Veo caer la libre a través del ojo de Don Juárez. El ruido seco de su escopeta, luego cae el reflejo de la liebre en el cristal, y supongo que con ella, cae la liebre misma. Don Juárez escupe, mientras los últimos pájaros se alejan.

Algunos chicos decían que perdió el ojo en la guerra. Pero yo intuyo, a partir de charlas sobre la guerra que tuve con ancianos, que eso es imposible. Otras personas decían que dejó de quitarse el ojo por las noches, para dormir, ya que a su esposa le producía pesadillas, sin embargo yo nunca he visto a su esposa, solo a su hija Margarita.

Fue Margarita quien al enterarse de que no quedaban ya velas en mi rancho, se acercó con unas cuantas, y le dijo a mi padre que Don Juárez buscaba un peón de caza.

Don Juárez jamás me dirigió la palabra, solo se limitaba a señalarme donde nos asentaríamos, y cuando marcharíamos. Mi tarea consistía únicamente en preparar su escopeta, y recoger el animal. Caminábamos largos trayectos hasta llegar a la zona preferida de Juárez. El hombre acomodaba su boina aproximadamente dos veces por minuto, a la vez que cambiaba de posición el trozo de madera o yuyo que estuviese masticando.

Mi familia se encontraba muy feliz de mi tarea, se alegraban si acercaba algún animal a casa, y soñaban con que Juárez me diese trabajo en su estancia. Mi mayor deseo era Margarita. Solía observarla aquellas mañanas en las que ella caminaba hacia la escuela. Pasaba mis jornadas de siembra imaginando el tacto de su vestido, el olor de su piel. Sus dulces piernas acudían a mis sueños, como lo lluvia veraniega a la tierra, y mis mañanas comenzaban con su imagen prácticamente en mis manos, y mi cuerpo arrojando cuerpo en su nombre.

Cuando el volumen de negocios de Don Juárez aumentó, los días de caza disminuyeron. Era Margarita quien acudía temprano a mi rancho, y avisaba si su padre saldría en busca de liebres.

Una de las tantas mañanas que a Juárez le resultó imposible cazar, envió a Margarita con la escopeta. Juárez habrá pensado que yo aprendí algo al observarlo, pero lo que él no sabía era que yo miraba su ojo, miraba el gris correr de los animales, esa figura que se achicaba y agrandaba hasta caer. La velocidad de la vida y de la muerte reflejada en su cristal.

Mi familia se decepcionó al saber que no había conseguido ningún animal para Don Juárez. Su decepción fue tan grande, que esa noche nadie encendió el fuego para el mate.

A la mañana siguiente Margarita no vino. Mi padre me ordenó que fuese a casa de Don Juárez, pidiese disculpas y suplicase el trabajo. Era mi padre el único que pensaba que yo podría haber perdido el trabajo, si su desesperación no hubiese sido tal yo hubiese aprendido a cazar. Yo suponía que Margarita se tardaba, como todos los viernes, un poco más de lo normal. Caminé tranquilo esperando encontrarla, pero no sucedió.

Al llegar casa de Juárez los perros me ladraron, intimidándome más de lo común, como si al verme sin escopeta, no me reconociesen. Fue mi última advertencia.

Al entrar a casa de Juárez, lo encontré, empujando el rostro de su hija contra la pared, sosteniendo su vestido con la boca. Intenté correr, pero alguna especie de orden que dio a los perros, hizo que estos me alcanzarán.

Luego de que los perros minaran mis fuerzas, Juárez los apartó, me levantó con violencia y me pidió que caminara por su extenso campo. ¡Caminá! Fue la única que vez que lo escuche. No podía pensar en otra cosa cuando empecé a correr, solo me preguntaba ¿Cómo se verá mi caída a través del cristal?

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