Construir un verso es fácil, pero no tanto como a menudo se suele pensar. En realidad, se parece mucho a un juego en el que hay que atender a unas cuantas reglas.
Hay quien piensa, inspirado por una falsa concepción del concepto de «verso libre», que cualquier frase que no llega hasta el margen derecho de la hoja, sino que se interrumpe en algún sitio y salta a la siguiente línea, automáticamente puede ser considerada un verso. Eso es bastante inexacto.
Hay dos elementos, muy relacionados entre sí, que conforman la «personalidad» del verso: el ritmo y la medida. No hay, en verdad, más requisito que estos y ambos se integran en un mismo concepto: la métrica, fea palabra que suele producir rechazo debido a los terribles planes de estudio escolares. La métrica podríamos intentar definirla, alejándonos de las concepciones académicas, tan poco flexibles, como la musicalización de la sintaxis.
Si retrocedemos los suficiente, veremos que la poesía comparte su origen con la música. Ambos fenómenos proceden de la misma pulsión primaria. De hecho, el nombre de «lírica» procede de «lira»: es un hecho que la poesía se hacía para cantarse y para ser escuchada. La lectura de la poesía impresa es un suceso posterior. Es más, me atrevo a decir que la poesía es una forma de la música (y viceversa), si atendemos a la definición tradicional por la cual música es combinar sensible y lógicamente sonidos y silencios en función de principios melódicos, armónicos y rítmicos. La particularidad de la poesía estriba en el hecho de que, en la poesía, esos sonidos son los sonidos de las palabras y que, por tanto, hay que añadir que las mismas son referenciales, es decir, tienen un significado. Esto, evidentemente, no ocurre con las notas musicales.
Pero volvamos al principio. Empecemos por la medida y el ritmo.
Es habitual pensar que la medida de un verso es su número de sílabas. Esta manera de definirlo es muy imprecisa y conduce a errores constantemente. La única manera de medir un verso correctamente es olvidar esta idea y recuperar la noción de sonido. La medida de un verso es su número de sonidos, si bien es cierto que a menudo las sílabas se componen de un solo sonido, hay demasiadas excepciones para acatar la norma sin más.
A veces dos sílabas gramaticales forman un solo sonido, una sola sílaba fónica. Por ejemplo:
El esclavo oscuro.
Si contamos la sílabas gramaticales, obtenemos:
El – es – cla – vo – os – cu – ro
1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6 – 7
Pero si contamos los sonidos, es decir, si lo escuchamos, advertiremos de inmediato que es imposible separar los sonidos entre las sílabas cuarta y quinta (vo – os), a menos que forcemos de un modo antinatural la expresión. Por tanto, la medida sonora de esas tres palabras ha de ser:
El – es – cla – vos – cu – ro
1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6
Desde la perspectiva métrica, musical, sólo hay seis sílabas. Este fenómeno se conoce como sinalefa:
cuando dos sílabas forman un solo sonido, pero cómo lo llamen resulta irrelevante. Y como ya hemos dicho que la medida de un verso es la medida de sus sonidos, resulta que son seis y no siete las sílabas «líricas».
Gracias a esto vamos a entender mejor, si es que no nos quedó claro o lo recordamos vagamente, aquello de que si el verso acaba en una palabra aguda o esdrújula se suma o se resta una sílaba. Nos enseñaban que el número de sílabas determinaba el nombre. Nos dijeron que era algo así:
arte menor sílabas Arte Mayor sílabas
bisílabos 2 eneasílabos 9
trisílabos 3 decasílabos 10
tetrasílabos 4 endecasílabos 11
pentasílabos 5 dodecasílabos 12
hexasílabos 6 tridecasílabos 13
heptasílabos 7 alejandrinos 14
octosílabos 8
Entonces aparecía el siguiente verso:
Qué bella, qué bonita, mi ciudad
Y nosotros nos poníamos a contar sílabas:
Qué – be – lla, – qué – bo – ni – ta, – mi – ciu – dad
1 – 2 – 3 – 4 – 5 – 6 – 7 – 8 – 9 – 10
Diez, está claro. Pero nos decían. «no, porque si acaba en aguda se suma una sílaba. Son once». Y si preguntábamos por qué, la respuesta, indefectiblemente, era «porque sí, porque es así». Valiente respuesta.
