Q U E R E R


Sólo dos noches después volví a la ciudad y ya todo había cambiado. La puerta de mi apartamento estaba abierta, chillando en sus goznes al son del viento invernal que zumbaba en el corredor. Con tanta inseguridad, acechando cada vez más cerca de uno, lo primero que creí es que había sido víctima de un saqueo. «Esta vez he sido premiado», ironicé.

Desesperado, sin detenerme a revisar la cerradura, corrí al interior, y la escena que descubrí fue algo mucho más difícil de imaginar: Irina y su valija extendida sobre la cama.

—Lo siento —dijo, y se dirigió al cuarto de baño—: No puedo más.

Por un instante sus palabras, frías y cortantes, me dejaron convertido en una estatua de sal. En el silencio más desesperante, la miré sin parpadear, mientras buscaba las palabras, los motivos, las excusas, algún sentimiento de culpa, alguna afrenta moral o física, algo, una idea cualquiera que me pudiera llevar a la comprensión de aquella súbita determinación. Nada; sentí cómo se apoderaba de mí el monstruo del vacío.

Mientras dejaba la mochila y el portátil sobre el escritorio, Irina se desplazaba de un rincón a otro, como si nadie estuviera alrededor suyo; recogía sus trapos y neceseres y los iba echando en la valija.

—¡Por qué! —aullé, lleno de impotencia.

Ella no respondió. Supuse que no era correcto estallar de ira, recobré la calma y empecé a hablarle suavemente, como si tal cosa no estuviese sucediendo.

—Todo este tiempo juntos, tantas cosas…

»Sabes: no me causa temor ser libre, pero sí quedarme solo.

»¿Crees que soy un objeto desechable?

Ella continuó atareada, indiferente. Su actitud consumía la llama de mi paciencia, y entonces, a fin de provocarle una simple reacción, terminé diciéndole:

—Siempre fuiste como una lumia.

Irina se detuvo, abrió sus ojos negros y me miró sin vacilación, como pocas veces.

—Tenías que vomitarlo, ¿verdad? —dijo, y agregó, con gesto de resignación—: No vuelvas a jurar nada en tu vida, Pep. ¡Recuérdalo!

La noche continuaba en carrera al son de los latidos del despertador. No hubo más reproches. Ella volvió a sus cosas y yo, cabizbajo, me senté en el escritorio para contemplar su huida. Entendí que había quebrado la promesa de no desvelar el obscuro pasado en el que se había visto envuelta, y asumí que eso no tendría perdón.

Al rato Irina se esforzaba por cerrar la valija. Aquel vetusto saco de cuero tenía la cremallera estropeada, de modo que, al intentar cerrarlo, con arrojo y cuidado, yo sabía que ella sólo había simulado. Incluso movía la cabeza y esbozaba una sonrisita para sí misma. De cualquier forma, estaba resuelta a marcharse; la observaba y creía que ya nada la detendría, ni siquiera una noticia inesperada o un desastre natural repentino.

Obstinado, traté de persuadirla, eché unas cuantas palabras evocando los buenos momentos, pero era como si se perdiesen en el embudo de un huracán o como si se esfumaran en una tormenta de arena.

—No podrás llevarte todo lo que tienes en esa valija —insistí.

Ella ni me miró; aunque esta vez, sorpresivamente, con toda la intención de zanjar una herida, murmuró que alguien muy importante lo esperaba del otro lado de la ciudad, y que llevaba prisa.

—Bien sabes cómo soy —aclaró—, no me agrada dejar cuestiones pendientes.

—Entonces, ¿volverás? —me precipité.

Ella esbozó una sonrisa, llena de escarnio.

—No juegues al tonto —repuso—. No suelo volver a mi vida pasada.

Nunca se sabe con una mujer decidida, no lo suficiente. Podrían sepultarte con una frase.

