A unos pocos metros de la Plaza Central del pueblo se erguía la imponente casona, con sus enormes horcones de madera finamente tallados que sostenían y a la vez adornaban la fachada colonial, haciendo juego con el amplio corredor frontal. En su interior, un ostentoso jardín terminaba de embellecer el famoso edificio, todo esto era motivo suficiente para deducir que aquella casa tenía vida propia; sin embargo, en ella habitaban: su propietaria doña Meche, sus dos trabajadoras Susana y Abigail, también vivían plácidamente un par de gatos y por supuesto el alma de esta historia: la “rosita” el huésped más apreciado de esta casona. Doña Meche era una viuda que ya casi rayaba la ancianidad; pero era muy rica, su difunto esposo le había heredado muchas riquezas obtenidas, según los cuentos pueblerinos a consecuencia de un pacto con el diablo y otra parte con su arduo trabajo como capataz en la mina del Cerro Negro.

Pues un día de tantos en una noche peculiar, eran casi las ocho, todo cambió en aquel lugar, Susana, una de las trabajadoras y la de mayor edad, empezó a retorcerse de un terrible dolor en su estómago.

_¡Ahhh! No aguanto doña Meche, creo que me voy a morir.

_¡Cálmate mujer! Ya ratos envié por el doctor, y ojalá que el gendarme no lo vaya a confundir con algún bandolinero enamorado y no le permita llegar hasta acá _decía frunciendo el ceño la doña Meche. En ese pueblo, de origen minero, el alcalde había traído del puerto de Amapala un vetusto motor de un barco y lo había convertido en planta generadora de energía eléctrica, con ella alumbraban las esquinas de las callejuelas empedradas de seis de la tarde hasta las nueve de la noche y solo en esas tres horas podían los pueblerinos transitar por las avenidas, después era prohibido; sin embargo los bohemios bandolineros eran tan hábiles para burlar la autoridad y como sea salían por la noche a cantar enfrente de los balcones de las casas donde habitan las jovencitas hermosas del pueblo.

Lo otra trabajadora, Abigail, la más joven, bueno no tan joven, bien tendría unos cuarenta años, entraba y salía al cuarto de Susana con paños húmedos y pailas llenas de agua. Con todo el ajetreo casi deja caer una de las lámparas y doña Meche la regañó.

_¡Vos también cálmate Abigail! Si siguen así nos vamos a morir las tres ¡Qué barbaridad! _En el interior de las casas todo mundo utilizaba candiles, velas y los más pobres rajas de ocote; pero en la casona era diferente, ahí se alumbraban con unas lámparas que funcionaban con kerosén, traídas de Alemania por el difunto esposo de doña Meche. Ella misma limpiaba esas lámparas todos los días, porque decía que eran las lumbres que iluminaban su vida y le hacían recordar el amor de su vida, el único amor de toda su vida.

Al fin llegó el doctor y después de hacer los usuales exámenes a la enferma le puso la peculiar inyección de los pueblos lejanos, de esas que curan de todo. La mujer se quedó profundamente dormida y la dejaron bien arropada en su cama para dejarla descansar. A todo esto ya casi eran las doce de la noche y Doña Meche parecía muy nerviosa e inquieta; pero afortunadamente el doctor se fue rápido para su casa no sin antes cobrar sus acostumbrados honorarios.

_¿Qué le sucede doña Meche? _preguntó Abigail sumamente intrigada mientras terminaba de acomodar la losa en el armario de caoba donde guardaban la trastería de valor.

_Mira mujer, te voy a decir un secreto muy importante de esta casa y me juras que nunca se lo vas a decir a nadie _Le dijo la anciana agarrándola con firmeza del brazo.

_¡Ay! Pero doña Meche, no me meta miedo. Además ya sabe que yo soy muy leal a esta casa, a ver cuénteme.

_Mirá, toda la riqueza que tengo depende de mí nahual, sabes _la anciana le soltó el brazo y al ver la marca del apretón en la piel de Abigail le hizo una leve caricia como queriendo disculparse. _Me juras que nadie va a saber de esto, me lo juras Abigail.

_¡Sí! Doña Meche se lo juro; pero por Dios ya no me siga intrigando más.

_Bueno, está bien. El nahual vive en el cobertizo de la bodega antigua, es la parte de la casa donde jamás te permitimos entrar. Ahí vive el nahual y se llama “Rosita” y a ella le damos de comer justo a las doce de la noche todos los viernes y pues con este ajetreo se me fue por alto y de seguro ha de estar un poco de mal humor.

_¡En serio! Pues mire que secreto más guardado el de ustedes, solo una vez se le escapó ese nombre a la Susana y yo pensé que la pobre estaba quedando loca porque yo nunca vi ninguna niña en esta casa y ella decía “tengo que dar de comer a mi niña Rosita.

Ambas vieron el antiguo reloj de campana y eran pasados unos quince minutos de las doce, la mujer tuvo un poco de temor, al parecer eran ciertas las muchas historias que la gente del pueblo contaba respecto a la fortuna de doña Meche. “Esta vieja está pactada” se dijo para sí.

_¿Y qué debo de hacer? _preguntó a la anciana.

_Pues no mucho, solo ayúdame a llevar las viandas de comida, ya la Susana las había dejado preparadas. _Dicho esto y las dos mujeres se encaminaron a la bodega donde estaba la “rosita”. Doña Meche abrió la puerta y con voz trémula y a la vez cariñosa pronunció el nombre de su nahual. Fueron fugases segundos y apareció el enorme animal de detrás de unas cestas de tule, era una enorme boa constrictora cuyos cachos tenían el tamaño de los de una vaca y su cabeza casi del tamaño de la de un hombre adulto normal. Todo su tamaño bien que tenía unos ocho metros, la pobre Abigail se quedó en estado inerte del terrible temor que le entró en ese momento. Doña Meche la pellizcó para hacerla entrar en razón y la mujer soltó la vianda, en la charola venían varios conejos casi vivos, la serpiente se sobresaltó al ver su codiciado alimento desparramado en el suelo y la anciana se percató que lo mejor era salir de ese cuarto antes que fuera demasiado tarde.

_¡Larguémonos de aquí, apúrate! Vaya momento en que la Susana decidió enfermarse.

Las mujeres salieron como pudieron de aquel lugar. Doña Meche jamás había visto actuar así a su apreciada “rosita”, y siendo así pues contrató a unos nahualeros del Real de Minas para que la vinieran a sacar y mejor se la llevaran a la finca en la montaña, ahí había mucha propiedad donde la culebra viviría tranquila el resto de su vida; sin embargo en la casona las cosas no volvieron a ser igual, de repente empezó a menguar todo y poco a poco la fortuna se fue perdiendo.

Cientos de historias y leyendas se contaron en los cien años subsiguientes; sin embargo nadie supo que el dichoso nahual se había separado imprudentemente de donde estaba el tesoro principal que había dejado el difunto minero. Doña Meche, ni siquiera se sabe en cual tumba fue enterrada, ella se llevó consigo los últimos recuerdos de una gran familia de gente ricachona que un día marcó las costumbres y la manera de vivir en el pueblo. Las trabajadoras corrieron igual suerte, pues ambas jamás pudieron casarse o tener una pareja de ver y la vida les pasó de largo. Lo único que queda es la enorme casona del pueblo, erguida e incólume a través del tiempo en medio del bullicioso barrio El Centro.

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