Diario de un domingo de lluvia

Diario de un domingo de lluvia

Yuri Turanza

24/07/2020

Hace treinta años, una desafortunada cirugía oftalmológica le clausuraría a mi padre, la luz para siempre. Tengo cincuenta y cuatro años. Mi padre quedó ciego exactamente a esa edad. Hoy tiene ochenta y cuatro, y es modestamente feliz.

Hoy es un domingo de febrero de 2016. Estoy en Salta, en la casa donde transcurrió toda mi infancia. Desde que me fui de aquí hace 36 años a estudiar odontología a Buenos Aires, suelo venir cada dos o tres meses a visitar a mis hermanos, mis amigos, y por supuesto, a Themis y a Dionisio, mis padres. Llegué hace cinco días y hoy debo regresar para retomar mis actividades en la populosa ciudad de Buenos Aires. Me acabo de levantar, tengo que estar en el aeropuerto antes de las diez de la mañana. Miro el reloj, son las ocho. Es un día gris, esos días de viento indeciso y lloviznas intermitentes que se hacen mas notorias los domingos, porque el domingo propicia la nostalgia. Mi padre, hace rato que ha comenzado su día. Luego de asearse y afeitarse, se dirige lentamente con sus 84 años a cuestas, a la cocina, es decir, su universo doméstico, su lugar en el mundo. Allí, apoltronado en el cuero gastado de su gastada silla, se quedará horas urdiendo su rutina, allí se quedará de frente a una pared de azulejos celestes que le devuelve el resplandor de una ventana que conoce, pero que ya no puede ver. Puedo escuchar su radio murmurando a bajo volumen, y puedo sentir ese olor a infancia y a comidas recalentadas cuya identidad solo las cocinas familiares pueden preservar. Para él, este día, como todos los demás, será un día simple, repartido en cuatro tajadas: Desayuno, almuerzo, merienda y cena. Por lo demás, solo anhela hechos cotidianos: Espera que se levante mi madre y le haga algún comentario vecinal; o le lea el diario, o un texto corto de algún autor célebre, o desconocido, lo mismo da. Ansía la próxima visita de un hijo o la siguiente reunión familiar. Mi padre solo se rodea de esperanzas mínimas, a su alcance. Ajusta con precisión de relojero sus expectativas con su realidad. Interrumpo su silencio con el chirrido sigiloso de una silla que arrimo para sentarme a su lado. Le digo, soy Yuri papá, y lo saludo con el beso de siempre. Hola hijo, me dice, ¿hoy te volvés a Buenos Aires? Sí, en cualquier momento pasa un remis a buscarme. Mientras la radio nos da un pretexto para estar callados, ambos sabemos que estamos compartiendo este momento, respirando el mismo aire. Padre e hijo intuimos que estamos comulgando con el universo, y lo sentimos mágico, irrepetible. Ignoramos cuantas veces más coincidiremos en el tiempo y en el espacio. Pienso en sus treinta años de ceguera y me pregunto cómo se habrán deformado sus recuerdos en tantos años de oscuridad. Me pregunto qué quedará de esta casa, cómo será esta cocina en su memoria menguante. Quisiera saber cómo es mi cara, y cómo será el espectro que me representa en su imaginación devastada, e inmediatamente comprendo que tampoco yo me acuerdo de cómo era la cara de mi padre cuando él tenía 54 años, tampoco yo puedo reconstruir el rostro que portaba él hace treinta años. Entonces, acepto que esa irónica simetría es una broma del tiempo para dejarnos entrever cómo minuciosamente nos vamos disolviendo en los jugos digestivos del olvido. Experimento un leve e irracional impulso de espantar a manos batientes la oscuridad que vela sus ojos. Es inútil. Me siento impotente. Pero al contemplar su figura, observo que en su rostro no hay tensión, no hay ansiedad. Solo sosiego. Un sosiego que no es el mero conformismo del derrotado, o la fácil victimización del desgraciado. No. Es una serenidad resuelta, una calma vigorosa y saludable, una paz ejemplar. Estaba absorto en estos pensamientos, cuando de súbito escucho una tímida bocina. El remis está en la puerta. Debo irme. Voy a saludar a mi madre que aún está en su cama. Atravieso el pequeño living. Regreso nuevamente a la cocina y estrecho a mi padre con un firme y franco abrazo. Le digo, en un par de meses nos vemos papá. Ojalá, hijo, ojalá, me responde. Profundamente conmovido por estas íntimas y secretas sensaciones, dejo a mi padre sentado en su mesa, con su magnífica estampa recortada contra el fondo de una entereza formidable. Levanto mi pequeña maleta de viaje, salgo de mi casa. Al cerrar lentamente la puerta, siento que la llovizna me da de lleno en la cara; y un silencio de domingo me azota el alma. Abordo el auto que me llevará al aeropuerto. Le doy las indicaciones al conductor y nos ponemos en marcha. Escucho el crepitar de las ruedas en la calle mojada. Por la luneta trasera veo cómo mi casa se aleja dejando atrás un cielo irrecuperable, un mundo que lentamente me abandona, y no volverá. Intento tibiamente despojarme de este halo de tristeza, pero es inútil. La sensación residual del apretón de brazos de mi padre, todavía impregnado en mi ropa húmeda, se resiste a abandonarme; mientras persiste resonando en mis oídos el eco franco, parco, de aquél intercambio de palabras: Nos vemos en unos meses Papá. Ojalá hijo, ojalá…
Detrás de las gotas de agua que se deslizan sobre el vidrio empañado, veo cómo mi infancia se aleja flotando entre una suelta de recuerdos fragmentados. Y en esa fina llovizna, que cae incesante como la arena de un reloj cósmico, las imágenes del pasado se van haciendo polvo, y junto con ellas, nosotros.

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