Nos hemos aquí reunido para honrar la memoria de María Luisa Armendáriz Cuesta. Cuesta creerle, cuesta cobrarle… Ya, redactor, nos pongamos serios. Hablo de la única e irrepetible (bendito Dios), de la insigne y concupiscente María Luisa Armendáriz Guerra. Guerra la que nos dio la muy hija de su madre, pero más aún hija de su padre, y qué hija, madona santa, qué hija. Digo que hemos venido a rendir homenaje a la memoria de María Luisa porque eso sí, se acordaba de todo. De todo lo que le convenía, por supuesto, pero tampoco es para entrar en detalles que no vienen al caso. Lo importante hoy es sentarnos a reflexionar hondamente sobre su figura y su perfil. Y no nos referimos, como el lector incauto tal vez suponga, a sus bellísimos ojos verde olivo, a su generosa silueta, a su frente amplia como un palacio de gobierno, a sus manos de caligrafía exquisita, ni a su voz de flauta desafinada con la que hipnotizaba desde ratones hasta elefantes. No eran esos sus mayores atributos, así como tampoco fue mujer de senos prominentes (porque todo hay que decirlo). Que en sus tiempos fue una Diana cazadora, nadie lo discute. Cuentan que por aquellos años paraba el tráfico, entre otras cosas. Luego su cerebro creció de tal manera, y adquirió un peso tan extraordinario, que fue preciso transformar su cuerpo de manera que pudiera soportar la carga de este órgano suyo que pronto adquirió dimensiones francamente escandalosas, por no decir pornográficas. Quienes la acusaban de maquiavélica, no la entendieron a ella ni a Maquiavelo. Es cierto que su última voluntad fue llevarse consigo, por la fuerza y a la rastra (porque todo hay que decirlo) al pobre de Eraclio Zepeda, viejito embustero, pero oíme vos argentino, ¿te divierte o no te divierte lo que te cuento?, pues sí, entonces no seas pendejo, qué importa si es verdad o mentira. Y como Dios los cría y a veces también los junta, allá se fueron los dos a intercambiar ficciones eternamente. Ah, corazón, por qué lo hiciste, qué sola y triste va a quedar mi muerte sin sus vidas.
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Mi primer trabajo como editor fue corrigiendo los exámenes de castellano de mis compañeros de secundaria en Venado Tuerto. Lo hacía en casa de la profesora, la cual tenía un hijo de seis años que conjugaba la acción de soltar gases mediante el verbo pedar, es decir: yo me pedo, tú te pedas, él se peda, etcétera. Una tarde, analizábamos un texto en el libro de Literatura de tercer año mientras el niño jugaba a unos metros de nosotros. Se trataba de un fragmento de Benzulul que leímos en voz alta desde el título hasta el nombre del autor: Eraclio Zepeda. Y el niño, que parecía estar en sus cosas sin prestarnos atención, estalló en una carcajada que lo hizo revolcarse de risa en el piso. Eraclio ¡Zepeda! Juaaaajajajajaja. Eraclio ¡Zepeda! Y con un olor… Fuchi… Juaaaajajajajaja. Tuvimos que suspender lo que hacíamos y también nosotros echarnos a reír como descocidos, tanto por la ocurrencia como por la reacción del mocoso.
Veinte años después, en San Cristóbal, María Luisa me llama para que vaya a su casa: tiene una sorpresa para darme. Cuando llegué estaban todas las luces encendidas, hasta las del patio, como si hubiese una fiesta, pero desde la cocina sólo llegaba la voz de María Luisa contando uno de sus clásicos embustes. Al principio pensé que hablaba por teléfono, pero al asomarme la encontré sentada frente un hombre mayor de mejillas rosadas y orgulloso bigote, que sonreía fascinado y en silencio, asintiendo con la cabeza e inclinado hacia adelante para escuchar mejor. Me acerqué a saludar, el señor del bigote no dejaba de sonreír, sólo que ahora me miraba a mí, parpadeando con gesto inocente. De pronto me sentí frente al Padre Brown de Chesterton, ese curita de aspecto ingenuo y sin embargo dueño de la mayor sagacidad. ¿Sabes quién es?, me preguntó ella y ni siquiera me permitió contestar: Eraclio ¡Zepeda! No sé cómo hice para contenerme, sentía que la risa me iba a salir por los ojos, por la nariz, por las orejas, por la boca que se me deformaba en una mueca incontenible hasta que al final no aguanté y le dije que tenía una anécdota de lo más graciosa para contarle. Y empecé la historia de su texto en mi libro de secundaria, sólo que al llegar a la conjugación del verbo pedar me acobardé y entonces el de la mentira fui yo, y lo hice torpemente, inventé que el niño no podía pronunciar Eraclio y que eso nos divertía mucho a todos. Si hubiera sabido que me dicen Laco…, contestó él, y lo celebró de buena gana. Nunca me animé a referirle la historia tal como fue, y lo lamento. Desde ese día nos vimos varias veces, me invitaba a comer a su casa en la Ciudad de México o en Tuxtla, compartimos el Primer Festival Internacional de Letras, organicé la presentación en San Cristóbal de su segunda novela. Yo disfrutaba de su compañía y sus relatos en un estado de estupidez transitoria irreparable. De repente me entraban unas ganas tremendas de comérmelo a besos.
