Teniente Jáuregui, del parque de bomberos nº 12 de la Comunidad.

Nuestra dotación llegó al cerro bien entradas las siete de la mañana. Estaba amaneciendo, por lo que comenzaban a hacerse visibles varias columnas de humo procedentes de los focos que seguían todavía activos. Con las luces de emergencia encendidas nos dirigimos hacia el que parecía ser el foco principal. Era allí donde se arremolinaban más chavales, todavía bailando. Nuestro camión tenía dificultades para avanzar entre el gentío, que parecía confundir nuestra sirena con el estruendo musical que llegaba desde el escenario, unos 200 metros en dirección norte. Algunas chicas, poco mayores que mi hija, se nos cruzaban en grupitos que se dirigían penosamente hacia la valla exterior. Iban cubiertas de polvo y parecían casi tan extrañadas de vernos como si hubiéramos descendido desde el espacio. Un par de ellas aprovecharon para sacarse una foto con el camión de fondo. Pegamos un bocinazo antes de bajarnos y pisar aquella tierra arenosa. Conectamos las bombas, largamos los carretes de las mangueras y avanzamos hacia el fuego. Debía llevar varias horas ardiendo, lo cual era bastante extraño teniendo en cuenta la cantidad de testigos que podrían haber dado la voz de alarma nada más iniciarse. Del vehículo, un turismo volcado al pie de una plataforma vertical de unos cuatro metros, no quedaba más que un humeante amasijo de hierros. Apenas llevó unos minutos extinguir las débiles llamas. Nos quedamos un rato enfriando el coche calcinado. Con las piernas bien plantadas y la manga en alto aproveché para echar un vistazo alrededor. El volumen de la música parecía estar aumentando. Los chavales que todavía quedaban por la zona empezaron a corear, saltando alrededor del coche, como si se hubieran cobrado una pieza de caza mayor. A alguno hubo que apartarlo de un manguerazo. Recibían al principio el agua con más risas y los brazos bien abiertos, pero no hay quien aguante un chorro en la boca del estómago. Entre carcajadas, resbalando en el barro, se marcharon los rezagados, incluidos cuatro que arrastraban un barril metálico. Romagosa, el novato, movía la cabeza de arriba abajo y la visera del casco rebotaba rítmicamente contra su pecho. «Tienen guasa estos tíos», dijo mientras desconectábamos las bombas. Le pregunté si conocía aquella mierda que seguía sonando. Se vino arriba. Me enseñó hasta el último de sus dientes blancos. «Firestarter«, creo que dijo.

De vuelta al colegio mayor.

