Estoy aquí, sentado, esperando que el destino cambie el rumbo de mi soledad y vuelva la esperanza a mí. Podría culpar a mi padre por meterme en esto pero eso sería maldecir su vida y lo único que quiero es que él baje del cielo y me ayude a combatir la guerra mental que yo mismo me cree. No puedo con esto, debo rendirme. Voy hacia la mesa maltratada del comedor, preparo la tinta y el papel donde escribiré mi carta… Y escribo:
“Nací en 1915, mis padres siempre fieles a Cristo me bautizaron con el nombre de Jeremías. Mis estudios son mínimos y no era porque no tuviéramos suficiente dinero para pagar la escuela, si no que no me gustaba, la odiaba. Sobre mi padre, recuerdo cómo me contaba sus anécdotas vividas durante las guerras que invadían nuestro país, pero desde que se fue a la Guerra que se desató recientemente, él no ha vuelto, y no lo hará jamás. Aún conservo las historias que escribí en mi adolescencia basadas en mi padre, él era un héroe. La vida que él nos dio a mí y a mi hermano menor fue bastante completa, nunca nos faltó nada, todo lo que nos daba, lo conseguía trabajando duro como ayudante en una fábrica de armas. Su sueño era obtener un alto mando como militar y ayudar a nuestro Führer Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre me obligó a unirme al ejército. Al principio me trataron mal como a cualquier novato, pero eso me hizo ganar experiencia.
A los 20 años, conocí al amor de mi vida con quien tuve una hija preciosa a la que amo con cada latido de mi corazón. A pesar de que actualmente tiene trece años sigue teniendo su cara flamante y su cuerpo fino. Como yo nunca estuve acostumbrado a tener estudios, le di la misma educación a mi hija que la que mi padre me dio a mí.
Mi esposa, tan hermosa como la paz después de la guerra, era el alma de mí ser cuando combatíamos contra ejércitos enemigos. Lamentablemente se pudiera decir que nuestro matrimonio era un tipo de amor prohibido, ya que yo era parte del ejército de Hitler y ella… ella era una judía. Socialmente hablando, nuestro matrimonio no era legal, no existía un documento escrito donde dijera que ambos estábamos casados, pero nos amábamos tanto que eso no nos impidió procrear una hija.
La parte triste de esta carta comienza cuando en 1939 tuve que abandonar a las personas más importantes cuando solo tenía 24 años, el dolor sentimental que invadía mi cuerpo era tan grande que me desconcentraba cuando salíamos a luchar, pero luego convertí ese dolor en fuerza y seguí adelante, logrando sobrevivir a grandes ataques y ganándome el reconocimiento del Führer.
Cuando volví a casa, la tragedia más grande sucedió…
Mi esposa y mi hija no estaban. Tampoco las armas que guardaba en el armario, lo que me pareció extraño fue que toda su ropa si estuviera en la casa, pero desordenada, como si hubieran saqueado todo. No sabía qué hacer, estaba demasiado desconcertado, busqué por toda la ciudad, a escondidas. Traté de encontrarlas pero mis intentos eran fallidos. Pedí ayuda, no obtuve resultados positivos ya que todos se negaban a darme información por miedo a ser encontrados por soldados del ejército nazi, aunque yo era uno de ellos.
Después de varios meses de intensa búsqueda, quedé con las manos vacías. No logré obtener ni la más mínima pista de dónde estaban. Al siguiente año, en 1940, un día, me enteré que Hitler había ordenado encarcelar a miles de judíos. El solo hecho de saber que mi líder estaba haciendo eso, me devastó. Caí en depresión por un largo tiempo y obviamente, pensé lo peor: mi esposa y mi hija, ambas están encarceladas a manos de los nazis y su sadismo. ¿Qué probabilidad habría de que un año después de haber sido encarceladas siguieran vivas?
Sé que esos tipos no tendrán piedad ante dos indefensas mujeres y más cuando pertenecen a un ejército completamente discriminatorio. Claro, yo estaba en contra de que murieran miles de judíos solo porque sí, pero Hitler pensaba diferente y lo peor es que él era el líder.
Sin pensarlo, tomé mi uniforme y me lo puse, después fui a la base militar del ejército, el comandante se sorprendió por mi presencia e inmediatamente me encargó una tarea; detener a más judíos. Ante la posibilidad que tuve de volverme a encontrar con el amor de mi vida, miré a los ojos al comandante y acepté, con la condición de que yo sería el encargado de llevarlos a los centros de matanza, él aceptó firmemente.