Todo tiene un porqué y el de esa pregunta reside en el mismo lugar que el de las sílabas y los sonidos: el oído. El castellano es un idioma cuya gran mayoría de palabras son llanas, es decir, que llevan la sílaba acentuada en la penúltima sílaba. Son palabras como «árbol» o «guitarra» o «colmenero». Las agudas (acento en la última sílaba, como «azul») y las esdrújulas (como «pérgola») son mucho menos corrientes, de modo que lo natural a nuestro oído es esperar que después de un acento aparezca un sonido. Si no se produce, como cuando un verso acaba en aguda, nuestro oído registra un silencio. Es por ello que tras una palabra aguda se cuenta una más, esa sílaba más es precisamente una sílaba que no suena. Quizá sea un buen momento para recordar cómo definíamos la música más arriba: «combinar sensible y lógicamente sonidos y silencios […]». Con las esdrújulas, pasa al contrario que con las agudas y el oído «suprime» o ignora uno de los dos sonidos sobrantes tras el último acento.
Esto nos proporciona una herramienta fantástica para nombrar los versos. Lo de usar número total de sílabas nunca funcionó. Para empezar porque las sílabas gramaticales no siempre coinciden con las sílabas fónicas y, para terminar, porque podía haber versos de diez sílabas que eran endecasílabos (al acabar en aguda y sumar una) o de doce que también (al acabar en esdrújula y restar una).
Pero al atender a las sílabas sonoras, y comprendiendo el funcionamiento de sonidos y silencios, la definición aparece meridianamente clara e inamovible, por ejemplo:
un endecasílabo es el verso cuyo último acento recae siempre en el décimo sonido.
Ya podemos olvidarnos de zarandajas, porque si es aguda o esdrújula, tenga diez o doce (u once, si es llana la última palabra), la posición de la última vocal acentuada es siempre fija. Además, nos vale para cualquier verso, ahora que sabemos la tendencia a la palabra grave del idioma castellano. Todos los versos, sea cual sea su medida, llevan su último acento en la sílaba anterior a la medida que los determina: el heptasílabo lo lleva en la sexta sílaba, en su sexto sonido; el alejandrino (de catorce), en la decimotercera.
Así que es patente la música es fundamental para comprender la primera de las dos claves del verso: su medida. Y, de paso, también a través la acentuación, va a estar presente en la segunda clave: el ritmo.
En efecto, hemos dado por supuesto hasta ahora que las sílabas pueden ser de dos tipos. En unas recae el acento, el golpe de voz; y en otras no. La palabra «carcoma» tiene tres sílabas y tres sonidos, pero sobre una de ellas recae el peso de la entonación: en la segunda –co–. Si la pronunciáis en voz alta veréis que la entonación asciende por la primera sílaba, llega a su punto álgido en la segunda y desciende por la tercera. A esas sílabas acentuadas las llamamos tónicas. Nos vamos a aprovechar de ellas para construir el ritmo de nuestro verso.
Porque el ritmo no es otra cosa que «combinar sensible y lógicamente sílabas tónicas y sílabas átonas (sin acento)». El ritmo de cualquier verso o frase se puede comprobar según este sencillo principio. Se trata de señalar las sílabas tónicas:
Aquella tarde triste no cantaba.
2 4 6 10
Lo primero que advertimos al contar los sonidos y sus acentos es que hace un total de once. Por tanto, de tratarse de un verso lo llamaríamos endecasílabo. Lo segundo que advertimos es que los acentos recaen en los sonidos 2, 4, 6 y 10, por lo que podría decirse que su ritmo es en segunda, cuarta, sexta y décima.
Ahora bien, un solo verso no hace ritmo, porque el ritmo se diferencia del ruido en que es un “orden acompasado”. Por decirlo de otro modo, el ritmo se basa en la repetición. Dar tres golpes seguidos en un tambor no es hacer música. En cambio, si repetimos esos tres golpes de forma regular, los convertimos en una base rítmica, en música. Entonces, si esa estructura rítmica del verso anterior (2, 4, 6, 10) la repetimos en los siguientes versos, las palabras dejan de ser prosa en virtud de la cadencia que estamos creando:
Aquella tarde triste no cantaba
2 4 6 10
quizás echaba en falta la presencia
2 4 6 10
de aquella perra suya tan graciosa
2 4 6 10
etc.
