María llevaba cuatro años casada.
No quiero decir que los mil cuatrocientos sesenta días juntos habían sido un martirio, de hecho los recuerdos que pasaban en su cabeza como una película antigua parecían todos ser buenos.
Si bien cuatro años no son una eternidad, se merece reconocimiento poder haber estado a lado de una persona por tanto tiempo. Era importante hacer mención que ellos se adoraban como nadie, se complementaban de una manera excepcional, lamentablemente desde siempre habían sabido que las razones por las cuales estaban juntos, podrían terminar siendo las que los separarían.
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Después de una noche de alcoholes en el apartamento de la pareja, María sirvió la quinta copa de vino tinto para ambos. Se sentó en el sillón rojo de piel que compraron un día después de su boda en San Nicolás del Puerto, en Sevilla. Bonita boda.
Él yacía en el sillón, bostezando. Se sentía una atmosfera extraña. María descansó sus pies en su regazo, justo como hacía después de una jornada larga en el trabajo, y él de costumbre le quitaba los tacones, aventándolos sin importar a dónde fueran a dar, y masajeaba la planta de los pies de María, mientras ella con delicadeza frotaba sus manos en el cuello de este. Ya los dos sabían que era su rutina, obtenían un masaje si retribuían con uno. Era bastante íntimo, y a los dos les gustaba hacerlo porque sin necesidad de llegar a un acto sexual, les parecía bastante romántico charlar mientras se tocaban y se demostraban afecto.
Siempre que estaban en este momento del día, las fuerzas o energías ya no habitaban en sus cuerpos, por eso es que siempre susurraban si tenían que hablarse, en momentos ni siquiera el diálogo era necesario, se dedicaban una mirada coqueta o una sonrisa traviesa que ellos ya sabían cómo interpretar.
Pero hacía ya varias semanas que su rutina de masajes y susurros por la noche parecía estar cambiando, cada vez se sentaban por menos tiempo, el masaje parecía forzado, duro. Ya no había miradas coquetas ni sonrisas traviesas, lo hacían por mera costumbre, unos cuantos minutos y después cada quien iba a prepararse su café o leer un poco antes de guardarse bajo las cobijas de su cama.
Ese día –el de las copas de vino– no fue excepción a lo antes mencionado, no se miraban. Hacía mucho tiempo desde que María se quedaba sin palabras, o que se sentía incomoda por un momento en silencio con su esposo, pero justo hoy, en ese instante, le sucedió. No podría explicar su incomodidad al estar con él sin decir palabra.
Él se levantó del sofá, dejando que los pies de María golpearan el asiento, comenzó a prepararse una taza de té. Agua, miel, la bolsita amarrada bien a la cuchara.
— ¿Cuánto tiempo más? — soltó María con frialdad.
— ¿A qué te refieres? — preguntó, desconcertado.
— A nosotros.
— ¿Qué pasa?
— Me siento sola, contigo.
Si pensaban que el silenció de los minutos anteriores había sido profundo, no se comparaba con este. Las emociones fluían por todo el lugar, el cuarto se sentía totalmente vacío. Ambos estaban ahí, pero sólo sus cuerpos, al parecer sus almas habían optado por volar a un lugar más acogedor.
— Yo te amo, pero los últimos tres meses han sido desagradables como el infierno, no te siento conmigo. Tal vez soy yo, después de todo, tal vez estoy demasiada acostumbrada a ti, a tenerte tan cerca que cualquier distancia que tomas me pesa, pero justamente por eso debo dejar que te vayas. No quiero, pero debo. Y tú debes también.
Se quedó mirando su taza un buen rato, como preparando lo que estaba a punto de decir. — Sí, lo haré.
Después de lo que Él acababa de decirle, a María se le vino el mundo abajo. Trato de hacerse la fuerte en ese momento, ella creía que él lloraría, le pediría que aguantara, que la ayudaría y juntos superarían esto, sin embargo; se había dado cuenta de que los últimos meses no habían estado distantes, sino distintos. Y que no iban a regresar a lo que eran, no había manera, uno evoluciona, se mueve siempre para adelante, y es lo que él había hecho. Pedirle que regresara sobre sus pasos para que estuvieran juntos le pareció algo muy egoísta. Así que no lo hizo. Se quedó callada mientras él llenaba una mochila con poca ropa y las cosas esenciales: su cepillo dental, loción, rastrillo…
Lamentó haber elegido ese momento para confesar lo que sentía, no tuvo un espacio para despedirse de las cosas que ya no vería jamás, todo eso que no le pertenecía ya, incluido él. Antes de marcharse, besó la frente de María muy suavemente, ella sintió su mejilla húmeda, pero no quiso mirar si él estaba llorando, se volvería todo más complicado. Lo mejor era dejarlo partir.
. . .
— Señora Franco, necesitamos que firme ya. —La voz de la abogada sacó a María de su profundo recuerdo. Enseguida tomó la pluma que la mujer le extendía y firmó los papeles que reposaban sobre la mesa.
María llevaba cuatro años casada, y así nomás, una tarde de agosto, finalmente su matrimonio terminó.
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