La noche en que el anciano recordó que tenía un tesoro enterrado en la sala de su casa, fue hasta la ventana de una vecina y en silencio, se robó al bebé de la cuna. Cruzó las calles, corriendo entre las sombras hasta llegar desesperado y sudado a su casa, se encerró y al entrar en la sala, colocó al bebé entre almohadas y vació su sala de todo lo que allí tenía.

Despertó al bebé con tan solo menearle su blanca barba en la frente mientras le susurraba un nombre, Midas, no supo por qué lo puso así, aunque el bebé tuviera un vestido blanco y dos aretes de oro en cada oreja, pero cuando el bebé abrió sus verdes ojos y el anciano le hizo cosquillas hasta hacerle reír, lo sentó en medio de la sala y se sentó impaciente en una esquina. Le observaba cada uno de los gestos, cada mirada, cada balbuceo, esperando a que gateara. Confiaba en Midas con la misma devoción que un detector de metales y que descubriría el lugar donde estaría el tesoro, sin embargo, no contaba con que el bebé era un inquieto y gateó sin siquiera sentarse un momento, gateó hasta sus piernas y luego iba de una esquina a otra sin cansarse.

Pasaron así, en un conticinio, varios minutos hasta que Midas de repente se sentó y sonrió al anciano. Éste asombrado y casi al borde de un repentino sueño, se levantó, lo cargó con cuidado y marcó con una almohada como una X en un mapa, exactamente donde Midas se detuvo.

Salió de su casa, en medio de un aviso de sol por las montañas, a devolver a Midas a su vecina, llegó hasta la ventana, pero antes de abrirla escuchó un grito, el de su madre dentro buscando a su hija, que resultaba se llamaba Oriana. Se asustó tanto que, sin pensarlo un momento, abrió de impacto y arrojó sin mirar a Midas en la cuna, sin dejarse ver el rostro, salió de nuevo huyendo, la mujer lo vio alejarse y gritó a su marido para que persiguiera a aquel viejo.

El marido, con todos sus hermanos persiguieron al anciano hasta su casa, la más alejada y que estaba incluso cercana al pie del rio. El anciano tuvo tiempo de encerrarse con candados e ir por la pala en su patio trasero, volver a la sala y más asustado que la vez anterior, arrojó lejos la almohada y con golpes fuertes con el mango de la pala rompió la baldosa y empezó a excavar. Vienen por mi tesoro, se replicaba a si mismo, vienen por eso.

Escuchaba los gritos afuera que cada vez eran más y se apresuraba en librar capas y capas de tierra. Dios sabía que esperaba con ansias el golpe seco del metal con la madera de algún cofre, pero no sucedía y temblaba temeroso, palada tras palada y su corazón parecía al borde del colapso.

La multitud pudo romper los candados y empezar la cacería del hombre que había robado y violado, según los rumores de otros, a una bebé. Todos se arremolinaban con ira a romper puerta por puerta hasta que dieran con él y lo supieron cuando encontraron a la que no cedía, la que estaba cerrada a cal y a canto. El anciano dentro seguía excavando sin tregua hasta que oyó el golpe que determinaría todo y no fue el del cristal roto en la ventana ni el de la puerta siendo derribada de sus bisagras, fue el de la pala con el cofre.

Se derrumbó, escarbó con sus manos y con fuerza lo liberó de la tierra; un candado apresaba el tesoro como un acto de revolución, pero con un simple y contundente golpe de zapato cedió y el anciano vio en el interior, los hombres se adentraron, el corazón entró en paro, un cadáver exquisito.

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