En mi memoria flotaban restos de una vida mutua, casi ocultos, en el sexto piso de un viejo edificio cuyo único atractivo era la vista nocturna de un bulevar desde la azotea más enmohecida de la ciudad. Todavía retenía la noche en que huía de sus perseguidores, el momento en que había decidido esconderla y darle refugio, las largas horas en que compartíamos risas y silencios apostados en una terraza llena de polvo, humo y lluvia. Sin pensarlo, me había ido entregando noche a noche al calor de esa mujer; después de interminables batallas, creía haber conquistado el derecho de conservar su corazón fugitivo latiendo junto al mío por el resto de mis días. Pero ahora, cuando ella, por primera vez, había resuelto alzarse sediciosa y sin mayores explicaciones, al fin, me sentía derrotado. Entonces recordé sus clásicas: «¿Para qué te matas estudiando?, ¿Crees que sobresaldrás entre tantos miles?, Me da miedo subirme a un taxi, Mejor quedémonos a ver una peli, Ese tipo no tiene futuro, Es un papanatas, Es bueno vivir sin condiciones, compromisos o ataduras, El mundo no se trata sólo de querer las cosas». Todo ello me llevaba a recordar con qué pesimismo vislumbraba el mundo.

Después de un buen trago de silencio, contemplé cómo ella se encaminaba hacia la puerta sin decir, cuando menos, «adiós» o «gracias». No sé por qué me brotó la ilusión de recibir un último abrazo, al tiempo que me esforzaba por retener el embalse de algunas lágrimas. Mis párpados, vistos en cámara lenta, parecían constantes y denodados aletazos que se resistían a la despedida. Bajo ese impulso irreflexivo, salté en pie, corrí hacia ella e intenté tomar su brazo. Sin embargo, debí calcular mal, pues Irina soltó la valija y todas sus cosas terminaron regadas por el piso. Enseguida quise excusarme y recoger sus pertenencias.

—Ya es suficiente de ti —exclamó—. ¡Basta!

Irina me miró suspendida, llena de un noséqué. Dio media vuelta, huyó hacia la cama y allí se tumbó; sus profundos ojos negros parecían buscar respuestas más allá del cielo raso. Aunque ella trataba de no evidenciarlo, yo sentí allí un leve aire de temor.

No encendí más el fogón. Tras alzar sus cosas sobre una silla, vagué en el apartamento. La noche había caído. Junté las cortinas y pulsé el interruptor. La luz artificial era densa, opaca. Desde el umbral de la cocina, flotando sobre el mar tranquilo del dormitorio, alcanzaba a ver una cama, un cuerpo inerte y una pared sepia de fondo que se alejaba y se hacía cada vez más pequeña a medida que mis pensamientos alcanzaban un horizonte incierto, lleno de imágenes brumosas.

Bastante rato después, sin saber cómo, me encontré tendido sobre la cama junto a Irina.

—Está bien… está bien… —musitó ella.

Me sentí como un animal apaciguado. Tomé su mano, suavemente, y sentí como si una grieta de luz se abriera en el cielo, mientras nuestros cuerpos giraban al son de una música muy profunda, reducidos en sólo un instante por algo inexplicable. No lo estaba soñando. Fue como un alegre y súbito despertar. Mi pulso estaba a toda máquina. Ella, su voz y su silencio, me habían resucitado.

—Es difícil tragarse de golpe este nudo en la garganta —agregó.

Emocionado, agradecido por la buena nueva, me di a la labor de esculpir —hasta el agotamiento— una noche que fuera distinta y memorial, el principio de una vida prometedora y feliz.

A la mañana siguiente, al despertarme, entreví una silueta difusa en medio de la ventana abierta hacia el amanecer. Cerré los ojos, me hice un ovillo entre las sábanas y sonreí. Ella, cual Eva en el paraíso, no podía saber lo que estaba ideando: sigilosamente, me levantaría, me aproximaría por detrás y la envolvería con mis largos brazos hasta llevarla a una muda sonrisa de complicidad. Volvería a embriagarme con el perfume de sus negros cabellos sueltos, me dejaría llevar por el suave estremecimiento de su piel; ella tendría que sentirse dichosa con el hormigueo de mis dedos en el edén de su vientre. Juntos, en ese estado de pura felicidad, nos daríamos un baño dorado con los primeros rayos del sol; ambos disfrutaríamos cómo la mañana, cargada con la leve brisa de la nueva temporada, inundaba lentamente la habitación.

Desperté una vez más. El sol ya brillaba en lo alto. El monótono ruido de la ciudad se cernía sobre mi cabeza. Busqué la silueta amada, la luz de la ventana, miré a todos los rincones posibles. Allí no había nada. Nadie.

Me levanté, salí al balcón, dejé rodar unas cuantas lágrimas, y contemplé el mundo de allá abajo, a la vez inmenso y vacío, difícil e incierto.

© Jean Francisco Cervant

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