Si el sol de las seis ya era insufrible, pasarlo sentada en una banqueta sin haber hecho ni una sola venta, lo volvía una treta del señor infierno. Ahí estaba Alicia terminando de tejer otra pulserita más, ya sin esperanza de vender algo ese día, nomás esperando que se metiera el sol para recoger su manta y mercancía e irse a su casa a comer frijoles aguados. Y en eso estaba cuando se le acercaron dos muchachas muy monas, de esas niñas de mamá que se cuelgan cualquier cosa de mercado que es que para verse más hippies. Alicia ni las miró, en cambio sacó más hilos de su morral y empezó a tejer otra pulsera. Lo de siempre es que se paren a ver y manosear la mercancía y en seguida se vayan y sigan con lo suyo, pero estas muchachas se sentaron en la banqueta a ver detalladamente todo lo exhibido. “Bueno, aunque sea sacaré para tortillas”. Fue hasta que empezaron a preguntar por precios cuando el trance tejedor de Alicia pudo ser interrumpido. Se parecían demasiado, de seguro eran hermanas. –Que bonito habla –dijo la menor de ellas. Alicia no respondió, en cambio hizo uno de esos gestos torpes que dejan entrever la vergüenza de no saber agradecer un cumplido. –¿El español es su primer idioma? –le preguntó la otra. –No –dijo clavando sus ojos en las agujas de nuevo. −¿Qué otro idioma habla? –Insistió nerviosamente, –Otomí –dijo, por fin dejando en el suelo las agujas. En cuanto la mayor de las hermanas preguntó por su nombre, Alicia ya sentía que ese había sido un buen día. La joven le pidió que se presentara en otomí, le preguntó cómo se decía “Dios” y “Muerte”. A Alicia le parecían de lo más raras sus preguntas y no las entendía del todo, pero lo que si percibía era el interés sincero que esas muchachas tan simpáticas mostraban por sus costumbres. Le compraron 4 pulseras y un collar; se despidieron de ella saludándola de mano y muy gustosas de haberla conocido. Se fueron dejándole unas diez personas husmeando entre sus artesanías. Entre ellos unas niñas de no más de 7 años que se llevaron un par de esas muñecas típicas con las que ya ningún niño juega, aún y con el recelo de su madre por comprarlas. Se llevaron también unas sonrisas idénticas a las de sus muñecas. Esa tarde vendió 500 pesos. “jamädi Ajuä” susurró mientras besaba la cruz que formaban sus dedos.
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