaba de la raya –no es eufemismo, ¿o sí?- el otro se lo reclamaba al día siguiente y así la llevaban. Ahora, estando sola, lejos de todo el que pudiera significar un control, podía completar el experimento en libertad. Durante un año mantuvo un cuarto en Carrer de la Boqueria, pero pocas noches lo ocupó: generalmente amanecía en departamentos desconocidos luego de fiestas interminables. Un día se despertó desnuda y tirada en el piso de una habitación que no pudo reconocer. Le dolía todo. Se levantó como pudo, buscó un baño y se metió bajo la lluvia de agua fría.
La casa resultó de dos plantas, saliendo de la habitación se encontró con una escalera que bajaba hasta una sala sin muebles. Unos chicos conversaban sentados en piso y fumaban. Conocía a ninguno, pero nadie se sorprendió de verla llegar. Hablaban de un viaje. Lucía se sentó contra la pared y se puso a escuchar. Debió ser un efecto de la resaca. Yo también voy, dijo, y ni lo pensó.
Se bajó de la silla y miró el techo, a ver si caen, pensó. Fue hasta el baño, volvió, y cuando miró otra vez vio a dos, una al lado de la otra, tratando de zafarse. Le vino un arrebato de cruel satisfacción, dos menos, pensó, y de inmediato se le ocurrió una comparación terrible: este pueblo es igual que la cinta de atrapar moscas, nos muestra el dulce y después nos tiene pegados y no nos deja ir. Al revés de lo que siempre pasa, acá tomar la decisión es lo de menos. Uno tendrá muy decidido que puede este pueblo irse mucho a chingar a su madre que yo de acá me rajo y no vuelvo en la puta vida, ¿y?, no es tan sencillo mi querida. Quedarse es fácil, porque con dos pesos se consiguen ofertas decentes de casa y comida, pero afuera es un caos, todo está cada vez más difícil, ¿y adónde va a ir uno si sale de acá?, a la ciudad, okey, a poner el lomo como una esclava doce horas por día para llegar hecha una mierda a un cuarto de mierda y echarse en un colchón de mierda a mirar un programa de mierda en una tele donde no pasan una mierda porque como en el trabajo le pagan una mierda entonces no le alcanza ni para pagar el cable. No gracias, a ver si para completarla no se topa con un tarado de mierda que va y la embaraza, porque la soledad es jodida, ella lo sabe, y muy seguido se cometen estupideces por soledad. Tampoco es para estarlo contando, pero Lucía siempre le ha tenido miedo a estar sola, como quien todavía de grande le teme a la oscuridad y duerme con la luz prendida. No es ninguna mosca atrapada en ninguna cinta, está enojada, como esas dos que se quedaron pegadas al techo, pero ella si quisiera podría despegarse y salir volando. No quiere. Solamente está enojada porque anoche la dejaron sola y le dio miedo.
Fue así: salió con un par de amigas al bar y vio un chico que le gustó, francés, simpático, grande, dulce, y borracho, bastante. Se lo llevó a su casa para que dejara de tomar, le dio café, hizo que se recuperara, y ¿para qué?, para que cuando por fin se sintiera más o menos sobrio la metiera en la cama, la entretuviera qué ¿dos minutos?, y se quedara dormido. Esa es la soledad, carajo, cinco años dando vueltas como una noria para venir a darse cuenta acá, ahora. En la tele pasan una película donde la protagonista dice que el amor llena refrigeradores, y el suyo está vacío, sin siquiera necesidad de comprobarlo, vacío. No es un hombre el que ronca a su lado, no es un compañero, ni un amigo, es un parche en todo caso, un parche que compró en el bar y que vino con el pegamento seco, inservible. Qué se puede esperar de un francés, diría mamá, pero la culpa no es de Paul o como se llame, la culpa, la acción, la reacción, todo es de ella. Sería tan fácil como agarrar sus cuatro trapos y volver a casa, aunque a los veintitrés años volver con la cola entre las patas se vea como derrota. ¿Se vea? ¿quién podría verlo así?, ella, quién más.
Alguien se la encontró hace unos días comprando frutas en el mercadito de Diego Dugelay y Real de Guadalupe.
– ¿No que ya te ibas?, le preguntó, con más curiosidad que ironía.
– Yo quería, pero ni novio no me dejó, contestó ella, divertida, y se fue caminando para el lado del centro sin despedirse.
Lucía con novio, eso sí que está raro. Cuando el chisme empezó a correr todos coincidieron: lo ha de tener muy escondido, porque nadie se lo ha visto hasta ahora. Siempre es posible que haya mentido para salir del paso, pero la verdad es que lleva al menos cuatro meses sin asomarse por un bar. Dicen que trabaja en una agencia de turismo y que hasta se levanta temprano.
Un conocido del barrio se la encontró hace poco, dice que andaba por la zona de Fátima y que la vio en una esquina, sentada en la banqueta con un niño.
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