Un perro catalán con ictericia y un pájaro con cresta multicolor posaban para la posteridad en la Isla de la Cartuja de Sevilla.

Arrancaba 1992 y España empezaba a vivir su “gran noche”.

No había rincón en todo el país que escapara a la euforia y a la celebración colectiva. Por fin estábamos en primera división, generábamos más titulares de los que podíamos digerir.

Los Juegos Olímpicos de Barcelona, la EXPO de Sevilla, las “mama chicho” en televisión y Berlusconi lanzándose a la arena política mientras Italia se desangraba. No había un alma que no viviera pegado al televisor. La realidad y el optimismo nos desbordaban.

Aquel día de finales de junio mucha gente estaba de celebración. Y nuestros padres también.

Como tantas parejas nacidas en los 50, habían conseguido amortizar su hipoteca en tiempo récord y para festejar semejante hito, se deshicieron de nosotros durante la jornada, dejándonos a merced de un tía soltera y sin hijos que creyó que recorrer un recinto privado de sombra como la Expo de Sevilla en pleno verano era un plan adecuado.

Vestidos por nuestro peor enemigo –es decir, por ella-, de pronto nos encontramos rodeados de un montón de niños igual de ridículos que nosotros, que peleaban por abrazar a un pájaro de peluche en cuyo interior podrían alcanzarse temperaturas cercanas a los 953 grados.

Visitas a los Pabellones, baños en las fuentes, una cabalgata de gigantes y cabezudos, algún que otro desmayo, paseos en teleférico y, por fin, una foto para la posteridad.

Luciendo Marca España y cara de circunstancias, allí estábamos nosotros junto al símbolo del progreso. El tren que consiguió unir a España, acercando centro y sur en tiempo récord (para quien pudiera permitírselo, claro). Así, muertos de calor y un poco perplejos, mirábamos a cámara descoordinados, sin saber que ese mismo tren nos iba a mantener unidos 25 años después.

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