Eso es todo. Ya estamos versificando, haciendo endecasílabos perfectos.
Y es curioso que cuando leemos poesía en castellano, poesía clásica, el verso por excelencia es el endecasílabo. El octosílabo es también muy habitual, ya que es el verso que se empleaba en los romances populares. También el heptasílabo es corriente, a menudo en combinación con el de once.
Uno podría preguntarse porque estos verso y no otros. De trece, o de nueve, por ejemplo. Lo cierto es que el endecasílabo resulta armónico y melódico a nuestro oído. Como podéis suponer, por los adjetivos que acabo de usar, la musicalidad es responsable de esto también.
Aunque no sólo la musicalidad. Dada la extensión de las palabras en castellano, que suelen ser de dos o tres sílabas (en el inglés abundan sobremanera los monosílabos, por nombrar otro idioma), el verso corto no permite incluir demasiada información, mientras que el de once deja más espacio para la densidad semántica. Pero, además, la estructura interna del verso de once sílabas está cuajada de armonía y belleza. Antes de analizarla, veamos cuáles son los endecasílabos más corrientes en función de su ritmo.
Endecasílabo enfático
Es aquel que lleva acentos, al menos, en la primera, sexta y décima sílabas:
Bástate, amor, lo que ha por mí pasado;
válgame agora haber jamás probado.
Garcilaso de la Vega
Endecasílabo heroico
Es aquel que lleva acentos, al menos, en la segunda, sexta y décima sílabas. Aquí lo vemos en el primer, segundo y cuarto versos:
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena.
Garcilaso de la Vega
Endecasílabo melódico
Es aquel que lleva acentos, al menos, en la tercera, sexta y décima sílabas, como puede verse en los dos primeros versos de esta estrofa:
¡Oh natura, cuán pocas obras cojas
en el mundo son hechas por tu mano,
creciendo el bien, menguando las congojas!
Garcilaso de la Vega
Endecasílabo sáfico
Contiene obligatoriamente acentos en la cuarta, en la sexta u octava y en la décima sílabas. Aquí puede verse en los tres primeros versos (el último es heroico):
Arrebatadamente te persigo.
Arrebatadamente, desgarrando
mi soledad mortal, te voy llamando
a golpes de silencio. Ven te digo.
Blas de Otero
Habréis observado que apenas se diferencian, salvo en dónde recae el primero de los acentos, porque los demás llevan siempre el acento en la sexta sílaba (salvo el sáfico, luego lo vemos) y en la décima (que es el que les otorga carácter endecasílabo, según nuestra definición). Pero, ¿por qué en la sexta sílaba? Muy sencillo, la sexta sílaba es exactamente la sílaba central que divide el verso en dos partes iguales de cinco sílabas cada uno: es un eje de simetría, dotándolo de armonía y equilibrio. Por decirlo, de otro modo, de belleza en su sentido más clásico. A partir de esos dos, el primer acento recaerá entre la primera y tercera sílabas y con ellos jugará el poeta para generar la cadencia que prefiera. Asimismo, puede haber otros acentos en cualquiera de las otras posiciones, pero afectarán menos al ritmo primario del verso y por ello han de servir para enriquecerlo, como una segunda melodía haciendo el contrapunto.
Respecto al endecasílabo sáfico, su estructura primaria es de nuevo simétrica, lleve o no el de la sexta sílaba. Sería algo así:
/ ( / ) /
— — — — — — — — — — —
En definitiva, todo se reduce a un compás rítmico sobre el que el poeta va haciendo variaciones y, por supuesto, que se va construyendo con el lenguaje, por lo que esto ocurre sin que se deje de atender al significado de las palabras que, sin duda, es el plano visible. La estructura rítmica no es más que el andamiaje musical, el reverso armónico del tapiz. Al otro lado, en el lado visible, el significado es el dibujo de dicho tapiz y, muy importante, el sonido de las palabras sería el equivalente a sus colores.
Una vez sabido todo esto, ya es muy fácil comprender el funcionamiento de cualquier verso en castellano.