Tío, ¡menudas colas! ¡Y eso que era el segundo día! Ya sabes que iba con estos… En fin, no es que sean de mi grupo, pero es que mis colegas estaban todavía de exámenes. El que también iba era el Napo, que con él guay. A él se la sudan los finales, y como conocía a los otros del balonmano, pues allá que fuimos. ¡Lo menos estuvimos 3 horas ahí de pie, a la solana! Este año el festival lo pusieron a tomar vientos, por no se qué movidas con el ayuntamiento. Nos colocaron las pulseritas y a partir de ahí ya nos dejaron entrar en el parque. Nos dieron un mapa y empezamos a subir las cuestas en procesión, como los borreguitos. Aunque, lo de parque… no sé qué se habrían fumado. Igual vi dos o tres árboles de camino a la zona de acampada, como mucho. Eran las tres de la tarde y estábamos abrasados. El Napo se puso a hablar con unas punkitas ahí mientras estábamos parados en plena curva. Los demás apurábamos los restos del calimocho que nos habíamos traído congelado. Una de las chavalas me sonaba de Caminos, de la cafetería. Era morena. Con una anilla fínísima en la nariz. Un pivón. Estaba ahí a su rollo mientras el otro hablaba con su amiga, la vieja táctica napolitana. El calimocho se había acabado y sudábamos como gorrinos, así que nos dio por quitarnos las camisetas. Al rato llegó una camioneta de la organización con un depósito a cuestas y empezaron a regarnos como si fúeramos berzas. Ahí volvió el subidón. Me pareció que la chica me miraba de reojo mientras saltábamos y pedíamos más agua. Pasamos toda la tarde haciendo tiempo, de aquí para allá, yendo a olisquear en las carpas secundarias que había desperdigadas por el secarral. No estaba mal lo que sonaba, la verdad, pero yo me había pillado las entradas sobre todo por los grupos principales del cartel. Para la hora de la cena ya estábamos bastante entonados. Lo teníamos todo listo. Nuestros minis, la maría, y un buen sitio bastante cerca del escenario. Iba a ser la polla. Igual no me di cuenta del viento que hacía porque ya íbamos todos bastante fumados. Recuerdo haberme quedado cinco minutos mirando al cielo, todo flipado, porque se habían cruzado dos aviones y habían dejado una enorme equis morada sobre el cielo. La punkita estaba a mi lado y dijo «eso se llama arrebol». Nos pusimos a hablar y la tía era de puta madre, más lista que el hambre. Nos juntamos los dos grupos, los del mayor y las punkitas, mientras alrededor la gente se iba apelotonando. Cada vez había menos espacio, pero nos pasábamos los minis y fumábamos por turnos. La cosa se empezó a torcer cuando el concierto llevaba hora y media de retraso. Ahí sí que comenzamos a sentir el viento, que por lo menos nos refrescaba algo. Pero también levantaba una arenilla que se te metía en los ojos y hacía toser a cada rato. Una mierda, vamos. Éramos tantos que ya no podíamos estar sentados, pero de estar solo de pie también nos estábamos cansando. Poco a poco empezaron los pitidos. Al principio los confundía con el viento, que se estrellaba contra los hierros del escenario. La peña claramente se estaba encabronando. Una de las lonas se desprendió por abajo y empezó a golpear varios focos, sin acabar de soltarse. La chica, que se llamaba Azul, primero dijo que se encontraba regular. Luego, cuando empezó a sonar el megáfono de la organización, no me cosqué de lo que decían porque, agarrada de mi hombro, Azul comenzó a potar y me salpicó la pernera del pantalón y los zapatos. La pobre empezó a pedir perdón, una y otra vez. Le dije que no pasaba nada. Empecé a moverme entre la gente para buscar un sitio donde limpiarme y tomar algo de aire. El puto Napo aprovechó la ocasión para empezar a consolarla, y cuando volví de echar una meada ya se estaban enrollando. Al muy cabrón no le tiró para atrás ni el olor a vómito. «Voy a por birra», escupí al resto mientras me movía a empujones en dirección a la barra. Uno de los del grupo me dijo, «te acompaño», pero no le esperé y seguí avanzando. Quince minutos de cola más tarde pude pedirle un mini a la camarera. Era una chica alta y con el pelo casi rapado. Se movía por la barra como una maestra de esgrima. Me pidió 6 euros y al momento escuché un hostiazo. Algo gordo, metálico, se había estrellado a lo lejos y la gente gritaba y aplaudía a rabiar. Quise girarme para mirar, pero un capullo me empujó por detrás y, sin haber llegado a agarrarlo, el mini se fue al suelo. La camarera lo había visto todo. Le pedí que me repusiera la birra, que me la habían tirado. Me dijo que ni hablar, que apoquinara otros seis pavos. El capullo de detrás volvió a empujar. Pensé que estaría borracho y que acabaría recibiendo una buena hostia. Pero al girarme me di cuenta de que no era solo él. Toda una marea humana empujaba en la misma dirección. Tío, fue acojonante. La peña empezó a saltar sobre la barra. Primero tres o cuatro y luego el resto, como una avalancha. Yo hice lo mismo y me metí dentro como pude. No me aplastaron de puro milagro. En media hora no quedaban ni los restos y la caja registradora la habían vacíado. Ni rastro de la camarera ni de mis seis euros. Entre cuatro nos llevamos un barril de cerveza rodando cuesta abajo. ¡Fue la hostia! ¡Tendrías que haber estado!

