Tomado de mi libro «Relatos cortos del camino»

Copyright © Julio 2017 Cosme G. Rojas Díaz.

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Una de la mañana justo a esta ahora, en el hospital, finaliza la vida de mi padre. Terminaban diez días de intensa agonía. Él esa noche alcanzó la paz, la cual siempre le fue tan esquiva en su agitada y complicada vida.

Dos semanas antes, tomé mi maletín con la ropa para la semana y me dirigía a mi residencia estudiantil. Me despedí de mi madre y ella me dijo:

-Tu padre está muy mal, debes ir a verle. Él, de alguna manera, reclama de tu presencia.

Las palabras de mi madre, siempre estaban cargadas de profundidad y tenaz persuasión. Era imposible pasar por desapercibido sus agudas y punzantes sentencias. Unas horas antes mis hermanos mayores lo habían trasladado al hospital, pero yo no me percataba de lo delicado de la situación. Dejé el maletín a un lado y me trasladé al hospital. Le diagnosticaron altos niveles de azúcar en la sangre. Estaba furioso porque había sido internado contra su voluntad y cuando él entraba en cólera nadie lo podía calmar. Dos días después cayó en un coma diabético del cual no se recuperó.

Desde su llegada al hospital había estado en total resistencia a su situación. Los días en que estuvo semiconsciente fueron de dura lucha para mantenerlo en cama. Se arrancaba las vías y con los ojos brotados de rabia pedía irse a casa.

En los días en que estaba en coma, no podía hablar pero se movía de manera incontrolable de un lado a otro. Su lucha por librase de esa situación, era extenuante para quien lo viera. Debía ser sedado con la mayor frecuencia posible, para tratar de contener su desesperación y la de sus acompañantes. Era de gran ayuda contar con una familia numerosa, eso nos permitía tomar turnos para vigilar a papá y apoyar a las enfermeras.

La penúltima noche, de su vida, me quedé a su cuidado desde las 9:00 p.m. hasta las 6:00 a.m. cuando fui renovado en la guardia. Regresé a las 6:00 p.m. para dar una visita fugaz, pero tuve que quedarme de nuevo esa noche acompañando a mi hermana mayor. Su esposo no podía estar con ella, por una emergencia de su trabajo.

Aquella noche la recuerdo con sus detalles. Mis familiares se despidieron al finalizar el horario de visitas y nos quedamos mi hermana y yo. Pensé que sería otra larga e interminable velada; el plan era tomar turnos para descansar en un pequeño mueble.

A las diez de la noche mi padre movía su cabeza de un lado a otro. Se abrían aquellos ojos perdidos y desenfocados sin mirar a ninguna parte, se empapaba de sudor, su piel estaba fría y los dedos de sus amarillentas manos se movían de manera incesante. Las vías intravenosas estaban muy bien fijadas, con cinta adhesiva; sin embargo debíamos vigilar para evitar que en sus erráticos movimientos las perdiera, además que el fluido mantuviera el ritmo recetado y fuese renovado de manera oportuna. Tenía una sonda respiratoria y el ruido de cada aliento era perturbador. Una sonda urinaria terminaba en una bolsa que era necesario vaciar con cierta regularidad.

Desde las once de la noche la agitación se hizo más incontrolable. La enfermera de turno lucía cansada por las atenciones demandadas por este exigente paciente, nos pidió que estuviésemos atentos. Papá estaba inmerso en una batalla contra la muerte, se resistía a dejarse vencer por esta inexorable realidad. Su cuerpo se contorsionaba y su cabeza se agitaba de un lado a otro. Mi hermana y yo entramos en la lucha con él intentando tranquilizarle, pero resultaba una tarea inútil.

Fui a hablar con el médico residente y me explicó que su estado era muy delicado y que sólo podíamos ayudar vigilando sus vías, sondas y tratando de controlarlo.

De vuelta a la habitación le comenté a mi hermana:

-No creo que papá resista toda la noche. A nuestro alcance sólo está rogarle a Dios, para que nos ayude a apoyarlo en este trance.

Ella peló los ojos, turbada por el asombro, permaneció en silencio por unos minutos y luego comentó:

-Es duro lo que dices, sin embargo tienes razón y eso haremos.

Nos tomamos de las manos e hicimos una breve y espontánea oración. Luego nos ubicamos, cada uno, a un lado de la cama y comenzamos a hablar con papá, convencidos de que podía escuchar.

-Hola, papá. Aquí estamos contigo. Sabemos que puedes oírnos. Toda tu familia está representada, en este momento, por la mayor y el menor de tus hijos. Es una bendición lo que el Creador ha dispuesto para ti.

Dejó de mover su cabeza, abrió los ojos y, sólo por ese instante, no lucían perdidos y estaban húmedos.

Poco a poco, mientras le hablábamos parecía que el sueño comenzaba a tomar el control de su agotado cuerpo, con parsimonia se fue apaciguando. Tomamos la Biblia y le leímos el Salmo 23:

”El Señor es mi pastor; nada me faltará.
En lugares de delicados pastos me hará descansar;
junto a aguas de reposo me pastoreará.
Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia
por amor de su nombre.
Aunque ande en valle de sombra de muerte,
no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo;
tú vara y tu cayado me infundirán aliento”.

Continuamos murmurando en su oído:

-De aquí no nos moverá nada, ni nadie. Nada te ha sido fácil y aun así has logrado levantar una gran familia. En nosotros vivirán tus enseñanzas y muchas de tus circunstancias. Somos herederos de tu carácter y, por qué no decirlo, también de tu terquedad. De tus virtudes y defectos.

Mientras le hablábamos sentíamos su intención de comunicar agradecimiento, a través de sus casi imperceptibles movimientos de manos. El ritmo de su respiración se hacía cada vez más reposado. Desaparecieron los movimientos bruscos de su tronco, de su cabeza y las facciones de su rostro mostraban un inusual reposo.

Noté que había expulsado la sonda urinaria y enseguida le comuniqué al médico residente; indicó que no era conveniente perturbarlo. Aunque no lo dijo, entendimos que estaba entrando en la última fase de su vida.

Permanecimos de pie, cada uno a un lado de la cama, mientras le susurrábamos al oído palabras de cariño y aliento. Nos esmeramos en transmitir la mayor paz que nos era posible. Veíamos cómo se apagaba su vida, mientras percibíamos como poco a poco iba aceptando ese transitar. Parecía como si el miedo a la muerte se fuese extinguiendo, como si comenzará a tranzar con ella. Cada aliento que salía de su extenuado cuerpo se iba distanciando del siguiente, al tiempo que se reducía la cantidad de aire en circulación. La expresión de su cara alcanzó a reflejar total entrega. Su último suspiro fue casi imperceptible y nos dejó a la espera de otro que nunca llegó.

Luego de unos minutos en total silencio, nos vimos a las caras y nos dijimos, se ha ido. Lo besamos en la frente, le dijimos adiós papá y llamamos al médico residente. Una vez lo examinó nos confirmó su muerte.

Dios nos dio la oportunidad de despedir a quien nos trajo a la vida. El Supremo Creador escuchó nuestras plegarias y fuimos sus instrumentos, para acompañarlo en paz en su partida.

«Y el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio». Eclesiastés 12:7.

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