La creación

Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció…
Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.
Pablo Neruda. Confieso que he vivido

Las palabras nacen y las palabras mueren, surjen del roce entre hablantes y mundo cuando aparece una nueva necesidad, una nueva tecnología, una situación nueva. A medida que la realidad se transforma, el lenguaje se adapta, o bien ocurre a veces al revés y es el lenguaje el que transforma la realidad. Ya hemos hablado en la unidad anterior de la peculiar relación que existe entre ambos.
Los procesos por los que una palabra aparece y corre la fortuna de convertirse en moneda de cambio son muy variados. Se me ocurren a primera memoria hasta cuatro formas en que se puede inventar una palabra. Una muy habitual que se da a menudo en el habla cotidina es la derivación. Sucede cuando, tomando la raíz de una palabra ya existente, añadimos algunas letras delante o detrás para decir alguna otra cosa que tiene que ver con ésa. Recordemos que las palabras se componen de raíz (donde se encuentra consginado el significado), también llamada lexema, y de morfemas o afijos que suelen indicar cualidades o usos gramaticales.
Si tomamos la palabra mar y le añadimos esos afijos podemos decir cosas como «ha subido la marea», «estoy mareado», «fuimos de vacaciones en submarino» o «prefiero la ruta martítima». Todas estas expresiones han aparecido derivadas de la raíz “mar”. Veamos unos ejemplos de estos afijos.
Si van delante de la palabra se llamarán prefijos. Como veis la propia palabra prefijo ha sido formada por derivación: “pre” + “fijo” = prefijo: “antes de” + “lo que no cambia”. Así pues, pre- es buen ejemplo como lo son sub- (debajo de), vice- (casi) o filo- (amor por). Si, por el contrario, siguen a la raíz se llamarán sufijos, pero funcionan más o menos igual. Uno de mis favoritos es -algia, que significa dolor y que ha dado lugar a una palabra tan hermosa como “nostalgia” que proviene del griego ‘nostós’ (regreso a casa). Así entendemos por qué la nostalgia es la pena que produce verse ausente del hogar, que puede ser también Ítaca o la infancia, por qué no. Algunos sufijos implican procedencia o pertenencia (extrem + eño), otros que se trata de un oficio (leña-d + or) o que se le tiene miedo a algo (claustro + fobia). Sólo por citar algunos.
Aunque no siempre una palabra nueva tiene una forma nueva, a veces simplemente cambian o adquieren un sentido nuevo y la novedad reside entonces en el signficado, a menudo metafórico. Sucede cuando empezamos a llamar ‘bocas’ a las entradas y salidas del metro de una ciudad. Y, en ocasiones, surgen palabras de formas todavía más extrañas, como cuando unas iniciales se convierten en palabras al decir «la onu es organismo impotente en su configuración actual» o «si llega tarde el ave te devuelven el dinero». Como cuando convertimos una frase entera en una sola palabra, por ejemplos, “correvedile”, “pésame”. O cuando cometememos un barbarismo, es decir, que pronunciamos mal la palabra formando una nueva que es aceptada por otros hablantes. «Cocretas para todos».
Podríamos medir el estado de salud de un idioma por su capacidad de transferir palabras propias a otras lenguas o, al menos, resulta interesante admirar la pregnancia de las distintas hablas en su constante flujo sobre el planeta. El castellano ha exportado “paella”, “siesta” o “machismo” a muchos idiomas.
Pero qué duda cabe de que el inglés es ahora en nuestro entorno el idioma que más palabras aporta al castellano, en ambas orillas del océano; la lengua española las acoge en su amplio vientre, que ya viene preñado de latín, griego y árabe, pero también de las lenguas celtas y de anteriores contactos con el inglés y las romances (hijas del latín).
Se producen así calcos, cuando traducimos literalmente el término extranjero. La palabra “rascacielos” es un calco de la inglesa “skyscratcher” y “balonpié” lo es de “football”. Aunque también decimos “fútbol”, lo cual ya no es un calco, sino que hablamos de ‘préstamo’.
Hay una doble excepción en el caso de latín y griego, en su caso no hablamos de calcos ni préstamos, al ser las lenguas de las que proviene la práctica integridad de la nuestra por bien que todas sean tan distintas. A las palabras que tomamos en préstamo del latín o el griego, palabras sin apenas variación en su forma, las llamamos cultismos. Digamos que no han obtenido el desarrollo habitual que el uso durante siglos suele conferir a las palabras, normalmente porque existía una opción más popular que los hablantes prefierieron, quedando aquellas para usos más reducidos y cultivados.
No obstante, muchos cultismos son de lo más normales en castellano y pasan desapercibidos como “nocturno” o “déficit”.
Además de la derivación, la ampliación de signficado, el calco y el préstamo o los cultismos, existe al menos un modo más de formar nuevos vocablos. Se trata de la composición, que consiste en sumar dos palabras, dos raíces y es, sin duda, la más elástica de estas maniobras, aunque menos habitual que la derivación. La derivación se da más en lenguas que tienden a hacer palabras largas, como el español, y la composición es más propia de lenguas con tendencia a los monosílabos, como el inglés o el japonés.
Las palabras en composición pueden ser de cualquier tipo: adjetivos, nombres, verbos y mezclarse de cualquier forma. No siempre encajan, así que hay veces que se inserta alguna letra entre ambas, un infijo (en medio de la palabra). Así pues encontramos ejemplos en los que se suman nombres (carro + coche = carricoche), verbos con sustantivos (matasuegras, aguafiestas), adjetivos con sustantivos (camposanto, medianoche), adjetivos entre sí (agridulce, sordomudo) y todas las formas que podamos imaginar.
Pero más allá de estas reglas de filólogos, que tratan de describir cómo ocurre el fenómeno del cambio y no prescribir una receta (aunque nosotros podamos usarlas como tal), a mí no deja de fascinarme un poema de Oliverio Girondo, quizá uno de las más originales y hermosos poemas de amor que se hayan escrito. Está lleno de palabras inventadas, parecidas a esas que Alfonso Reyes llamó “jitanjáforas”.
En el poema, Oliverio enamorado, como no puede ser de otra forma, le dice a su amada todos los efectos benéficos que le procura su sola presencia, sin embargo al poeta el lenguaje se le ha quedado estrecho. Tiene tanto que decir que ya no cabe en las palabras usadas a diario: no puede nombrarse algo tan grande e intenso con las mismas palabras con que decimos al perro que se esté quieto o con que
tratamos de zafarnos de un guardia urbano. A esa fuerza ingente que está desbordando el lenguaje la identifica con una sílaba: “lu”, a saber: es el nombre de la amada pues de ella procede el aliento que le va a hacer decir:

Mi lumía
Mi Lu
mi lubidulia
mi golocidalove
mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma
y descentratelura
y venusafrodea
y me nirvana el suyo la crucis los desalmes
con sus melimeleos
sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos y
gormullos
mi lu
mi luar
mi mito
demonoave dea rosa
mi pez hada
mi luvisita nimia
mi lubísnea
mi lu más lar
más lampo
mi pulpa lu de vértigo de galaxias de semen de misterio
mi lubella lusola
mi total lu plevida
mi toda lu
lumía.

“Lu” lo impregna y trasciende todo formando un nuevo lenguaje ahora sí adecuado a una realidad nueva, igual que el amor es nuevo cada vez, o eso dicen. He necesitado salir del lenguaje para nombrarte, eso dice el poeta y, de vuelta, ha quedado este himno. Fijaos que belleza tiene “descentratelura”. «Tú me descentrateluras». ¿Quién puede resistirse a eso? Incluye ‘descentrar’ y ‘telúrico’, eres un terremoto interno, está diciendo esa palabra. ¿O qué me decís del final? «mi lubella lusola». No es que Lu sea bella y solitaria, es que la belleza y la soledad tienen algo de Lu también, o que son lo mismo.
Julio Cortázar, como amante de las palabras que fue, nos regaló muchas jitanjáforas. Y, como Girondo, no permitía que una nimiedad como no existir le impidiera emplearlas a destajo, sin por ello perder un ápice de entretenimiento. Hay fragmentos así en Rayuela; aquí hemos escogido este otro cuento:

La inmiscusión terrupta
Como no le melga nada que la contradigan, la señora Fifa se acerca a la Tota y ahí nomás le flamenca la cara de un rotundo mofo. Pero la Tota no es inane y de vuelta le arremulga tal acario en pleno tripolio que se lo ladea hasta el copo.
– ¡Asquerosa! – brama la señora Fifa, tratando de sonsonarse el ayelmado tripolio que ademenos es de satén rosa. Revoleando una mazoca más bien prolapsa, contracarga a la crimea y consigue marivorearle un suño a la Tota que se desporrona en diagonía y por un momento horadra el raire con sus abrocojantes bocinomias. Por segunda vez se le arrumba un mofo sin merma a flamencarle las
mecochas, pero nadie le ha desmunido el encuadre a la Tota sin tener que alanchufarse su contragofia, y así pasa que la señora Fifa contrae una plica de miercolamas a media resma y cuatro peticuras de esas que no te dan tiempo al vocifugio, y en eso están arremulgandose de ida y de vuelta cuando se ve precivenir al doctor Feta que se inmoluye inclótumo entre las gladiofantas.
– ¡Payahás, payahás! – crona el elegantiorum, sujetirando de las desmecrenzas empebufantes. No ha terminado de halar cuando ya le están manocrujiendo el fano, las colotas, el rijo enjuto y las nalcunias, mofo que arriba y suño al medio y dos miercolanas que para qué.
– ¿Te das cuenta? – sinterrunge la señora Fifa.
– ¡El muy cornaputo! – vociflama la Tota.
Y ahí nomás se recompalmean y fraternulian como si no se hubieran estado polichantando más de cuatro cafotos en plena tetamancia; son así las tofitas y las fitotas, mejor es no terruptarlas porque te desmunen el persiglotio y se quedan tan plopas.

Alfonso Reyes refería como “jitanjáfora” a estos vocablos que carecen de etimología conocida y de los que está plagado el idioma también, como ‘bartola’, ‘troche’, ‘paripé’, ‘porrillo’ o ‘somormujo’. O las más actuales, ‘guay’ o ‘molar’. Y nos recuerda que “inventar palabras es un placer que hemos sentido todos.
Algunas combinaciones de sonidos nos embrujan y adquieren para nosotros un significado ideal. No corresponden a ningún objeto, pero está pidiendo a voces que se les asigne uno”.
Y nos recordaba algo que debemos tener quizás en cuenta cada vez que criticamos a la Real Academia por sus zarandeos y sus naufragios:
¿Qué pueden los filólogos contra la palabra nueva? Nada más que esgrimir las armas inofensivas de la etimología. Pero si la palabra es buena se abrirá camino y los filólogos se morderán los puños.
¡Qué triste y mísero parece el diccionario con sus noventa mi términos, cuando se acaba de inventar una palabra por primera vez!