Informando desde la grada

¿Que cómo empezó la movida? Lo tenía todo en la cámara, pero al llegar a casa descubrí que ya no funcionaba. Eso me dejó bien jodida porque había tirado unas fotos de primera. Además, como la cámara era de la empresa los muy listos quisieron pasarme la factura. En fin, te diré que como a eso de las ocho de la tarde yo ya estaba preparada para que empezara el concierto. A los de prensa nos habían colocado en una especie de palco elevado, como una torre de dos pisos de gradas de metal que habían montado en un lateral, a unos treinta metros del escenario. La visibilidad era estupenda, también te digo. Aunque no tenga documento gráfico pude verlo todo perfectamente. Te lo cuento porque los muy idiotas no me dejaron escribir sobre esto en la revista. «Céntrate en la música», me dijeron. Así les va… Pero bueno, a los hechos. Hasta las nueve y media todo era normal. Buen rollo y mucha expectación. Tocaban unos artistazos. Tres bandas en total. No sé cuánta gente podía haber. Yo sólo veía cabezas y más cabezas a nuestro alrededor, a pesar de que el lugar era inmenso. Conté al menos cuatro carpas para las barras, la cubierta redonda de los escenarios secundarios y un par de tiendas de camisetas un poco más a lo lejos. Por último me fije, más o menos a la altura de nuestro palco, en un coche reluciente que habían encaramado a una enorme peana publicitaria, para que todo el mundo pudiera verlo y quedarse con la copla. En el horizonte se alcanzaba a ver la ciudad, como una lámina pegajosa que brillaba muy a lo lejos. Estuve un buen rato de miranda, sacando fotos a todo aquello y dándole coba a un tipo muy pesado que por lo visto trabajaba en la radio. Entre tú y yo, macho, no tenéis mesura. En fin, que el concierto se fue retrasando. La gente esperaba con los brazos caídos, algunos en jarra. Supongo que la mayoría habrían terminado de beber lo que llevaban encima, pero tampoco estarían por la labor de moverse del sitio. La típica situación en la que te mueves y te pilla el inicio del concierto totalmente desubicada. Hacía bastante aire, así que me hice una coleta porque el pelo no paraba de revolotearme alrededor del objetivo. El de la radio empezaba a aburrirse de sí mismo, pero no por ello dejaba de largar De vez en cuando se escuchaba algún pitido, pero la cosa no se empezó a poner fea de verdad hasta las once y media. Un rumor empezó a elevarse desde la marea de cabezas. Al principio no entendí lo que decían. Con el viento y todo eso se escuchaba regular. Luego el compa que tenía a mi derecha me confirmó lo que había conseguido captar a medias: «¡Periodistas, fascistas!, ¡bajad a la pista!». Al principio me pareció tan absurdo que hasta me hizo gracia. Empecé a saludar a la multitud girando en círculos la muñeca, como si fuera la reina de Inglaterra. Poco después lanzaron la primera botella. La esquivé por los pelos y le dio a otro compañero en el hombro. Era de plástico y rebotó inofensivamente en dirección al suelo. El tío, grande como un oso, se empezó a descojonar, pero yo ahí empecé a tener miedo. A ver, a mí también me han dejado plantada en muchos otros conciertos, ya sabes el cariño que le cogen los artistas al camerino. Pero la verdad es que aquello estaba pasando de castaño a oscuro, y no teníamos noticia de la organización. Nadie salía a dar la cara ni a explicarnos lo que estaba pasando. Más y más botellas comenzaron a volar en nuestra dirección. Al principio vacías. El oso se llevó el móvil al oído y llegué a escucharle preguntarle al aparato si alguien sabía qué estaba pasando. Le vi por última vez lleno de sangre, golpeado en la cabeza por una botella sin tapón pero llena de piedras. Los de abajo gritaban «Hijosdeputaaaa», y nosotros, atrapados en la grada contestábamos «¡basta yaaa!». Bastante asustada y sin saber qué hacer me puse de cuclillas, con la cámara encajada en mi regazo. Los empujones y los botellazos siguieron. Las piernas me ardían, así que me agazapé contra el suelo de chapa a ver si amainaba la granizada. Sólo quería que todo terminase sin que nadie me abriera la cabeza. El plasta de la radio no paraba de pedir, con inútiles grititos, que alguien llamase a los de seguridad. Entonces, desde mi guarida de botas y chapa metálica, miré para arriba y lo vi. Estaba lejos, muy encima de nosotros. Parecía un cuerpo encaramado en lo alto del escenario. No se le veía con claridad, pero parecía intentar moverse con lentitud. Quité la tapa del objetivo, con su lente de trescientos euros, y apunté hacia la mancha lejana. Amplié la imagen todo lo que pude hasta ver al tipo, que ahí colgado no podía ni retroceder ni avanzar. Con su chaleco fosforescente se agarraba a un mástil de hierro como si fuera un koala asustado.

