Lo de volverme antílope me sucedió en Caracas.

Fue un acontecimiento inefable, sin precedentes.

Cuando se produjo, los medios en Venezuela guardaron silencio y el mundo siguió rotando sin enterarse. La humanidad no estaba preparada para asimilar un hecho tan grotesco, tan rocambolesco (decían) y, sin embargo, se convirtió en un secreto a voces que traspasó fronteras y que se ha divulgado durante décadas.

A nosotros, “los transformados”, la vida nos cambió en un soplo. Tuvimos que abandonar nuestra naturaleza humana de inmediato y sin posibilidad de hacer maletas.

Atrás quedaron los referentes, la familia, los sueños. Sobre todo los sueños.

Aclaro que cuando digo “sueños”, me refiero a los vívidos, porque, es un hecho poco conocido, pero los animales también soñamos cuando dormimos.

Una vez, leí un artículo en el que un científico decía: “parecería que no sólo sueñan los hombres, sino también los caballos y los perros y los bueyes, y las ovejas y las cabras y los cuadrúpedos vivíparos”. Pero, volvamos al punto: todo se fue desmenuzando detrás de mí y yo, que intentaba sostener en mi hipotálamo aquello que fui, sólo alcanzaba a rumiar.

Ha transcurrido mucho tiempo desde que aquella luna se posó sobre nosotros y nos hizo salvajes.
No recuerdo haber sentido dolor. Sólo recuerdo haber inhalado y haber cerrado los ojos. Cuando exhalé, todo había cambiado: el aire que respirábamos, el hambre que sentíamos.

Sólo había animales arañando el panorama. Algunos hombres se habían convertido en ratas. Una mujer y su hijo se volvieron luciérnagas. Más allá volaban hienas y se arrastraban mariposas.
Los monos, despavoridos, se colgaron de los lomos de los perros. Y estaba yo, transformándome en antílope debajo del resplandor.

Quise llevarme las manos a la cara, (aún tenía manos de mujer). Quise volver a cerrar los ojos y revertirlo todo. Pero ya todo estaba hecho. Algunos, como en todo acontecimiento desbordante, se comieron a los hombres que aún no habían mutado. Muchos mitos se quedaron colgados del aire. Por ejemplo, la historia de un estudiante que en medio de la estampida, sólo se volvió murmullo.

Hoy puedo dar fe de que soy más antílope que mujer. Y, muy lejos de lamentarme, me revuelco en la más sediciosa felicidad. Ha sido una conquista estrafalaria, claro está. Pero también gloriosa.
Saberme parte de la diversidad salvaje, me ha alimentado de decisión, de armonía, de tolerancia, de resiliencia, de espontaneidad, de empatía, de perseverancia.

He aprendido a jugar cortando la brisa. A olfatear el petricor. A venerar al atardecer.

Soy un animal al que la soledad ya no le abisma. Reconozco ahora que ningún estado es eterno.

Antes, todos fuimos peces. Y en el precámbrico sólo fuimos cuerpos blandos.

Algún día seremos estrellas, o espantapájaros, o tal vez, ya no tendremos cuerpo y nos convertiremos en acciones, en emociones, en significantes.

Tú podrías ser amistad, por ejemplo. Y entonces, alguien más sería lujuria. Y algún tercero, infidelidad. Y otro, más empeñado, sería tal vez ninfomanía y algún otro sería «juzgar».Y así iríamos, destruyendo, para volver a transformar.

A mí me gustaría ser serendipia o meraki.

Seguramente, como en todo acontecimiento desbordante, alguien querría amuñuñar todo a su paso y convertirse en supercalifragilisticoespialidoso.

Pero, en todo caso, ese tiempo aún no llega y, por ahora, yo sólo soy un antílope que una vez fue una mujer.

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