El comandante mandó a llamar a varias cuadrillas de soldados, quiénes rápidamente llegaron en coches y tanques militares. Pasadas las tres de la tarde dio la orden de salir a capturar judíos.
Estaba tan emocionado, tan lleno de adrenalina y ganas de saber qué era lo que me tenía preparado el destino. Yo no quería matar a nadie, ni tampoco capturar judíos, yo lo único que quería era saber si mi familia estaba bien. Iba firme, con la convicción de obtener una respuesta. Al llegar al primer asentamiento judío, hubo una pequeña charla con una judía que me resultaba familiar:
-Tu esposa, Hitler la mató.- Tenía miedo, se le notaba demasiado nerviosa y aun así lo que me dijo logró penetrarme el alma. Quedé atónito.
-¿Y que hay sobre mi hija?- Pregunté.
-Hitler la mató.- Un sentimiento de rabia comenzó a apoderarse de mí y sin piedad, patee a la judía con la pierna, tirándola al piso, posteriormente la levanté a la fuerza y la subí al automóvil. No me importó nada en ese momento, encendí el coche y me fui con la señora a bordo hacia los centros de matanza. Ubiqué el más cercano, me introduje en él y ya me estaban esperando.
Al bajar del automóvil, una mujer soldado me dio un arma y me llevó hacia el lugar donde estaban ejecutando a todos los judíos. Al ver la extensión de las filas de judíos que estaban próximos a ser asesinados por nosotros, los soldados nazis, renació en mí la posibilidad de ver a mi esposa.
Con gran emoción me puse en el lugar indicado, me declaré listo para matar. Esa idea no me agradaba mucho porque matar es un pecado muy grave que no debería de tener perdón.
La primera persona en pasar frente a mí, fue la misma judía con la que tuve la charla en los asentamientos judíos. Apunté a su cabeza, sentí la adrenalina recorrer por mi cuerpo como si fuera sangre. Me llené de locura y disparé. Ver como se desvanecía al suelo y brotaba su sangre de su cerebro, hizo que me sintiera como un demente, con hambre de seguir matando a más y más. Y así fue…
Seguí disparando a diestra y siniestra, arrasando con quien estuviera enfrente de mí. Perdí la noción de mi verdadera razón por la que estaba aquí, hasta que, por obra creo que de dios o alguna coincidencia, me encontré con mi esposa e hija. Estaban atemorizadas, mi esposa cubría entre sus brazos a mi niña mientras ambas lloraban y yo escuchaba su llanto que entró como melodía melancólica a mis oídos.
“¡Dispara! ¡¿Qué esperas para matarlas?! ¡No seas cobarde!” Eran algunas de las cosas que me gritaban mis compañeros soldados. Puse el dedo en el gatillo de mi pistola, estaba completamente lleno de nervios y cometí el error más grande mi vida… Disparé. Yo no quería, pero los gritos y el nerviosismo me ganaron. Maté al amor de mi vida frente a mi hija de un balazo en la cabeza. Si mi esposa no hubiera estado protegiendo a mi hija, probablemente hubiera muerto la niña. Le causé una muerte casi instantánea, se desvaneció al piso junto con mi hija.
Se abrió un gran momento de incertidumbre porque las personas que realmente me conocían sabían que había matado a mi esposa. Hubo silencio por un pequeño lapso de tiempo hasta que un compañero soldado, con quien tenía una comunicación bastante mala ya que anteriormente mi esposa y él eran pareja, después ella se enamoró de mí y lo dejó a él, le disparó a mi hija un par de veces en su diminuto cuerpo. El calibre de la pistola era muy grueso para ella y las balas terminaron por atravesarla. Mató a mi hija y con una hipócrita sonrisa me dijo “ambos estamos a mano”, se dio la vuelta y al dar el primer paso, le disparé en la nuca, luego en la espalda en repetidas ocasiones y al final me acerqué a él y le dije “no, nunca estaremos a mano”.
De pronto un grupo de seguridad se acercó a mí, me esposaron después de haberme golpeado. No hicieron preguntas, iba a ser muy absurdo preguntar por lo que se vio. Me llevaron a una celda donde me sentenciaron a pasar aquí por el resto de mi vida…”
En realidad, esta carta no la estoy escribiendo en el comedor de mi casa, si no en el piso de la celda y esta carta no es un simple método para no aburrirme; esta carta es mi despedida.
Debajo del colchón donde duermo, tomo una navaja que metí a escondidas a la celda y comienzo a encajarla en mi torso múltiples veces, hasta que la falta de sangre haga lo suyo y termine por matarme.
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