Cortó todas las verduras en trozos pequeños.
Las pechugas al tamaño adecuado, las papas cuadraditas, mientras tanto en una sartén con aceite, freía las verduras agregándoles un toque de sal.
Incorporó caldo y vino blanco y cuando estaba todo a punto añadió el pollo. Lo cocino exactamente, durante 20 minutos. Ya percibió que el aroma de lo que tanto le agradaba, se esparcía por toda la casa.
Se sentó, allí en el silencio abrumador del comedor, frente al abundante plato de comida.
Se sintió extraño, inapetente.
-A veces la soledad cierra el estómago- se dijo – Ojalá pudiera hacer algo, un gesto mínimo, pero ahora… es imposible…- pensó resignado
Miro a través de la ventana y el panorama era el de siempre, el aislamiento mantenía las calles vacías, ausentes, frías.
De pronto, vio que su vecina con barbijo, se asomaba a la puerta. La anciana también vivía sola.
En ese momento pasaba un carro tirado por dos personas que buscaban algo en la basura. Su vecina los llamó y le dio una bolsa, conversaron y la vio entrar sonriente.
Sin pensarlo mucho fue rápidamente a su mesa, separo la mitad de su comida preferida, la puso en un plato descartable y llamando a los del carro se las dio.
El joven flaco, de ojos vidriosos se lo agradeció y pidió la bendición de Dios para él.
Cuando se fueron, volvió a la mesa se sentó y comió con una extraña sensación de placer por haber compartido. Y tuvo ganas de escuchar esos temas que tanto le gustaban y volvió a sentir la casa llena de sabrosos aromas.
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