Una anécdota muy curiosa de mi vida de periodista fue cuando se sentía en el aire el olor del General de balcón. Era en la época del ´45 cuando solo nos quedaba limpiar los restos de la Plaza de Mayo que dejaron los acontecimientos de Octubre con tal de quede listo para el acto de la ceremonia presidencial el año entrante. Yo era un joven con ambición que trabajaba para un diario de opinión. Mi tarea era rescatar testimonios del surgimiento de este nuevo fenómeno. En una época en la que la gente que iba a trabajar a una fábrica ya no agachaba la cabeza sino que silbaba la marcha de camino al trabajo. En esa ciudad casi no había de donde sobresalir por que los opacos se mezclaban con los lustros. Y las miradas de rechazo se hacían notar entre unos y los otros.

Me cruzaba en varios bares, los puntos de reunión donde el debate se tornaba fuente de opinión. Cuando llegaba notaba siembre que la mayoría eran hombres de trabajo. Reunidos en grandes rondas, se podía notar por las mesas juntas, las carcajadas desaforadas, la vestimenta polvosa y grasosa, los brazos rudos y la cerveza helada del indicio de un día de trabajo pesado. Me reunía con ellos, sacaba mi libreta y anotaba las respuestas pero era complicado mantener una conversación sin que se mencionara a Perón como el nuevo presidente. Cada vez que quería preguntar algo ellos me interrumpían con esos comentarios que ensalzaban a su figura. Hacían gestos, sonreirán como él y posaban repitiendo las frases por las cuales ellos se sentían identificados.

Recuerdo que un día me senté junto a un par de muchachos que habían salido de trabajar de una metalúrgica para terminar en un bar del centro. Yo había terminado de hablar con un sujeto de apellido Lanari que me habló de lo mucho que se quejaba de como lo habían invadido esos cabecitas negras. El sujeto estaba saliendo con gestos de repulsión cuando vio entrar los obreros. Yo aproveché para llevarme mi silla hacia su ronda y conversar con ellos cuando al rato apareció en la puerta un hombre bien vestido y con una cara angulosa diría yo, y sombrero bien negro que usaba para ocultar el paso del tiempo en su pelo. Me acuerdo bien, era Don Fabricio. Era a quien le había comprado un par de lentes en su el negocio de óptica y había mantenido una inquieta conversación con él acerca de cuándo detestaba al Peronismo y a todas esas “ovejas negras”. Sentía en ese momento que no era el lugar y el momento adecuado para que él estuviera presente.

Lo miré fijamente pero no me había reconocido, se sentó solo a una mesa de la esquina y pidió un vaso de whisky. Se veía deprimido, y después de un par de tragos comenzó a parlotear. Ya el sol se ocultaba y los muchachos estaban listos para irse, hasta que Fabricio al que le veía la cara desordenada gritó: ¡Mirá, se van a ir a lavarse las patas! Los hombres miraron de reojo al tipo, se habría quedado en eso hasta que exclamó: ¡Que! ¿¡Piensan que son mejores que yo!? ¿¡O Perón les hizo creer eso!? ¡Sucios!

No sabría describir el momento fugaz en que esa jauría de perros empezó a atacar al tipo. Si no fuera por el dueño del Bar quizás habrían despedazado por completo a Fabricio. El tipo se fue después de un par de empujones, el traje desacomodado y la sonrisa que hacia chillar los dientes de aquellos obreros ahogados de rabia. Salí del bar sin olvidarme de ese instante el cual se había quedado grabado en la cabeza y ver desde afuera a irse a Fabricio y a los muchachos por diferentes direcciones.

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