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¿De verdad, corazón, te gusta cómo escribo? Ya no es como antes, mi vida, no soy el mismo, no puedo serlo. Esto de amar llorando no es lo mío, me supera. Estoy en el Distrito Federal, la ciudad que un día pusiste a mis pies. Creo que me voy a Puebla mañana porque este dolor homicida no me deja en paz, me enfrenta con mis fantasmas en cada esquina. No te perdono, corazón, no perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada, y mucho menos te perdono a vos, hija de la chingada. Esta ausencia no tiene nombre, no tiene madre, no tiene sentido. Qué voy a hacer con mis huesos en una ciudad así de gris, así de hueca. Presa de tu libertad, nadie más que yo puede entenderte. Pero no así, mi vida, no así. Acaso no ves lo que hiciste de mí, un ladrón de talento ajeno, una mísera sombra encapuchada que camina entre tumbas. Yo sé, es mi destino. Siempre supe que iba a ser más duro perderte que haberte encontrado.
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Por favor, redactor, no se distraiga, recuerde que estamos aquí para pagar tributo a… Un momento, ¿pagar?, ¿encima hay que pagarle? ¡Pero si me quedó debiendo un montón de plata! A ver, no confundamos. Ya habíamos aclarado que no íbamos a enfocarnos en minucias y superficialidades, sino que pretendíamos una mirada profunda sobre la mujer que supo (¿?) dirigir la feria del libro más grande de habla hispana, la que deslumbró a la capital mexicana con el Festival de la Palabra y su despliegue impresionante de intelectuales y estrellas populares, la que organizó en Bellas Artes el mítico homenaje a Jaime Sabines que puso celoso (y furioso) al mismísimo Octavio Paz, a la editora del Fondo de Cultura Económica por obra y gracia de Miguel de la Madrid… Por cierto, ¿se saben el cuento de cómo se conocieron? Lo invitó a su boda, cuando él era presidente de la República. Por supuesto que don Miguel no fue ni envió a representante alguno, pero recordó el nombre de la muchachita que había tenido la desfachatez de pretender que el Presidente asistiese a su casamiento. Varios años después, cuando él ya no estaba en el poder y era alguien más accesible, coincidieron en una reunión y ella tuvo la oportunidad de presentarse en persona, creyendo que él no recordaría su insolencia juvenil. Se equivocaba: aquel acto descabellado la había instalado para siempre en la cabeza y el corazón de un hombre que formaba parte de la historia reciente del país y que aún conservaba una influencia que la ayudaría a alcanzar algunos de sus más grandes logros profesionales.
Y es apenas el botón que sirve de muestra para retratar el espíritu irreverente y aventurero que habitó el cuerpo de nuestra venerada (¿?) María Luisa, la más indómita, la más notable de su raza. Capaz de hazañas para otros imposibles, como comprar un edificio colonial de valor histórico incalculable, conseguirlo por la mitad de su precio de mercado y destinarlo a un proyecto cultural faraónico. Ah, Cleopatra de mis rencores, flor de mi fango coleto, quién como ella, reina insolente y despótica donde las haya, creadora incomparable con visión de profeta mariguano. Mi dueña. Mi lectora. Mi dolor testicular. Mi villana favorita.
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Hablar de María Luisa exige una pericia de la que este redactor no dispone, al menos por ahora. Imposible resumir lo que significó para el mundo y para mí, enumerar los amores y odios que deja tras de sí, definirla, pintarla, dibujar un mapa que abarque su genio y su locura, esos territorios colindantes que en ella se mantenían en estado de lucha permanente, tratando siempre de invadirse uno al otro. Ponerme un traje de luto, subirme al atrio para declarar que fue la excelente madre que nunca fue, la abnegada esposa que… Momentito, pido la palabra y si no me la dan, la agarro igual. Miren esa puerta; cuando vean pasar por ella al hombre más guapo que hayan visto, ese es mi marido. Y si acaso, por una inexplicable descoincidencia, no fuera Kurt, seguro es Jorge Vecellio, mi papazote, mi segundo narrador favorito, porque para llegar a ser David Toscana te falta un rato, mi rey. O sea que calladito te ves más bonito, no sé si me explico. En síntesis, que hemos venido a rendir homenaje y no ha sido posible. Estuvo lloviendo, hizo frío. Fueron días de aprendizaje forzoso y casualidades amargas. Días de muertos, sin luz, y la alegría una postal vieja, una liebre que corre detrás de los amores que se me van para siempre. Nada; es sólo que me quedo sin palabras. Este ha sido un menesteroso intento de homenaje a María Luisa Armendáriz Cuesta. Cuesta perderla, cuesta olvidarla.
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A quien haya llegado hasta aquí le pido perdón por esta falta de respeto que (lo digo honestamente) me avergüenzo de publicar. Lo hago porque me toca, aunque me duela, en un rapto de ternura o de rabia indomable. Hoy por suerte salió el sol; lo cual viene siendo una cursilería, pero aun así es algo, es la posibilidad de asomarse a la calle y buscar en la felicidad de los otros esa esperanza personal que tan bien me caería. Gracias por haberme acompañado. Ahora se me hace tarde, debo vestirme para salir a enamorarme otra vez.
Jorge Vecellio
Ciudad de México, tres de octubre, dos mil quince
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