Sobre el escenario

Tenía mala pinta. La lona había arrancado un par de pernos y flameaba en dirección a la torre de focos, que ya había comenzado a bailar sin esperar a la música. Miré a toda aquella gente y me lo pensé. ¡Vaya si me lo pensé!. Cuando estás a treinta metros del suelo el tiempo pasa más lento y se escancian mejor las ideas. Con tiento solté las manos, me incorporé sobre la viga y le hice un gesto al Filip con el pulgar. El tío será de donde sea, pero espabilao es un rato. Entendió a la primera la gravedad de la situación. Lo sé por la cara de funeral que puso. Se habría imaginado igual que yo el marrón de tener que desalojar a todos esos muchachos puestos hasta el culo. Desde la plataforma de media altura Filip repitió mis señas hacia abajo, y los cabeceos y aspavientos llegaron a través de la cadena humana hasta el speaker, a ras de tablas, que agarraba el micrófono como si fuera maderita de un santo. Desde tan alto no alcancé a verle, pero me imagino que se debió de quedar completamente blanco, el muy marica. ¿No decían que ellos se hacían responsables de todo? ¡Pues arrea! Porque una cosa es que te paguen una mierda y otra que te tengas que jugar el cuello. Cualquiera podía ver que el mamotreto, ahí en lo alto de la colina, estaba completamente expuesto. La tarde anterior ya habíamos tenido atardecer colorao, como decía mi abuelo. Osea que la ventolera estaba al caer. Ya se lo dije al encargado. Pero bueno, ¿quién hace caso de los machacas? Yo si fuera el jefe no lo haría. También es cierto que yo nunca sería el jefe, porque para eso hay que ser un gilipollas de campeonato. Y por ahí no paso.

Ahora tocaba esperar. A menudo me preguntaban si no me asustaban las alturas, y yo les contestaba que más miedo me daba estar abajo, con la carne de cañón, donde uno no sabe de dónde le van a llegar los palos. El viento soplaba con fuerza, racheado, y allí desde lo alto podía sentir el acero cimbreando. Puedo dar fe de que el escenario estaba bien montado, y con los materiales se habían gastado sus buenos cuartos. Pero para hacer el escenario más pintón le habían endosado aquellas lonas con dibujitos que ahora estaban recogiendo todo el viento de costado. Si se seguían embolsando quizás la estructura acabaría navegando hacia el río, como en la peli aquella de los Monty Python. Había pasado ya un buen rato. Las personitas de abajo comenzaban a silbar y a corear. Me pregunté por qué no llegaban más órdenes desde el pinganillo. Tampoco era tan difícil, joder: o cancelar o seguir asegurando. El público parecía haber empezado a moverse poco a poco, como los garbanzos en una olla que empieza a hervir. Me pareció ver que volaban objetos contra la grada de acreditados. Me tuve que reír.

Entonces empezó a tronar la puta megafonía, a dos palmos de mi cabeza. Habían conectado la general aún sabiendo que estábamos ahí encaramados. El impacto de la onda sonora me hizo retumbar hasta el bazo.

«»»POR CAUSAS AJENAS A LA ORGANIZACIÓN DEBEMOS DEMORAR EL INICIO DE LOS CONCIERTOS. SE REANUDARÁN CUANDO EXISTAN CONDICIONES DE SEGURIDAD QUE…»»»

El susto fue tal que di un brinco y perdí agarre. Resbalé hacia delante y quedé abrazado a la viga, a treinta metros de altura. Sus bordes se me clavaban a los antebrazos. Se me cayó un guante, y tardó poco más de 3 segundos en llegar abajo. Escuché el griterío yendo a más, aunque llegaba entrecortado por el viento. Los cabrones empezaron a corear: “¡eh!, ¡eh!, ¡eh!”. Como si fuera el payaso Fofó y hubieran puesto una piscina con tiburones debajo. El corazón me latía a mil y yo solo pensaba en los cuatro segundos que tardaría en llegar abajo. Cuatro segundos. Cuatro. Cuatro… Cuando el Filip llegó a por mí yo seguía como paralizado. Debajo de nosotros la olla de garbanzos se había desmadrado. Entre varios escalaron la peana y comenzadon a zarandear el coche publicitario. Lo sacudieron al compás de los cánticos hasta que, como por arte de magia, un último salto lo hizo volcar y caer a plomo desde la peana. El jolgorio que siguió al ruido de cristales machacados no lo olvidaré en la vida. Ni la alegría de sus caras cuando, hasta arriba el depósito de gasolina, el vehículo comenzó a arder.

