Dynamine

Ciertas ensoñaciones felices, unas pocas en verdad, son teatros abandonados donde logro ocultar cientos de pesadillas que actúan un guión, el estúpido y desabrido guión de mi vida, para algunos seres humanos miopes. Humanos, siempre ávidos de este tipo de espectáculos, con sus monóculos pegados a la cara.

Mis pesadillas, muy profesionales, maquilladas y travestidas con elegancia, gritan alto, bien alto para hacerse escuchar, y que nadie se pierda sus parlamentos. Es ya de por sí muy halagador, el modo en que desempeñan sus roles de mí. Como de costumbre, entre el público, se infiltra Dynamine, la bella Dynamine, siempre encantada y llena de magia en los labios. Aplaude de pie, cuando los demás miopes exigen a los actores, es decir a las pesadillas disfrazadas, que den más de sí. Una vez que ha conseguido volar, a veces le cuesta un poquito, toma distancia y con una fuerza sobrenatural cae encima de los actores, llevándolos por delante, al igual que a la escenografía de cartón viejo; con sus pulmones alisios sopla furiosa a las butacas, con los espectadores atemorizados; luego va haciéndose más y más grande la bella Dynamine (cuyo nombre no admite ni admitirá jamás dictadura alguna de la voz) que con la punta de sus cabellos ha destruido todo el techo de la sala. Después, escucho que toma a los actores, o a las pesadillas, de las narices y los arroja por el aire, justo por donde ya no hay techo, ni nada, porque de un puntapié ha hecho pedazos también las paredes. Cuando ha arrasado finalmente con todo, a la vera de un río, en cuclillas, lava sus manos y se sujeta con un pañuelo los cabellos. Tiene en sus pies seis o siete pasos exactos que me va a obsequiar. La escucho acercarse cada vez más, pisando la hierba, resoplando melodías que conozco. Cada tanto, toca el aire y lo vuelve fuego, luego se arrepiente. Cuando me regala la luz, es decir, cuando levanta esa piedrita de mármol debajo de la cual mi cuerpo se encuentra acostado desde hace siglos, me toma con la puntita de sus dedos y me coloca dentro de la palma de su mano. Ya a la altura de sus labios, sopla de mi rostro los restos de polvo seco, y de lágrimas medio roncas. Entonces recostado en el cuenco entrecerrado de su mano, la bella Dynamine, y yo, volamos juntos a donde nunca sé.

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