Tras la barra.

Aquel tipo no estaba borracho, pero sí traía un tremendo cabreo. No me lo dijo, pero sé de lo que me hablo. No es que el resto de la gente estuviera feliz y contenta después de casi tres horas de retraso. Pero este en particular traía las maneras rotundas, el gesto firme, los ojos que te miran sin ver, porque siguen atados al objeto de su ira. Es cierto. Me pone la indignación, porque viene cargada de razones. Y este estaba furioso. “Una cerveza”, me dijo. Hice una finta, revés al tirador, cobré los seis euros, le di lo suyo y tararí que te vi. Iba a atender al siguiente, pero empezaron las avalanchas. Al gruñón se le cayó la cerveza antes de que pudiera agarrarla. Estaba claro que había sido culpa del de atrás. Me pidió que la repusiera, pero le dije que no. Quería ver cómo reaccionaba. Va y me dice: «o me das la cerveza o entro yo». No me impresionan los gallitos. Ni siquiera los que llegan a medir lo que yo. Y este era más bajito. “Ven a por ella, le dije”. Tenía su punto. Y vino, vaya si vino. Envalentonados, le siguieron los demás. Arramblaron con todo. Me lancé al suelo intentando rescatar toda la pasta posible de la registradora, estampada contra el suelo. ¡No iba a dejar que aún encima me lo descontaran de mi sueldo! La última vez que le vi alzaba un barril de cerveza vacío como si fuera un cinturón de los pesos pesados. No me quedé para pedirle su número. Otra compi y yo salimos corriendo. En el último momento me entró el pánico y quise volver, porque pensaba que había perdido las llaves del coche y quizás seguirían tiradas por el suelo.Luego, cubierta de arena fina, recordé que había venido al festival en taxi. Lo último que recuerdo es haber visto llegar a los bomberos.

Entrevista al líder de la banda (traducción del armenio)

No teníamos pensado empezar tan duro. Normalmente abrimos con algún tema de nuestro último disco, el de la gira. Ese es nuestro estilo: calentar motores poco a poco y que el desmadre vaya llegando. Pero lo de esa noche nos pilló a todos por sorpresa. No habíamos visto nada igual, al menos no desde los tiempos de la guerra. El batería me miraba con los ojos como platos y movía la baqueta a la altura de su cuello, preguntándome si cortábamos. Estábamos frenéticos y deliciosamente asustados, como leones en jaulas a punto de ser liberados.

Salimos al escenario cuando los machacas todavía estaban bajando. Uno de ellos tan blanco como si hubiera visto a Cobain en lo alto. Los del público aún tuvieron cojones de tirarnos un par de botellas al escenario.

Agarré el micro: grité con la fuerza necesaria para rasgar el velo de la noche. Le dije: “¡ESTÁIS LOCOS!. ¡¡JODIDAMENTE LOCOS!!”. La banda cumplía 10 años ese mismo día, era una noche especial para nosotros. “¡MIRAD LA QUE HABÉIS LIADO PARA ENCENDER UNAS PUTAS VELAS!”

Comenzamos a tocar. Rugido, garra, y riff de guitarra. Ellos comenzaron a bailar, a empujarse unos a otros, a darlo todo. Quiero pensar que fuimos nosotros, que a medida que empezamos a sonar los fuimos amansando.

Aún ardían las lonas a lo lejos, y el coche como una gran hoguera central. El horizonte, negro y rojo, parecía uno de esos cuadros del infierno que tenéis en El Prado. Nos sentíamos como en casa.

¿Que si volveremos por aquí? No lo dudes. Pero nos ahorraremos disgustos en el aeropuerto. Estamos componiendo una nueva canción. Pienso que será un temazo. ¿El título? Supongo que será algo así como: “When you´d go there, you´d better leave your drugs at home”. Volveremos. Claro que volveremos.

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